PROLOGO DE LA RB
(Pról.18) 07.08.11
San Benito concluye su Prólogo diciéndonos qué pretende con la Regla que va a escribir: Vamos a instituir, pues, una escuela del servicio divino.
Lo que a San Benito le interesa es constituir una escuela del servicio divino. La palabra “escuela” nos evoca la idea de aprender. La vida del monje exige una actitud obediente de escucha porque necesita aprender. Quien ya sabe no va a la escuela. Quien lo tiene todo muy claro y se resiste a aprender de otros, quizá tenga el “carisma” de fundador y maestro que lo que necesita son discípulos que le escuchen y aprendan de él. La obediencia en San Benito no tiene un carácter “penitencial”, negador en sí mismo –aunque conlleve una renuncia-, sino que simplemente es la actitud necesaria del que escucha y desea aprender, recibir lo que la comunidad le transmite y que a su vez ha recibido, la “tradición” (traditio) o enseñanza avalada por tantos siglos de historia como un camino saludable.
Es algo que va más allá de la mayor o menor razón que se tenga. Es una actitud del corazón. Cuando viene alguien con cierta edad al monasterio, ésa es una de las cosas que más le cuesta aprender. Normalmente se queda en lo exterior, en las razones que se tienen para que le manden esto o lo otro. Quizá busque la eficacia y observe que, sin duda alguna, él tiene más experiencia sobre lo que le mandan y lo sabe realizar con mejores resultados, por lo que no se ve obligado a someterse a otro que considera más inepto. O si es más inteligente e instruido, pensará lo mismo de aquellos que le enseñan, pues él ha leído libros más profundos y escuchado a maestros más famosos. Y quizá todo ello sea cierto, pero no podemos olvidar que nadie consigue engañar a otro si no le presenta la “cara buena” de la mentira que vende. No sólo se trata de tener más experiencia, de saber más o ser más habilidoso, sino que necesitamos hacer nosotros mismos también un camino espiritual, un camino del corazón y no sólo de la razón, del intelectualismo o de la destreza, un camino que pasa por la predisposición al aprendizaje.
La idea del monasterio como escuela donde el monje ha de ejercitarse y aprender los rudimentos de la vida espiritual que le encaminan hacia Dios es una idea muy extendida en la antigüedad. No sólo se aprende por lo que se recibe a través del oído, sino por el mismo ejemplo de los hermanos –sea positivo, para emular, o negativo, para prevenirnos-; por las relaciones fraternas que nos permiten conocer verdaderamente nuestro mundo interior a la hora de afrontarlas; por la dinámica diaria de la jornada que nos encamina a la armonización y unificación personal; por el clima de silencio que nos abre a la escucha orante y toma de conciencia de la presencia de Dios en nuestras vidas (memoria Dei); por la oración litúrgica que nos permite vivir la dimensión universal teniendo presente la realidad humana en su relación con Dios; por tantas y tantas cosas que nos dan la oportunidad de transformarnos según la forma de Cristo, sabiendo que “militamos bajo su estandarte”.
La “escuela monástica” (schola claustralis o Paradisus claustralis) se presentaba en la Edad Media como algo existencial, como algo ligado a la vida concreta, que implicaba a toda la persona, diferente de la “escuela clerical” o catedralicia que, siguiendo la tónica de las universidades, buscaba una formación más teórica que existencial, interesándose más por la especulación teológica sobre Dios que por “saborear” a Dios en la escucha de su palabra y en la transformación del corazón según ella, distanciando la doctrina de la vida.
San Bernardo hizo notar las diversas motivaciones que se pueden tener ante el aprendizaje teórico propio del estudio:
1. Para saber, lo que es simple curiosidad
2. Para que se sepa que se es sabio, lo que es vanidad
3. Para vender la sabiduría, lo que es una especie de simonía
4. Para edificación y aprovechamiento de sí mismo, lo que es humildad
5. Para edificación y provecho de los demás, lo que es caridad.
El monasterio debía ser una escuela donde aprender de forma “sapiencial”, acogiendo y meditando el misterio de la fe, y un lugar donde el monje se compromete en la búsqueda de Dios para alcanzar la experiencia divina y la libertad personal. Es una formación que debe abarcar toda la persona, no sólo la inteligencia, anteponiendo la sabiduría a la ciencia. Se trata de un aprendizaje sistemático en el camino espiritual, donde se emplearán unos modos o arte espiritual que van a configurar la disciplina del claustro. Lo único que se pide al principiante es gran docilidad y disponibilidad. Los cistercienses se negaban a separar la enseñanza de la vida, se niegan a considerar el valor objetivo del saber independientemente del hombre que lo posee.
Los monjes se referían al monasterio como una escuela, pero con diversas matizaciones (escuela de Cristo, escuela del Verbo, escuela del Espíritu Santo, escuela de caridad, etc.). San Benito se refiere a él como una escuela del servicio divino. En el contexto monástico bien sabemos que esto es mucho más que realizar una liturgia digna. Lo que se pretende está en la línea de lo dicho poco antes en el Prólogo: servir en la milicia de Cristo, ser verdaderos discípulos del Señor, es decir, está en la línea de un aprendizaje existencial y sapiencial.
Todo aprendizaje en la escuela lleva su tiempo y exige un esfuerzo. San Benito nos avisa de ello: Al organizarla, esperamos no tener que establecer nada duro, nada oneroso. Pero si alguna vez, requiriéndolo una razón justa, debiera disponerse algo un tanto más severamente con el fin de corregir los vicios o mantener la caridad, no abandones enseguida, sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que al principio debe ser forzosamente estrecho.
San Benito no pretende “maltratarnos”, no busca el sacrificio por el sacrificio. Más todavía, intentará no proponer nada duro u oneroso, aunque sí que será exigente en lo necesario.
En una ocasión me decía una adolescente que le habían comentado que en algunos sitios las personas religiosas se golpeaban con cuerdas, y me preguntaba que si nosotros lo hacíamos también. Inmediatamente me vino a la memoria la “disciplina” que vi usar en esta casa cuando entré y que se suprimió pocos meses después. También me encontré en un cuarto-museo diversos tipos de cilicios, etc. Ciertamente que todo eso ha tenido un halo de entrega generosa, de religiosidad más decidida, pero ya los monjes del desierto ponían sobre aviso del peligro de soberbia que conllevaban. De hecho el mismo San Pablo se refiere a ello de alguna forma: “No tomes, no gustes, no toques” se os dice. Pero todo está destinado a perecer con el uso, pues son prescripciones y enseñanzas de hombres. Tienen cierta apariencia de sabiduría por su aire de religiosidad, de humildad y de mortificación corporal, pero no tienen valor alguno, sólo sirven para satisfacer la carne (Col 2, 21-23).
En la RB no encontramos nada de eso. No hablan de ello ni la Regla que seguimos ni los estatutos y documentos de los primeros cistercienses ni los actuales, pero a pesar de eso los monjes sí que lo llegaron a utilizar. Obviamente se trata de algo cultural, influencia de una devoción exagerada a la pasión de Cristo y ajena a la tradición monástica más antigua, si bien ésta sí que empleaba otros medios que iban directamente a combatir los vicios y dominar las pasiones. En ellos quiere San Benito que nos centremos, pues son tan silenciosos y están al alcance de todos que no nos ofrecen motivo alguno de vanidad, al mismo tiempo que nos hacen vivir en la verdad de nuestras vidas. La vida comunitaria es un lugar ideal para ello.