PROLOGO DE LA RB
(Pról.17) 31.07.11
Después de exponernos San Benito qué hemos de hacer para habitar en la tienda de Dios, en su reino, a saber, escuchar su voz y responder con diligencia yendo por el camino de las buenas obras, emplea el lenguaje de la milicia. El camino espiritual del monje no es una mera experiencia placentera que nos emboba y paraliza, aunque algunos puedan creer que es así. El que busca a Dios debe comprometerse en la vida siguiendo el camino de las buenas obras, transformando la realidad que se le presenta. Más todavía. No basta con hacer buenas obras, sino que San Benito quiere que nuestro hacer sea expresión de nuestro ser: debemos ser militantes, enrolados en la milicia de Cristo. Con ese lenguaje resalta el sentido de pertenencia y una actitud activa, que anhela y se empeña en lo que busca.
Hemos preguntado al Señor, hermanos, quién es el que podrá habitar en su tienda y le hemos escuchado cuáles son las condiciones para poder morar en ella: cumplir los deberes del que vive allí. Por tanto, debemos disponer nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en la santa obediencia de sus preceptos.
Es esencial para todo soldado saber dónde está el frente, dónde tiene que combatir. Los soldados despistados que se adormecen o combaten a sus aliados no resultan muy útiles. San Benito centra nuestra militancia en un solo frente: la obediencia, la obediencia a los preceptos del Señor, de ahí la necesidad de una buena escucha. Nuestra militancia no trata de apropiarse de bienes ajenos ni conquistar sus tierras, sino de mantenernos en la casa que se nos da, habitando dignamente en el reino que se nos ofrece, evitando que la imagen del invitado desdiga del Modelo del dueño de la casa. Por eso el combate al que se nos llama se entabla en el propio corazón. No se encuentra fuera de nosotros, sino dentro. Desviar la mirada nos pone en riesgo de combatir a los amigos, a los hermanos. Cuando Jesús nos pide sacar primero la viga de nuestro ojo antes de pretender ayudar al hermano a quitar la mota del suyo, es una clara invitación a hacer primero el camino del propio corazón, entablar nuestro principal combate para poder ver y ayudar certeramente.
Y como esto no es posible para nuestra naturaleza sola –nos sigue diciendo-, hemos de pedirle al Señor que se digne concedernos la ayuda de su gracia. Y si, huyendo de las penas del infierno, deseamos llegar a la vida eterna, mientras todavía es posible y estamos en este cuerpo y nos es dado cumplir todas estas cosas a la luz de la presente vida, es preciso ahora correr y poner por obra lo que nos aprovechará para siempre.
El soldado se esfuerza en la batalla, pero sabe que él sólo no puede vencer. La victoria es de todos y en ella tiene un papel preponderante quien está al frente y organiza el combate. San Benito nos recuerda una vez más que estamos llamados a esforzarnos, pero que nosotros solos no podemos. La gracia viene en nuestra ayuda. Pero ¿cómo se manifiesta la gracia? La gracia actúa desde lo profundo de nosotros, es una invitación a trabajar al unísono con ella, una sinergia espiritual. Pero requiere una preparación del terreno, una docilidad que haga fecunda su actividad en nosotros, la semilla sembrada. La gracia brota en el propio corazón, pero también lo hace en el corazón de la comunidad, ese cuerpo místico del Señor al que pertenecemos.
Es importante ser conscientes de nuestros límites y abrazarlos con humildad. Cuando esto sucede, nos hacemos receptivos a la ayuda de los demás. La gracia puede estar llamando a nuestra puerta para ayudar y toparse con la sequedad de un terreno descuidado espiritualmente o con la dureza de un corazón soberbio que se aísla sin admitir ayuda ajena. Es más fácil pedir ayuda que abrir la puerta para recibirla. Lo primero puede ser una expresión de enojo o exigencia (¡exijo que se me ayude!, tengo derecho), determinando qué tipo de ayuda se quiere. Lo segundo requiere la humildad del que se sabe pobre y recibe con agradecimiento la ayuda que se le presta, sea la que sea.
Sin duda que la psicología es importante, y a veces le pedimos clarifique y solucione nuestros problemas, pero con frecuencia nos olvidamos del efecto psicológico que tiene una sana actitud espiritual, algo que además no cuesta tiempo ni dinero, aunque sí supone un cambio de actitud. Quien vive en humildad espiritual descubrirá que la solución que busca, que con frecuencia no pasa de ser un simple deseo de que desaparezca el malestar en el que se encuentra, en realidad no es tan importante. El humilde descubre la fuerza de su debilidad, una fuerza que está fuera de sí pero que termina haciendo suya, pues la gracia divina no se nos presta, sino que se nos da, actúa desde lo profundo de nosotros sin poder delimitar claramente su frontera. El humilde se sabe fuerte en el Señor y en la comunidad. Paradójicamente es su debilidad abrazada lo que le permite experimentar esa fortaleza. Es la actitud del que supo “obedecer”, escuchar la misteriosa voluntad del Padre, y se abrazó a una ignominiosa cruz que escondía la victoria del amor. Es más importante el caminante que el camino. No hay que pretender un camino sin obstáculos, sino ser un caminante que los sabe afrontar, sabiendo que no está solo.
Si Dios es Dios, nunca nos podrá fallar. Si fallamos, quizá debiéramos preguntarnos dónde le hemos dejado. Santa Teresa decía que necesitamos una “muy determinada determinación”. Gracia y esfuerzo son dos realidades inseparables. Pretender seguir una sin la otra supone no llegar muy lejos y hacernos daño, sufrir “las penas del infierno” de la que nos habla Benito. Un infierno que nosotros solos nos vamos fabricando al haber errado el camino. Necesitamos caminar en la luz, nos dice. El camino monástica es muy esclarecedor al ofrecernos un trato continuo con la palabra de Dios y una prueba continua en la relación con los hermanos que permite conocer lo que hay en nuestro propio corazón. Ambas realidades nos muestran el camino a seguir, nos cuestionan el camino errado y nos ofrecen la fuerza que necesitamos a través de la aceptación humilde de nuestra realidad personal.