PRÓLOGO DE LA RB
(Pról.03)
La exhortación de San Benito -“Escucha, hijo”- es algo cercano e íntimo, pero al mismo tiempo quiere darle una proyección universal: “quien quiera que seas”. Se dirige a todos los que están dispuestos a emprender el camino de retorno a Dios olvidándose de sí mismos. Así nos dice: A ti, pues, se dirige ahora mi palabra, quienquiera que seas, que renunciando a satisfacer tus propios deseos, para militar para el Señor, Cristo, el verdadero rey, tomas las potentísimas y espléndidas armas de la obediencia (v. 3).
Lo que más caracteriza la vida religiosa desde sus comienzos es el voto de virginidad consagrada. Quien se siente llamado a una vida orientada toda ella a la alabanza divina, como donación gratuita de sí mismo, expresa esa exclusividad con el voto de castidad. Es cierto que todos somos del Señor, hagamos lo que hagamos, pero el corazón es solamente uno y puede estar más o menos dividido. No es que la consagración religiosa pretenda apartarnos del amor a lo demás “porque nos distraen”, lo que sería una visión desencarnada del amor. Se trata más bien de una opción de vida que desea seguir el modelo vivido por Jesús de Nazaret en un amor universal, de ahí que el mejor calificativo para un religioso sea el de “hermano/a”. Esa consagración facilita vivir la primacía del amor de Dios en gratuidad y orientación plena hacia él, para en él encontrarnos con el amor universal de Dios que todo lo abarca y al que nosotros también nos debemos. Así los primeros “religiosos” fueron las vírgenes o los ascetas.
Pero dentro de éstos, lo que más caracteriza a los cenobitas es la obediencia. Quien se decide a vivir en comunidad, no sólo expresa la donación de sí con el voto de castidad, sino que también lo hace con el de obediencia, deseando seguir el camino de Jesús que se hizo obediente hasta el extremo. Así como el celibato es una opción espiritual del corazón que se expresa también corporalmente, igualmente la obediencia, siendo un ofrecimiento de sí a la voluntad divina, conlleva una expresión muy concreta a través de los superiores y los hermanos que nos va transformando el corazón.
Esto es algo laborioso, y así lo manifestaban los monjes antiguos. Hablaban del trabajo de la oración, pero también de lo costosa que era la obediencia. Pero aquí San Benito quiere dar un matiz más ilusionante a tan ardua empresa. Hablar de lo costoso de una empresa, de las muchas renuncias que hay que hacer, etc., desanima al personal y a más de uno le puede hacer abandonar. Pero presentarlo como un reto, algo hermoso que podemos alcanzar y por lo que debemos luchar, enardece los ánimos y empuja hacia delante. Es por eso que San Benito decide utilizar un lenguaje ya empleado por los apóstoles y los mártires y que en la edad media -cuando nace Císter- tuvo tanto gancho, el lenguaje de la milicia; algo, por lo demás, también presente en congregaciones modernas que llegan a entusiasmar a los jóvenes.
Soporta los sufrimientos como un buen soldado de Cristo, le decía San Pablo a Timoteo (2Tim 2,3). Y nos dice también a nosotros: Poneos las armas que Dios da para resistir a las estratagemas del diablo, porque la lucha nuestra no es contra hombres de carne y hueso, sino (…) contra las fuerzas espirituales del mal. Por eso os digo que cojáis las armas que Dios da, para poder hacerles frente en el momento difícil y acabar el combate sin perder terreno. Conque en pie: “abrochaos el cinturón de la verdad, por coraza poneos la honradez” -Is 11,5-; bien calzados, “dispuestos a dar la noticia de la paz” -Is 52,7-. Tened siempre embrazado el escudo de la fe, que os permitirá apagar todas las flechas incendiarias del malo. Tomad “por casco la salvación y por espada la del Espíritu” -Is 59,17-, es decir, la palabra de Dios (Ef 6, 10-17).
