PRÓLOGO DE LA RB
(Pról.02)
Escucha, hijo, los preceptos de un maestro e inclina el oído de tu corazón, acoge con gusto la exhortación de un padre bondadoso y ponla en práctica. En esta primera frase del Prólogo se observa el tono tan entrañable que emplea San Benito. Bien sabe él que la dulzura, el animar y el tocar el corazón es lo que hace cambiar a las personas. Es el Espíritu el que nos hace exclamar: “Abba, Padre”. Cuando revitalizamos el oído del corazón se agudiza el Espíritu que habita en nosotros y empezamos a ver las cosas desde la fe, pasando del mandato que mata a la exhortación que transforma. Si la vida monástica es una relación personal con el Señor –como Jesús tenía con su Padre-, un camino de amistad que nos va transformando, a nadie se le puede llevar por él de la oreja. Igual que Dios busca conquistar a su pueblo, San Benito emplea un tono paternal y de intimidad. Él no está legislando para un ejército ni para la buena marcha de un pueblo. Pero también es cierto que su experiencia y sentido común le llevan a tener en cuenta a aquellos que se han podido dormir o despistar, e incluso que se alejan notoriamente del camino emprendido, y que pueden ser causa de tropiezo o escándalo para el resto de la comunidad. Sólo en estos casos se muestra riguroso, movido igualmente por el amor a la comunidad. Pero a los dóciles y deseosos de responder, los estimula con palabras alentadoras.
Al referirse desde el principio a los preceptos del maestro y a las exhortaciones del padre bondadoso, San Benito se refiere a Cristo, pero también a él mismo. Algunos vieron esta atribución con recelo. Incluso, ya antes, el mismo San Jerónimo se oponía a que alguien se asignase el título de padre o maestro, pues el Señor lo había prohibido: Vosotros no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo (Mt 23, 8-9). Pero la verdad es que tanto San Jerónimo como el mismo San Benito dejan pronto estos escrúpulos, conscientes como son de que la paternidad o el magisterio que representan no es suyo, sino que ellos son simples mediaciones del único Padre y Maestro. El mismo motivo que hace sonrojarse al que se ve llamado con atributos que no le son propios, es lo que luego le hace tomar conciencia que no puede apropiarse de lo que representa. De hecho, San Benito se refiere al superior del monasterio como “padre” y “maestro” cuando dice que debe tratar a los monjes con la severidad de un maestro y el piadoso afecto de un padre (RB 2,24). Si esto no se tiene claro, las relaciones en el monasterio variarán necesariamente, o bien cayendo en un paternalismo que infantiliza, o en un autoritarismo que provoca temor e induce al cumplimiento sin amor, o en una camaradería que anula el papel espiritual del abad, o en una democratización a ultranza que anula la visión de fe. La paternidad y el magisterio de los que nos habla San Benito exigen madurez por parte del abad y de los hermanos, impulsando a éstos a vivir con amor filial su seguimiento al único Padre y Maestro en la escuela del monasterio. Igualmente, la actitud de principiante dispuesto a aprender, es algo sin lo cual difícilmente se puede prestar oído a la voz del Maestro. Vivir con esa actitud es prueba clara de nuestra sinceridad en la búsqueda de Dios y nuestro deseo de que habite en nosotros y nos transforme.
Escucha, hijo, los preceptos de un maestro e inclina el oído de tu corazón, acoge con gusto la exhortación de un padre bondadoso y ponla en práctica, a fin de que por el trabajo de la obediencia retornes a Aquel de quien te habías apartado por la desidia de la desobediencia (RB Pról. 2).
La razón de abrir el oído del corazón a los preceptos del maestro y a las exhortaciones del padre, la expresa con claridad San Benito: para que por el trabajo de la obediencia retornes a Aquel de quien te habías apartado por la desidia de la desobediencia. Es curioso constatar cómo esta alusión a la desidia comienza la Regla y también la termina: Aunque, para nosotros, perezosos, de mala conducta y negligentes, (los escritos de los santos Padres) son motivo de vergüenza y confusión (RB 73, 7). Y es que el pecado que encontramos en el origen de la humanidad es el mismo que nos acecha aunque entremos en el monasterio. Fácilmente nos dormimos, fácilmente nos acomodamos y la molicie nos vence, arrastrándonos por el camino de la desobediencia que nos aleja del Evangelio y de su puerta estrecha. Es por eso que la Regla nos remite continuamente al Evangelio, para confrontarnos con él y estimular la fuerza del amor que todos albergamos y que nos pone en la senda del retorno a Aquel de quien nos habíamos separado.
Desde luego que la lógica de San Benito es aplastante: ¿Qué hemos de hacer al habernos apartado de Dios por la desobediencia? Pues está claro, volver a El por el mismo camino pero en sentido contrario, esto es, el de la obediencia. Es curioso cómo nosotros perdemos cantidad de tiempo analizando las cosas y buscando soluciones para marear la perdiz y no caminar en absoluto. Cuando caemos empezamos a buscar razones de por qué hemos caído, quien ha sido el culpable, si hubiéramos caído o no de haber ido por otro camino, si merece la pena seguir; quizá también busquemos razones de nuestra forma de ser y escarbemos en nuestro pasado o en nuestra infancia, o en nuestras taras de familia, etc.; quizás nos paralicemos balanceándonos en una autocompasión estéril, sintiendo pena de nosotros mismos y justificando nuestras manías por taras del pasado, y todo para no ponernos a caminar. Desde luego que avanzaríamos mucho más si fuéramos más sencillos, si tuviéramos más sentido común y si nos moviera el amor y no nuestras teorías. Aquél que se tropiece y caiga en el suelo y se limite a analizar el por qué se ha caído en lugar de levantarse, le pueden suceder cosas peores como ser arrollado por algún vehículo. Es de humanos el caer, pero sólo es propio de tontos el no levantarse.
Quizás una de las cosas que más nos paralizan es constatar nuestra impotencia o pensar que la tentación nos puede y que todo sería mejor emprendiendo otro camino, pues quizás nos hayamos equivocado. Todo es posible, pero está claro que sólo quien confía en la fuerza de Dios podrá dejarse llevar por el mismo Dios hacia sí. Si el camino del apartamiento lo hicimos como fruto de una decisión personal y por nuestras propias fuerzas, el camino de retorno lo realizamos por el deseo que Dios ha puesto en nosotros y al que nosotros sólo podemos dar nuestro consentimiento, pues nos sobrepasa. Esta primera expresión de la RB nos adentra de lleno en la historia de la salvación, desde el Génesis hasta los Evangelios: Lo mismo que el delito de uno solo (Adán) resultó en condena de todos los hombres, así el acto de fidelidad de uno solo (Cristo) resultó en el indulto y la vida para todos los hombres; es decir, como la desobediencia de aquel solo hombre constituyó pecadores a la multitud, así también por la obediencia de este solo constituirá justos a la multitud (Rom 5, 18-19).