PROLOGO DE LA RB
(Pról.19) 14.08.11
La humanidad de San Benito se hace visible en toda su Regla. Es consciente de la debilidad humana, aunque no por ello evita el esfuerzo. Vemos que no pide cosas absurdas ni penitencias afectadas, sino que se limita a exigir un verdadero seguimiento del Señor Jesús, luchando contra el pecado y todo lo que nos puede alejar de él. No se trata de hacer cosas para poder contabilizarlas en nuestro favor, ni de una simple gimnasia espiritual que nos conduzca a un estado de armonía interior. El esfuerzo que se nos pide tiene una única meta: el seguimiento del Maestro viviendo el evangelio. El deseo de ese seguimiento pone en el centro la figura misma de Cristo abriéndonos a una relación con él muy peculiar. La actitud del corazón facilita la vivencia de las cosas duras y ásperas que puedan aparecer, relegándolas a un segundo lugar como consecuencia del amor buscado. Cuando ese amor no se da, el esfuerzo puede resultar tan titánico como estéril.
Bien sabe el santo patriarca que en ese camino vamos a sentir el cansancio, e incluso que nos podemos desanimar ante la exigencia que supone la lucha contra los propios vicios y el trabajo por vivir en un verdadero amor fraterno. Ante eso nos pide confiar, no soltar las manos del arado, sabiendo que lo que al principio resulta penoso, luego se hace más llevadero: Más, al progresar en la vida monástica y en la fe, ensanchado el corazón por la dulzura de un amor inefable, vuela el alma por el camino de los mandamientos de Dios.
Sin duda que la vida diaria, la relación con las personas que nos rodean, el trabajo que debemos realizar, nuestra situación personal, todo eso tan concreto es lo que puede aparecer como áspero y penoso. Eso, y no aquello que no existe, por mucho que nos digamos que es lo que debiera ser. Centrarnos en lo concreto de nuestra vida, abrazarnos a ello, afrontar todo desde la luz del evangelio, es mucho más realista que las asperezas que nos podamos inventar y que siempre son elegidas por nosotros de forma calculada. San Benito nos anima a ser realistas en nuestra vida, y tanto más realista cuanto más espiritual se sea. Caminando decididamente en esta línea las cosas terminan no costando tanto porque no dejamos que nos aplasten, ya que siempre estará vivo dentro de nosotros el motivo que nos lleva a afrontarlas, el amor que da sentido a nuestra existencia.
Nos asegura también, como hará el mismo Señor, que las cosas no son tan difíciles si “descansamos en Aquél que es manso y humilde de corazón”. El mal padre evita las dificultades a su hijo. El buen padre no se las oculta, sino que le da las claves para afrontarlas. Por eso concluye diciendo: De este modo, sin desviarnos jamás de su magisterio y perseverando en su doctrina en el monasterio hasta la muerte, participaremos en los sufrimientos de Cristo con la paciencia, para que merezcamos compartir también su reino. Amén.
La perseverancia es la mayor fuerza que tienen los débiles. Es la gota continua que termina perforando la roca. Esa gota que algunos piensan que es aburrida, como lo puede parecer la vida rutinaria, especialmente la monástica. En una cultura atraída por el continuo cambio, las nuevas experiencias e ideas, la sobreabundancia de noticias,…, puede resultar difícil de entender la labor necesaria de la gota que cae lenta, pero constantemente. A veces corremos y a veces nos sentamos, pero quien persevera en el camino termina llegando. Quien corre mucho al inicio pero se aparta del camino, ¿cómo llegará a la meta?
San Benito nos pide perseverar, no sólo asentarnos. Se trata de perseverar haciendo un camino, es una actitud dinámica, no quedándose anclados en un espacio como una estaca clavada en el camino. No es la perseverancia de un mueble la que él quiere. Se trata de perseverar viviendo según la doctrina del Maestro y dejándose hacer por los momentos difíciles que nos permiten “participar de los sufrimientos de Cristo”, asemejándonos a él aún en eso con suma paciencia. Esos sufrimientos que nos trae la vida y que Cristo supo ver como la misteriosa presencia de la providencia divina, lo que él llamaba la voluntad de su Padre. Podemos pensar que su obra redentora tenía unas connotaciones más profundas, pero sin duda alguna que nuestra participación en la obra redentora de Cristo pasa precisamente por nuestra actitud frente a lo que nos toca vivir. No se trata de buscar el sufrimiento, sino de no rehuirlo. La vida comunitaria nos da múltiples oportunidades de vivir esa providencia divina con la fatiga del sufrimiento que nos purifica, con el gozo del amor fraterno que nos anima y con la perseverancia confiada que nos orienta siempre a Aquél que nos ha llamado. A fin de cuentas no nos pertenecemos. Quien ha quemado las naves sólo puede mirar hacia adelante, su vida ya fue entregada. Olvidarnos de ese paso fundamental ya dado conlleva discursos mentales que nos confunden.
Todos sabemos que los amigos son probados en los momentos difíciles. El éxito atrae a muchos interesados que marchan con la misma rapidez cuando cambia la suerte. Quienes han permanecido con nosotros en los momentos difíciles son los amigos de verdad, y con ellos estamos dispuestos a compartir lo mejor de nosotros. En esta línea concluye el Prólogo diciendo: para que merezcamos compartir también su reino. Un reino, por lo demás, que ya ha comenzado. Somos testigos de que el infierno o el cielo en nuestras vidas depende mucho de nosotros, de cómo afrontemos nuestra realidad y desde dónde lo hagamos. Sin duda que hay vidas muy probadas, pero para no estar esperando una situación que quizá nunca llegue a ser una realidad en nuestras vidas, más vale que aprendamos a acoger lo que se nos ofrece ahora. Acogiendo eso como al mismo reino de Cristo vamos alcanzando la libertad interior: libertad ante las propias pasiones que nos atan; libertad ante el amor que se nos ofrece; libertad que nos da el vivir en esperanza, esa esperanza que nos impulsa a perseverar confiadamente.
Este final del Prólogo de la RB está lleno de antítesis y de paradojas. Se habla de vida y de muerte, de felicidad y de sufrimiento, de dificultad y de facilidad. Sin duda que es el lenguaje del amor, ¡tan lleno de luchas y conquistas!, ¡tan lleno de penas y alegrías! Digamos con San Benito ese “amén” que está dispuesto a aceptar lo que recibe con la mirada lúcida de los que viven desde la fe.