PROLOGO DE LA RB
(Pról.06)
Los primeros versículos de la Regla se dirigen incisivamente a cada uno de nosotros: “escucha, hijo”; inclina el oído…, acoge con gusto; a ti, pues, se dirigen estas palabras…; cuando te dispones a realizar cualquier obra buena… Es el modo como San Benito nos invita a hacer el camino interior que necesariamente es personal.
Pero a continuación pasa a emplear el plural, uniendo la dimensión personal con la comunitaria: Levantémonos, pues de una vez, que la Escritura nos desvela diciendo: “Ya es hora de despertarnos del sueño”. Y, abiertos los ojos a la luz deífica, escuchemos atónitos lo que cada día nos advierte la voz de Dios que clama: “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones”. Dios me habla en medio de los hermanos, hace resonar dentro de mí la palabra escuchada en comunión. Es un proceso interior, pero no individualista, como Dios no es “padre mío”, sino “padre nuestro”.
“Levantémonos y espabilemos”, una invitación que escuchamos día tras día al ir a rezar vigilias con el salmo invitatorio, que el domingo recoge literalmente esa expresión: Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones. Esa expresión recuerda la queja bíblica contra el pueblo hebreo que endureció su corazón en “Meribá” y el día de “Massá” en el desierto (Sal 94, 8-9; Ex 17, 2-7), es decir, en el tiempo y el lugar de la prueba, donde nada hay, siendo semejante el desierto a la noche. En Meribá, que significa “disputa”, enfrentamiento; en Meribá, que significa “tentación”. Y es que, paradójicamente, la voz de Dios se hace oír de forma más clara en el silencio nocturno, en el desierto, en el momento de la prueba. En el ruido y la distracción sólo nos oímos a nosotros mismos. Cuando la soledad y la prueba nos ponen delante de nuestro vacío se agudiza el oído y los susurros se hacen perceptibles. Durante el día oímos demasiadas voces que nos agradan y entretienen, que buscamos y alimentan nuestra complacencia. En el momento de la prueba no estamos para voces y la tentación acecha. Puede aparecer en escena la tristeza, el miedo, la duda, el enfrentamiento,… Momento difícil, pero es en ese momento cuando se deja oír más claramente la voz del Señor que nos enseña el único camino posible si despertamos del sueño que nos asusta para vivir en la realidad que Él nos ilumina.
El sueño nocturno asemeja la muerte, mientras que el despertar es como una vuelta a la vida. Proceso costoso si el sueño es profundo. Y nuestras noches no son siempre iguales ni nuestros sueños los mismos, siendo el mayor engaño del sueño pensar que estamos despiertos. ¿Quién nos espabila despertándonos del sueño? Antiguamente lo hacía la campana, hoy lo hacen los timbres y, a algunos, a duras penas el despertador. San Benito quiere hacer un símil con la vida espiritual. En ésta quien nos espabila el oído es la palabra de Dios que nos desvela invitándonos a despertar del sueño, a no endurecer el corazón. Pero nuestro sueño se puede volver muy profundo hasta el punto que no nos despierte la campana de tan acostumbrados que estamos de oírla. La costumbre adormece la consciencia. Pero no siempre es así, también nos vienen momentos de lucidez, de despertarnos en medio de la noche aunque sólo sea… para ir al servicio. Qué más da lo glorioso del motivo, el caso es que aprovechemos cualquier oportunidad: Si –por casualidad- hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones.
Esa voz la escuchamos cuando nos acercamos a la palabra de Dios, pero también esa palabra grita en nuestro interior atrayéndonos hacia sí para ser lo que realmente somos, dejando la irrealidad de los sueños para vivir desde lo que somos en verdad. En medio de nuestros muchos quehaceres, a veces tan alocados e improductivos como los sueños, puede brotar esa voz que nos despierte, invitándonos a vivir desde la consciencia y parando nuestro girar alocado. Invitación clara a cambiar el rumbo, pero invitación suave que necesita dejarse oír.
Invitación, por otro lado, que nace en el seno de la comunidad. Hoy damos mucha importancia a la vida comunitaria, a trabajar por construir una comunidad de comunión. Pero ¿qué tipo de unión deseamos? La unidad que brota de las palabras que salen de nuestros labios durante el día -y quizá en medio de un cómodo vergel- es una unidad fabricada demasiado por nosotros mismos, demasiado a nuestra medida. Por eso puede resquebrajarse cuando viene la prueba. Pero la unión que brota en el silencio de la noche, en la sequedad del desierto, en la prueba de la tentación, aparece más frágil, menos controlada, pero más sólida, pues no se asienta en nosotros, sino en Aquél que nos ha convocado. No temamos la fragilidad y la prueba vivida en comunión y confianza. Temamos más el atractivo de una vida cómoda que confía en sus propias fuerzas y no es sensible a llevar las cargas ajenas. A veces nos incomoda el silencio de los labios y el silencio de Dios y, sin embargo, bien sabemos que sólo en el silencio se escuchan con claridad las palabras.
El sueño es sinónimo de ilusión, es donde se cumplen los deseos más profundos que no podemos realizar. Pero los sueños, sueños son. Suelen ser agradables cuando no son pesadillas, pero duran como nube mañanera. Ni siquiera nos acordamos de ellos salvo cuando son interrumpidos bruscamente por el despertar. También podemos vivir espiritualmente en un sueño irreal creyendo en la certeza que ellos nos dan. Creemos ver lo que vemos, creemos en la veracidad de lo que vivimos, pero lo podemos hacer únicamente desde la ilusoria realidad que el sueño nos da. El despertar interior, sin embargo, nos da a conocer las cosas como realmente son, a intuir la verdad que todo lo sustenta, a ver como Dios ve. Esa mirada suya en nosotros que nos da nueva luz al mirar las cosas, las personas o los acontecimientos en El. No despertar del sueño de la vida nos puede llevar a maltratar las cosas y las personas por atribuirles unas cualidades oníricas que no tienen. Gran drama es hacer daño sin saber que lo hacemos, pues si al menos lo supiéramos podríamos evitarlo.
Por eso San Benito emplea también otra expresión: Y abriendo los ojos a la luz de Dios. Cuando abrimos el oído del corazón se iluminan los ojos con la luz de Dios, la luz que nos da su palabra escuchada y acogida confiadamente en nuestro interior. La voz que se oye en el silencio del desierto ilumina los ojos sacándolos de la noche de los sueños, permitiéndonos ver las cosas tal y como son verdaderamente según el misterio insondable y salvífico de Dios.