PROLOGO DE LA RB
(Pról.05)
San Benito continúa explicando sencillamente por qué debemos pedir la fuerza de la gracia cuando nos disponemos a realizar cualquier obra buena: para que el que ya se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, jamás se vea obligado a entristecerse por nuestras malas acciones. En efecto, es preciso que estemos siempre dispuestos a obedecerle con los dones que ha depositado en nosotros, de tal manera que, no sólo como padre airado no llegue a desheredar algún día a sus hijos, sino que tampoco como señor temible, irritado por nuestras maldades, entregue a la pena eterna, como siervos malvados, a los que no quisieron seguirle a la gloria.
Esas palabras resultan duras sin duda alguna y nos recuerda varios pasajes de la Escritura y del Evangelio donde Jesús se queja del desprecio que hacen los hijos y los elegidos de la herencia que se les da, siendo finalmente desheredados en favor de otros: Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el banquete del reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados fuera a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes (Mt 8, 10-12). O cuando habla de su viña y de los labradores que no le dan sus frutos: Os digo que se os quitará el reino de Dios y se entregará a un pueblo que dé a su tiempo los frutos que al reino corresponden (Mt 21, 43). O cuando habla de los convidados al banquete que uno tras otro se excusan para no ir: Entonces el dueño de casa, indignado, dijo a su criado: “Sal aprisa a las plazas y calles de la ciudad y tráete aquí a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos”… Y os digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete (Lc 14, 21-24).
San Benito nos quiere estimular invitándonos a vivir desde nuestra condición de hijos, como hijos obedientes que son el gozo de su padre. Pero al mismo tiempo nos recuerda que la herencia, aún siendo gratuita, no está asegurada “a la fuerza”. Somos herederos por la gracia de Cristo, pero la herencia que se nos ofrece no es un cúmulo de bienes materiales a modo de premio, sino la vida en el Espíritu. Si la herencia que se nos tiene reservada fueran simples bienes, bastaría con extender la mano para recibirlos. Pero si la herencia que se nos tiene reservada es algo más existencial, más vital, requiere una transformación interior. Se nos da la herencia por ser hijos, y se nos pide vivir como hijos. Vivir como hijos es sabernos y sentirnos hijos, en una relación de confianza, pero también de receptividad, de deseo de escuchar la palabra del padre, de obedecerle aún cuando no nos guste, de querer asemejarse a él sin pretender ser nosotros el centro absoluto. Es una actitud expectante ante la vida y profundamente confiada, sabiendo que estamos en manos de un Padre que no puede dejar de comportarse como padre. Quizá en una cultura personalista como la nuestra resulte más difícil renunciar a matar la figura paterna. Pero el cristiano está llamado a crecer como persona sabiéndose siempre “hijo de”, que es lo que le permite saberse también hermano de todos.
Ser hijo es mucho más que ser un vecino que confía en la bondad de su vecino. Ser hijo implica una relación especial aceptada y abrazada, que hace de la herencia no sólo algo futuro, sino algo que se va descubriendo y saboreando en nuestra misma vida. Ser hijo es desear ser reconocido por el padre y que los demás le reconozcan como hijo de su padre. Es un proceso, no un momento, como pudiera ser la herencia material o la idea popular del juicio venidero; es algo que comienza ya en esta vida y encuentra su culmen en la venidera; es algo existencial, no material; no es un mero premio o castigo que nos viene de fuera, sino más bien va brotando de nuestro propio interior. Quien se deje transformar vivirá como hijo y recibirá la herencia del hijo en esa misma transformación. Quien no se deje transformar vivirá como esclavo y recibirá la no-herencia del esclavo, pues el esclavo sólo tiene lo que posee, y no posee casi nada. San Benito sugiere eso con la expresión “querer seguirle a la gloria” o no. Eso depende sólo de nuestra libertad en la respuesta a la gracia recibida. De nada nos valdría ser hijos si no nos percatamos de ello ni vivimos como hijos y herederos. El salmo expresa bellamente lo que es la herencia que nos toca identificándola con el mismo Dios: El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad (Sal 15, 5-6).
Es bueno que nos situemos en el contexto en el que vivió San Benito, hombre romano del siglo VI. Allí había gente libre y esclava. Ser parte de la familia romana como hijo no era poca cosa. Ser heredero daba seguridad. Quedar desheredado era una verdadera desgracia, como vivir en las tinieblas donde se llora y hace tanto frío que rechinan los dientes… El hijo vive de la fortuna del padre y la hereda. Perder la herencia era casi como perder la propia vida o, al menos, la esperanza de una vida libre y gozosa.
La forma de expresarse la RB en este pasaje trasluce una ira divina bastante antropomórfica que desdice de Dios, pero contiene una verdad que de nada vale eludir. En cualquier caso, y dado que al final no sabemos realmente lo que hará la gracia divina, San Benito nos invita a corresponder a esa gracia sabiéndonos hijos muy amados, y matizando la expresión con que comienza el párrafo -y que resaltaba el esfuerzo personal inicial del hombre- con esta otra: Es preciso que estemos siempre dispuestos a obedecerle con los dones que ha depositado en nosotros. No puede ser nuestro lo que ha sido depositado en nosotros. Esto mismo es lo que nos da la confianza para seguir caminando. Cuando uno experimenta sus tropiezos no queridos, se puede desanimar dudando de su fortaleza. Pero cuando sabe que la fuerza que necesita no radica en él, sino en Aquél que se la da gratuitamente, entonces se siente animado a seguir aún cuando no vea, aún cuando no tenga fuerzas, aún cuando muera en el intento.
La meta no está fuera de nosotros. La meta no es algo que debemos alcanzar. La meta es un estado al cual nos dirigimos y que se va realizando en nosotros con la transformación interior a semejanza de Cristo. Es por ello que necesitamos tener firme conciencia que nuestra única meta es la obra que Dios va haciendo en nosotros, por lo que las cosas que nos suceden, la gente que nos rodea, las cosas que hacemos, e incluso nuestros propios logros o fracasos no son más que medios necesarios para esa transformación. El darse cuenta de ello produce profunda paz y ahorra muchas energías que solemos perder en transformar lo que nos disgusta únicamente para hacerlo más cómodo. La aceptación de esa realidad nos hace más libres para trabajar en la transformación del mundo según el evangelio sin estar demasiado preocupados de nosotros mismos.