¿Qué hacer ante la violencia de aquellos que nos persiguen? Al salir de la sinagoga, los fariseos planearon el modo de acabar con Jesús. El Señor los confronta asertivamente, en la verdad, poniéndoles delante de sus incoherencias e hipocresía, pero rechaza el camino de la violencia, prefiriendo apartarse: Al enterarse, se marchó de allí y muchos lo siguieron. Y el evangelista nos aclara la situación diciéndonos que así se cumplió lo dicho en el primer cántico del Siervo de Yavé: Mirad a mi siervo, mi elegido, mi amado, … No porfiará, no gritará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará… Y es que la identificación de Jesús con el Siervo de Yavé fue una idea clave en los evangelios y en la Iglesia primitiva. Él ha venido a ofrecernos su salvación, no a imponérnosla. Él nos habla con claridad y mansedumbre sin tratar de vencer nuestra violencia con más violencia, sino esperando nuestra respuesta en libertad.
El Señor se aparta, pero no huye. Una cosa es alejarse de la violencia y otra muy distinta huir de las dificultades. Jesús estuvo dispuesto a encarar la vida, a poner al descubierto a aquellos que vivían en la mentira, que imponían a los demás lo que ellos no vivían. Estuvo también dispuesto a ser flagelado, insultado y vejado, pero no alimentaba al violento con su propia violencia. Sabía apartarse de la violencia y no ejercerla él mismo sin que ello significara huir para no afrontar las dificultades. Su retirada suponía también preservar el poder cumplir la misión que había recibido. Por eso no se alejaba como los cobardes que escapan solos para salvar el propio pellejo buscando protección, sino como los mansos que atraen a otros que se sienten impactados por su mensaje: “y muchos lo siguieron”, nos dice el evangelio. Marcos y Lucas resaltan todavía más este hecho hablándonos de una numerosa multitud. Nadie sigue a un cobarde, pero sí nos sentimos atraídos por aquel que está dispuesto a entregar su propia vida por lo que cree.
La persecución que sufrió Jesús resultaba a veces insidiosa, acusándolo de sanar con el poder del mal, de echar demonios con el poder de Belcebú, el príncipe de los demonios. El mal es un artista retorciendo la verdad, haciendo ver lo malo como bueno y lo bueno como malo. Por eso se le llama príncipe de la mentira, las tinieblas que aparecen como luz o el lobo que se disfraza con piel de oveja. A nadie le asusta una oveja o caminar en la luz, pero la trampa puede estar al acecho y hemos de ser lúcidos y precavidos. El primer evangelista nos dice que esos insidiosos eran fariseos. Marcos nos comenta que eran escribas que habían bajado de Jerusalén. Da lo mismo, pero sí es comprensible que fuera alguien que se alejaba de Jerusalén, la ciudad santa, perdiendo la luz de Dios para dejarse atrapar por los salteadores como aquel jerosolimitano que se alejó de Jerusalén para bajar a la ciudad de Jericó sobre la que pesaba una maldición.
Cuando la verdad no interesa y la maldad se apodera del corazón, el milagro que podamos ver nos deja de importar, lo único que interesa es acabar con el adversario tergiversando cualquier cosa y utilizando contra él aun lo más santo, dando lo mismo sus buenas obras o su santidad de vida, nos da grima y hay que eliminarlo. Centrados en nosotros mismos, como nuestro corazón esté herido, no podremos ver el bien ni los milagros nos servirán para modificar nuestra postura. De nada le valió a Jesús intentar convencerles de una evidencia: si él echa a los demonios con el poder del príncipe de los demonios, es que el reino del mal está dividido y perecerá. Quien no quiere entender, no lo va a hacer por mucho que se le argumente.
Mateo nos dice que Jesús curó a un endemoniado ciego y mudo, de suerte que el mudo hablaba y veía. Los judíos letrados esperaban una venida llamativa del Mesías, mientras que los sencillos eran capaces de ver en la fuerza sanadora del espíritu de Jesús esa presencia mesiánica. Aquellos creían ver y estaban ciegos. A estos se les consideraba ciegos y veían con claridad. ¡Cuántas veces pasa por delante de nosotros el Señor sin que lo veamos, esperando como estamos una venida más llamativa o según nuestros criterios!
Pero hay algo que se ve que dolió especialmente al Señor, hasta el punto de hablar de un pecado que no tiene perdón: la doblez que interpreta a sabiendas que lo que viene de Dios es obra del diablo, lo que él llama blasfemia contra el Espíritu. Nunca podremos saber hasta qué nivel se ha pecado conscientemente contra el Espíritu como para no merecer el perdón. Pero es que en realidad no se trata de merecer o no merecer, sino de constatar que quien abraza vivir en la mentira va por un camino que no tiene salida. No se trata de la mentira de nuestras incongruencias y pecados, pues, si así fuera, ninguno estaríamos a salvo. Se trata de la cerrazón humana que se resiste al don de Dios y lo considera venido del maligno. Vivir conscientemente en esa mentira es como tener un cáncer que alimentamos y nos va autodestruyendo, saber que tenemos un mal y alimentarlo encontrando en ello un placer masoquista. De ahí que Jesús ponga la comparación del árbol: Plantad un árbol bueno y el fruto será bueno; plantad un árbol malo y el fruto será malo; porque el árbol se conoce por su fruto. Continuamente vemos a Jesús lamentándose especialmente por los que se cierran a la gracia, más que por los pecadores que siempre recibirán la misericordia de Dios. El pecado es una mancha que se puede lavar. La cerrazón, sin embargo, agarra la mente y el corazón por ser propio del ego que con su soberbia es capaz de rechazar a Dios y a sus semejantes. Es vivir en la amargura o, lo que es lo mismo, es estar muerto en vida.
Aquí tenemos una pista de dónde nos encontramos. No se puede amar a Dios si no amamos a los hermanos. Cuando dejamos de creer en los hermanos, cuando malinterpretamos sus acciones buscando siempre motivos espurios, aunque hayan actuado movidos por el espíritu del Señor, ¿en qué nos estamos diferenciando de los escribas y fariseos que atribuían la acción de Jesús al poder de Belzebú? Más vale que nos engañen a pecar contra el Espíritu Santo.
Más todavía, nos dice Jesús. No solo somos capaces de negar la acción de Dios en los hermanos, atribuyéndosela al mal espíritu, sino que esa misma hipocresía puede llevar a aconsejar cosas buenas estando lejos de ellas: Raza de víboras, ¿cómo podéis decir cosas buenas si sois malos? El Señor no se corta al poner al descubierto lo que llevamos dentro. Sin duda que no pretende meternos miedo en el cuerpo, sino que recapacitemos hasta dónde somos capaces de seguir así.
Alguien nos tiene que decir la verdad en la que vivimos para que cambiemos el rumbo. Que lo que salga de nuestra boca sea reflejo de lo que habita en nuestro corazón y lo que habita en nuestro corazón haga rebosar a los labios. O, lo que es lo mismo, que nuestras obras con nuestros hermanos reflejen nuestra experiencia de Dios y nuestra experiencia de Dios nos impulse a vivir desde su entrega y misericordia, siendo mansos para derrotar la violencia que anida en cada uno de nosotros.