PROLOGO DE LA RB
(Pról.15) 10.07.11
La espiritualidad que nos propone San Benito es trabajosa, pero, al mismo tiempo, nos invita a abandonarnos completamente en manos de Dios. ¿De qué manera? ¿Con una actitud meramente pasiva? La expresión sálmica que trae a colación lo dice todo: “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria” (salmo 113, 9). Cuando nuestro centro es el Señor, no cabe lugar al envanecimiento ni a la pereza.
El patriarca de los monjes de occidente continúa abundando en la idea al decirnos: Igual que el apóstol Pablo tampoco se atribuyó a sí mismo éxito alguno de su predicación cuando dijo: “Por la gracia de Dios soy lo que soy”. Y vuelve a decir él mismo: “El que se gloría, que se gloríe en el Señor”. Por eso dice también el Señor en el Evangelio: “El que escucha estas palabras mías y las pone por obra, lo compararé al hombre sensato que edificó su casa sobre piedra; vinieron riadas, soplaron los vientos y arremetieron contra aquella casa, pero no se hundió, porque estaba cimentada en la piedra”.
En este párrafo se nos presenta una de las bases esenciales de toda espiritualidad duradera. San Benito recoge el broche conclusivo con que el Señor cierra el sermón de la montaña en el evangelio según San Mateo (Mt 5-7), cuando nos habla del cimiento sobre el que edificamos. Jesús nos ha presentado el camino a seguir, la “nueva ley” que nos da como “nuevo Moisés” desde la montaña. La nueva ley que comienza reclamando las bienaventuranzas divinas para los últimos, para los pobres y los que sufren. Nos ha recordado que la ley de Dios no basta cumplirla exteriormente, sino en el corazón; que hemos de amar a todos como nuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos; que hemos de vivir confiados en el amor del Padre que viste las flores y da de comer a las aves; que hemos de orar, ayunar y dar limosna; etc. Quien escuche y cumpla todo eso estará edificando su casa sobre roca; los demás edifican sobre arena.
San Benito va a aplicar ese final del sermón de la montaña a su advertencia de que no nos atribuyamos a nosotros ningún mérito, sino sólo al Señor, de quien todo nos viene. Sin duda que podemos sentir una cierta rebeldía y decir: “sí, sí, todo viene del Señor, pero como yo no me mueva…” Un gran error que cometemos es que casi siempre vivimos la vida de forma “enfrentada” y un tanto maniquea, de donde nos vienen muchos sufrimientos inútiles, una visión chata de la realidad o un futuro incierto y desesperanzador. Enseguida nos dividimos entre buenos y malos, y nosotros siempre nos colocamos con los buenos. Y eso lo terminamos aplicando a todas las facetas de nuestra vida, también a la espiritual, incluso en nuestra relación con Dios.
Precisamente la vida monástica busca evitar esa visión de las cosas, ir a la raíz de todo, a su origen y esencia, donde todo es uno sin confusión. Nos “enfrentamos” porque nos ponemos enfrente del otro o ponemos al otro enfrente de nosotros. La única forma de evitar eso es vivir en la unidad. La unidad elimina el “enfrentamiento”, pues nadie está delante o detrás de sí mismo. Respecto al tema que nos ocupa, podemos hablar de la actuación de Dios y de la nuestra de forma separada o podemos hablar de la actuación de Dios en nosotros y de nosotros en Dios. Cuando se da la unidad, desaparece la dualidad. Desaparece todo planteamiento asentado en el protagonismo. Sí, a Dios corresponde todo honor, gloria y poder, y nada más que a él. Pero nosotros disfrutamos de todo ese honor, gloria y poder porque vivimos en el Señor, como la “imagen” disfruta de todas las prerrogativas del “modelo”, sin pretender ser anterior o distinto al él.
Vivir así es edificar sobre roca. No vivir así, es edificar sobre arena. “Nuestras” buenas obras son arrastradas fácilmente por los vientos y las corrientes, haciéndonos sentir muy frágiles en ciertos momentos de la vida. ¿Quién no ha experimentado alguna vez la sensación de no haber sabido hacer bien las cosas, de haber perdido el tiempo o incluso la propia vida? ¡Cuántos padres experimentan la frustración de “no haber sabido educar bien a sus hijos”! ¡Cuántos se han sentido fracasados en los diversos aspectos de la vida, laboral, afectiva o espiritualmente! Ese sentimiento puede venir, pero lejos de permitir que sea causa de abatimiento, debemos tomarlo como ocasión para reflexionar dónde hemos asentado la casa que estamos edificando. Quien está asentado en la roca que es Cristo y en él pone su descanso, ese tal mira en profundidad más que en lontananza. Contempla desde la insondable mirada de Dios que va más allá de las obras y los tiempos, que mira a la persona, su corazón, su dignidad, con una infinita paciencia, sabiendo ver en la obra inacabada la belleza última, pues en el todo del Uno, el principio y el final se dan de la mano. Eso sólo lo podemos vivir trascendiendo nuestro propio tiempo y espacio, viviendo en el eterno presente de Dios. Esa es la roca donde nuestras buenas obras encuentran su origen y su fin, donde no hay lugar a la desesperanza, donde nos zambullimos en la Vida y el Amor que no tienen ocaso. Es entonces cuando cualquier acto nuestro de amor no se puede separar del Amor, cuando cualquier acto vital no se puede mirar separado de la Vida. Es entonces cuando deja de haber lugar para el envanecimiento por nuestras obras ni para las falsas humildades que nos denigran; simplemente se reconoce el origen que nos mueve, por el que nos movemos y en el que nos movemos. Y nuestra gloria se acrecienta en la medida en que reconocemos la gloria de Dios en la que vivimos.
El monje es un buscador de Dios, se nos dice. Pero no un buscador que busca fuera, sino que debe escuchar al Maestro interior dentro, para que todas sus obras sean fruto de esa experiencia. Quien se centra en “hacer” cosas o en pretender metas, se mantiene en una espiritualidad enfrentada. Quien escucha la voz del Señor dentro de sí, simplemente se deja transformar, haciendo lo que sea y caminando por donde sea, pues eso ya no tiene tanto valor como la fuente en la que vive y por lo que actúa. Más que buscar a Dios hay que descubrir a Dios, pues él ya está en nosotros. Tomar conciencia de esto cambia la vida. Quien se para a reflexionar de quién es la gloria, no ha descubierto esa realidad. Quien vive en la soberbia, la prepotencia, la envidia, la falta de amor, ciertamente que vive en un calvario por no haber conocido la Vida de Dios en la que se encuentra, perdiendo el tiempo en la búsqueda enojada de unas gafas que lleva puestas.
Vivimos en el tiempo y el espacio y necesitamos “hacer” cosas, pero no contabilizar cosas. Quien contabiliza, suma sin poder llegar nunca a la totalidad del infinito. Quien descubre lo que “es” y en Quién es, descubre la infinitud del acto más insignificante.