La vida nos da oportunidades muy diferentes a cada uno. Hay algunos que parecen más afortunados, nacen en alta cuna, poseen grandes dotes personales y la vida les sonríe facilitándoles las cosas. Otros, por el contrario, parecen encontrarse en las antípodas, carecen de una familia estable, de medios económicos, de cualidades personales y de estabilidad social en su país. ¿Se puede juzgar el éxito que puedan tener unos y otros de la misma manera? Es evidente que no, pues la fortuna no depende de nosotros, pero sí el coraje de la respuesta.
Jesús se lamentaba de que algunas ciudades judías que habían sido testigo de muchos de sus signos y milagros no daban un giro a su vida (Cafarnaún, Corozaín, Betsaida), mientras que otras ciudades paganas sí lo hubieran hecho de haber recibido esa gracia (Tiro, Sidón). La justicia no se centra solo en los hechos, sino en las oportunidades que han tenido las personas. “A quien más se le confió, más se le exigirá”. El juicio será más exigente con el que sabía y no actuó que sobre el que lo desconocía, nos dice el Señor.
Especialmente doloroso para Jesús es la actitud de Cafarnaún a la que el evangelista llama “su ciudad” (Mt 9, 1), pues cuando arrestaron a Juan Bautista dejó Nazaret para establecerse en Cafarnaún (Mt 4, 12-13), y aquí le hicieron tanto caso como allí, aunque lo admirasen (cf. Lc 4, 22-24), estando a punto de tirarlo por un precipicio, pues, como él mismo dijo: “ningún profeta es aceptado en su tierra”.
Es verdad que en la región de Galilea muchos se sintieron atraídos por Jesús, pero a la hora de la verdad no pasaba de mera curiosidad, no dejándose atrapar por la predicación de Jesús. Los milagros del Señor producían admiración, pero no conversión: ¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y ceniza. Y Cafarnaún se sentía orgullosa de ser la ciudad de Jesús, pero el Señor, que ve el corazón y no las apariencias, les echa un jarro de agua fría sin contemplaciones, aplicándoles lo dicho por el profeta Isaías a un pueblo seguro de sí por ser el pueblo elegido: Tú decías en tu corazón: “Escalaré los cielos”, … ¡En cambio, has sido arrojado al abismo, a las profundidades de la fosa! (Is 14, 13.15). Todos sabemos que entre el amor y el odio solo hay una fina línea que los separa. Cuando se ha amado mucho a una persona, cuando se ha confiado en ella plenamente y nos sentimos traicionados o despechados, brota en nosotros un sentimiento de rechazo y odio. No podemos pensar que con Jesús fuera así totalmente, pero sí en cierto modo. Si su corazón no podía albergar el odio, sí podía sentir decepción, haber sido defraudado, experimentar dolor por el rechazo y la indiferencia. Es por ello que mientras contrapone a Corozaín y Betsaida las ciudades paganas de Tiro y Sidón, poderosas, pero no especialmente malvadas, a su querida ciudad de Cafarnaún le vaticina un juicio peor que a la perversa Sodoma, no porque en Cafarnaún se pecara más, sino porque tuvieron muchas más oportunidades para convertirse y no las aprovecharon.
Parte de esto se explica por un hecho constatable: quien nada en la abundancia es más difícil de complacer que los que carecen de todo, más propensos a agradecer lo poco que puedan recibir. Jesús muestra una gran debilidad por estos últimos, pues sabe que están más predispuestos a acoger sus palabras. Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños (Mt 11, 25). Estas palabras tienen una gran profundidad y brotan de lo más hondo de Jesús, como se puede fácilmente observar. Lucas, incluso, lo expresa diciendo: Jesús, lleno de gozo del Espíritu Santo, dijo… Es una expresión que manifiesta algo que él ha constatado y le resulta gozoso y entrañable, pues se siente en sintonía con su Padre Dios. Es algo que está en la base de todo camino espiritual: la humildad, algo que vemos cómo abre los corazones de todos, pues nos predisponemos frente a los humildes, mientras que nos cerramos frente a los engreídos. Y, sin embargo, caemos en la trampa de aspirar a encontrarnos entre los sabios y entendidos. Esto tiene una explicación retorcida y engañosa. Todos buscamos el saber, algo que es bueno sin duda alguna, pero la fuerza de nuestro yo nos empuja a querer tener las riendas y fiarnos solo de nuestra razón y de nuestros sentidos, dejando de lado lo que el amor o la confianza nos pueden mostrar. Fiarse de Dios como un niño se fía de sus padres, es algo muy difícil para el que se quiere hacer a sí mismo y controlar su vida.
Los sacerdotes, escribas y fariseos representan a los sabios y entendidos, como también lo son los que solo buscan signos y milagros que sustenten su fe. Jesús nos pone sobre aviso y nos invita a seguir el camino de los que confían sin pretender controlarlo todo ni apoyarse en hechos maravillosos. Descubrir este camino es un tesoro. Da profunda paz viviendo confiados en Aquél que nos sostiene en el camino de la vida. Por lo que Jesús concluye pidiéndonos que vayamos a él cuando nos sintamos cansados y agobiados, no para que nos quite las dificultades, sino para descansar en él y sentir el alivio del que confía en él. No apartemos su yugo ni le tengamos miedo, pues él lo sujeta y no dejará que nos hunda. Basta con llevarlo con mansedumbre y humildad. Entonces nos percataremos que es llevadero y ligero. No les tengas miedo, porque yo estoy contigo; no te angusties, porque yo soy tu Dios, le decía el Señor al profeta. No temas, gusanillo de Jacob, oruga de Israel, yo mismo te auxilio (Is 41, 10.14). Sí, a veces el desánimo puede venir a nuestras vidas. Vemos que ciertas cosas nos cuestan, que no terminamos de liberarnos de algunas ataduras. También vemos que los hermanos tienen sus debilidades y formas de ser que nos molestan sobremanera. En estos momentos no podemos desviarnos de la verdad, sino que hemos de mirarla con humildad y confianza. La verdad de la comunidad y mi propia verdad. Incluso podemos llegar a convencernos de que la conversión sincera es de pocos, de que con frecuencia hemos de caminar con las debilidades propias y ajenas. Es entonces cuando debemos mirar la paciencia de Dios para conmigo mismo y para con los demás, cómo él, en lugar de condenarnos, cargó con nuestras culpas y, como buen pastor, nos puso sobre sus hombros para retornarnos a su casa. Esa es la actitud del que vive en la verdad de Dios, según el corazón de Dios. Sin duda alguna lo que nosotros deseamos, dispuestos a dar nuestra propia vida. Entonces experimentaremos el gozo de Dios que nos pacifica e ilumina nuestra existencia aun en medio de las ruinas personales y ajenas.