Cuando alguien se atribuye una dignidad o determinadas cualidades le pedimos que lo demuestre, que nos muestre un documento que lo avale. En tiempos de Jesús se esperaba la venida del Mesías, pero algunos se habían presentado como tales, resultando ser unos farsantes. Por eso, para identificar al verdadero Mesías era necesario que se manifestara con signos (milagros).
El milagro que hizo Jesús con el ciego y mudo que curó, y al que consideraban endemoniado, no pareció suficiente a los escribas y fariseos para reconocer su mesianismo, por eso se lo atribuyeron con malevolencia al poder de Belcebú. Pero aun así siguen pidiendo un milagro a Jesús. Éste, conociendo lo inútil que resulta por su cerrazón, les contesta: Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo: pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra, aludiendo así a su muerte y resurrección. Ese es el verdadero signo que Jesús nos concede, pero que solo la fe nos lo da a conocer.
El signo en el AT era un acontecimiento extraordinario que dejaba patente la intervención de Dios. Pero para que el signo sea eficaz se necesita la fe, creer en su significatividad. Ya se pueden hacer los signos más grandes que se quieran que sin una fe que los acoja quedarán estériles. Esa fe es especialmente difícil para dos tipos de personas: los paisanos del profeta y los sabios y entendidos. Sobre los paisanos de Jesús ya hablaré otro día. La dificultad que tienen los sabios y entendidos es que creen saber exactamente lo que debiera suceder y cómo habrían de ser los signos para darles validez. Es también lo que sucede en cualquier discernimiento espiritual superficial, cuando se le dice a la persona acompañada: “Esto viene o no viene de Dios por esto y por esto”. Es verdad que hay signos clásicos que nos ayudan a discernir la acción de Dios, pero no siempre son tan claros, pues Dios nunca se deja atrapar por nuestros razonamientos humanos por muy sabios y sensatos que parezcan. La acción de Dios va más allá y hay que saber escuchar con humildad y tener paciencia hasta que él quiera manifestarse. Los prejuicios de los sabios y entendidos ciegan sus mentes, negando lo inexplicable por poco razonable y no pudiendo ver en ello actuación de Dios alguna.
Ante esa cerrazón, Jesús compara la actitud que tienen ellos, el pueblo elegido, con la que mostraron los paganos de Nínive o del sur de Arabia (“reina del Sur”), los extremos de la tierra en la geografía antigua, mostrando una vez más el contraste entre la fe de los gentiles y la incredulidad de Israel. Aquellos mostraron una clara predisposición a arrepentirse y escuchar, mientras que los fariseos no muestran ninguna de las dos actitudes.
Las comparaciones no son la mejor forma de enseñar, pues generan envidia, enfrentamiento y baja autoestima, como cuando los padres pretenden estimular a un hijo comparándolo con otro hermano. Pero, en este caso, Jesús no trata de estimular ni de enfrentar, sino de avergonzar, de poner al pueblo elegido frente a su cerrazón. Así como la debilidad de Dios es la humildad de los humildes, lo que más le entristece es la cerrazón de los soberbios, incapaces de misericordia y ciegos ante la acción de Dios. Los hombres de Nínive… se convirtieron con la predicación de Jonás -exclamó Jesús-, y aquí hay uno que es más que Jonás… La reina del Sur… vino desde los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón.
Jesús califica como generación malvada y adúltera a los que piden un signo más llamativo. Probablemente nosotros hubiéramos escogido otros epítetos, pero Jesús parece que lo hace intencionadamente, pues la imagen de la adúltera resalta la infidelidad, el pueblo infiel con el que se desposa, como lo hiciera el profeta Oseas que recibió el mandato del Señor: Ve, tómate una mujer dada a la prostitución y acepta los hijos de su prostitución, porque el país no hace sino prostituirse, apartándose del Señor. Actitud que nos hace sonrojar, pues, con frecuencia, somos nosotros mismos los infieles que además exigimos vivir en un pueblo fiel
La mirada del enamorado y del adúltero son muy diferentes. El enamorado acoge a la persona amada, fijándose en todo lo bueno que le aporta sin detenerse en las dificultades, pues le habita el amor. El adúltero, por el contrario, refleja el cansancio, el aburrimiento de un amor enfriado que fácilmente busca llenar su aljibe vacío bebiendo en otras fuentes que no son la suya. Su mirada se fija más en lo negativo de la persona anteriormente amada, necesitando justificar su actitud adúltera. Esto mismo sucede en la vida religiosa, cuando uno se enamora inicialmente de una llamada que le permite entregarse al Señor sin mirar demasiado las debilidades de los hermanos con los que convive, pero que puede cambiar con el cansancio dejando de mirar lo esencial para fijarse solo en las debilidades ajenas.
En este contexto de infidelidad se entiende mejor el ejemplo con que quiere ilustrarnos Jesús. El amor tiene la característica de inundarlo todo. Una persona enamorada no para de pensar en la persona amada hasta el aburrimiento. Ya se puede hablar de cualquier cosa que le viene enseguida a la mente alguna conexión con ella, un parecido, algo que también ella tiene o le ha sucedido, etc. De tal forma que al llenar todo el espacio expulsa nuestros demonios, nuestros miedos y dificultades, hasta decir con ingenuidad: “contigo pan y cebolla”. Pero la vida nos muestra que el tiempo va probando el amor, desgastando el enamoramiento inicial. Es entonces, cuando se va vaciando nuestra casa de esa presencia que nos llenaba, cuando vuelven los demonios en mayor número: Cuando el espíritu inmundo sale del hombre anda vagando por lugares áridos en busca de reposo y no lo encuentra. Entonces dice: “Volveré a mi casa de donde salí”. Y al volver la encuentra deshabitada … Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él y se mete a habitar allí. Este es el peligro de dejar deshabitada nuestra casa: se llenará de okupas indeseables y nuestro dolor de cabeza será inmenso.
Trabajemos por tener habitada nuestra casa interior cultivando la presencia del que un día nos enamoró. Jesús no recriminaba a los escribas y fariseos por carecer de casa, pues tenían el templo y la ley, sino por tenerla deshabitada, sin alma, de modo que aun conociendo bien sus medidas y la ley de Dios que en ella residía, desconocían su espíritu y no vivían en su presencia. ¿Para qué hacer milagros entonces, si eran incapaces de entender?
Y remata todo esto diciendo que su madre y sus hermanos no son los de su linaje, sino los que hacen la voluntad de su Padre que está en el cielo. Como nos puede decir también a nosotros: que cristianos no son los bautizados ni monjes los que llevan hábito, sino aquellos que le siguen y se dejan habitar por él, no como un mero sentimiento, sino transformándoles la vida. El evangelista Lucas alude también a este relato de otra forma más llamativa, con la exclamación jubilosa de una mujer que contempla a Jesús y grita: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”. A lo que Jesús respondió: “Mejor, dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen”. Que nosotros reflejemos la imagen del creyente habitado, no solo ocupado.