El monje es un soldado de Cristo, que milita bajo su estandarte y utiliza sus armas. El estandarte de Cristo es su cruz victoriosa, su misterio pascual. Quien no quiera aceptar esa realidad en su propia vida podrá ser un buen soldado, pero bajo otro estandarte. Cuando la cruz la vivimos como escándalo o necedad, no somos de Cristo. Cuando la acogemos con la mansedumbre del que confía en Aquél que la venció, entonces podemos sentirnos verdaderamente de Cristo. Militar bajo su estandarte es confiar que el Señor está con nosotros, en nuestra frágil barca agitada por las aguas; que él va delante, que él nos sostiene, que él lucha en nosotros y por nosotros, que él garantiza la victoria a los humildes.
Y ¿cuáles son las armas? Es muy importante tener las armas idóneas si no queremos hacer el ridículo. Emplear flechas contra tanques es tan ridículo como emplear tanques contra indígenas dispersos en la selva. Para saber qué armas emplear necesitamos saber primero quién es el enemigo al que se combate. San Pablo ya nos lo recordaba: “las fuerzas espirituales del mal”. Esas fuerzas que luchan dentro de nosotros y que nos llevan a hacer el mal que no queremos y dejar de hacer el bien que deseamos. Esas fuerzas que empujaron al hombre a apartarse de Dios por el camino de la desobediencia. Por eso San Benito centra en esto las armas que debemos tomar, esas mismas que perdimos con nuestra ofuscación por el pecado, pero que Cristo ha conseguido rescatar. Él nos las ofrece de nuevo para que nosotros podamos gozar de la mansedumbre de los sencillos, verdadera vivencia del Reino de Dios ya en este mundo como anticipo de su plenitud más allá de la muerte. ¿Hay mayor gozo que el vivir desde el amor de Dios?
De esta forma, el retorno a Dios adquiere un matiz marcial, glorioso, exultante, pero al mismo tiempo humilde, confiado, gozoso. Empuñamos las armas de la obediencia que nos hace humildes y nos robustece a un mismo tiempo. Cristo, a quien seguimos, se va haciendo en nosotros y su victoria la ven los hermanos que nos rodean. No es algo meramente pasivo, no es una simple renuncia que aceptamos a veces con tristeza, sino que se trata más bien de un empeño, de un deseo, de un combate ofensivo. Por eso San Benito nos hablaba de ese obedecerse a porfía, sólo comprensible para los que de verdad desean militar bajo el estandarte de Cristo.
Los estudiosos dicen que los términos militia y militare “no designaban exclusivamente el servicio de armas, sino que se aplicaba, asimismo, al servicio civil”. De tal forma que militare evoca la idea del servicio de los siervos de Dios. Pero a fin de cuentas da igual decir que se sirve a Dios siguiendo el ejemplo de Cristo obediente hasta la muerte, que militar en sus filas con las armas de la obediencia.
Finalmente quisiera resaltar cómo San Benito hace la diferencia de ese combate entre los ermitaños, que curtidos en la vida espiritual lo pueden realizar solos, y los cenobitas, que encuentran gran apoyo en la misma comunidad. Se supone que el ermitaño ya ha vencido la voluntad propia que nos esclaviza y ha obtenido el don de un oído atento y dócil a la palabra de Dios. Los que vivimos en comunidad tenemos la gran ayuda de los hermanos, que continuamente nos invitan a renunciar a nosotros mismos por amor, aunque a veces esto nos fastidie bastante. Cuanto más nos fastidian los hermanos, más necesitados estamos de vivir en comunidad, pues es signo de que nuestro ego está demasiado arraigado como para obedecer, estamos demasiado maniatados por nuestras Aveleidades@ que nos esclavizan. Cuando los hermanos ya no nos fastidian -aunque nos puedan resultar algo incómodos- es el signo más claro de nuestro avance en esa militia Christi.