PROLOGO DE LA RB
(Pról.14) 19.06.11
El Prólogo alude al que desea habitar en la casa de Dios en estos términos: el que, cuando el Malo, el diablo, le sugiere alguna cosa, inmediatamente le rechaza a él y a su sugerencia apartándolos de su corazón, los reduce a la nada, y, agarrando sus pensamientos, apenas nacidos, los estrella contra Cristo.
En otro lugar San Benito habla también de extirpar los vicios nada más que nazcan (RB 64, 14). Aquí alude a ese salmo que tanto hiere nuestra sensibilidad (salmo 136) cuando en el destierro de Babilonia, que prefigura el mal -nuestra “no casa”-, debemos estrellar a sus hijos recién nacidos en nosotros contra la roca que es Cristo.
En el combate espiritual necesitamos armas espirituales. Cristo es nuestra fuerza y nuestra roca, donde afianzarnos, donde “ablandar” (como cuando se amasa) la altivez humana hasta alcanzar la mansedumbre y la humildad, donde estrellar todo aquello que nos esclaviza y nos aparta de Dios y de los demás. El salmo 136, en su interpretación espiritual, entiende del mismo modo esos niños, hijos de Babilonia, instigación del pecado que nos seduce, y que se han de estrellar contra nuestra roca de salvación que es Cristo. Es el arma que utilizaban los monjes antiguos al practicar la oración de Jesús (repetición del nombre de Jesús pidiendo su gracia) que pacifica el alma inquieta por sus deseos desordenados. Es el arma que todos tenemos a nuestro alcance cuando nos acercamos al sacramento del encuentro con la misericordia divina, al sacramento de la reconciliación, donde la roca de Cristo no sólo nos limpia de nuestros pecados, sino que nos hace más dúctiles por la humildad al reconocerlos y nos fortalece con su espíritu de misericordia.
No basta con rechazar el mal, sino que debemos trabajar por combatirlo con las armas apropiadas; pero antes nos las tienen que dar. Cuando uno se ve esclavizado por cualquier debilidad y se le dice: “no debes hacer eso”, pero no se le dan las armas para combatirlo, le producimos un sentimiento de frustración muy grande.
Somos hijos de nuestro tiempo y no estamos exentos de utilizar unos medios que, aún teniendo su valor, no dejan de estar viciados por la cultura del momento y ser una reacción a métodos de antaño igualmente cuestionables. El respeto a la persona y la exaltación del individuo del que otra veces hemos hablado, el deseo de autorrealización o un cierto narcisismo como expresión popularizada de eso mismo, nos pueden llevar no pocas veces a aliarnos con el enemigo en vez de combatirlo, sufriendo así más de lo debido. El hombre moderno se caracterizaba por la figura de Prometeo, lleno de ideales y luchador, aunque sólo fuese para arrebatar el fuego a los dioses y hacerse él mismo como ellos. Pero la experiencia le abajó esos ideales y le hizo descubrir que nos asemejamos más a Sísifo, condenado a subir eternamente una gran piedra a la cima del monte para, una vez ahí, rodar de nuevo hacia abajo para volver a empezar una vez más la ascensión. ¿No es como nos sentimos cuando una y otra vez caemos en lo mismo? Tanta lucha aparentemente inútil nos hace cambiar de idea y decir con Narciso: me importan pocos los dioses, me importa poco la cima, yo soy muy bello, basta con que me contemple en el espejo y disfrute de la piedra aquí abajo, ¿para qué subirla? Por eso no son pocos los que recomendaban a los padres no contradecir a los hijos, dejarles que vayan creciendo sin prohibiciones que les puedan traumatizar, y hoy día se lamentan.
Sin duda que la espiritualidad del “negarse a sí mismo” como visión negativa de nuestra corporeidad, esconde una filosofía que es dañina por ser desencarnada y que hoy es impresentable salvo en círculos pequeños y cerrados. Pero igualmente dañina es la que confunde el lastre que nos frena con las alas que nos pueden hacer volar. San Pablo nos recuerda en la carta a los Gálatas: Para que seamos libres, nos ha liberado Cristo. Permaneced, pues firmes y no os dejéis someter de nuevo al yugo de la esclavitud… Por tanto os digo: Caminad según el Espíritu y no os dejéis arrastrar por los apetitos desordenados. Porque esos apetitos actúan contra el Espíritu y el Espíritu contra ellos. Se trata de cosas contrarias entre sí, que os impedirán hacer lo que sería vuestro deseo… Y las consecuencias de esos apetitos desordenados son bien conocidas: fornicación, impureza, desenfreno, idolatría, hechicería, enemistades, discordias, rivalidad, ira, egoísmo, disensiones, cismas, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes… En cambio, los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo (Gál 5).
Necesitamos resistir al mal, pero también hacerle frente con humildad. Por eso nos sigue diciendo San Benito: Los que así proceden son los temerosos del Señor, no se envanecen por la rectitud de su comportamiento, antes bien, considerando que no pueden realizar nada por sí mismos, sino por el Señor, proclaman su grandeza diciendo lo mismo que el profeta: “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre, da la gloria”
Efectivamente, cuando hemos dejado de ser autocomplacientes narcisos, cuando tampoco pretendemos ser arrogantes prometeos ni voluntariosos sísifos, sino que nos subimos a la roca que es Cristo y nos dejamos transformar por ella, entonces experimentamos que es ella misma la que nos sube junto con nuestra carga, ofreciéndonos la docilidad de los humildes, la sabiduría de los sencillos, la riqueza de los pobres, la fortaleza de los débiles. ¡Ay de nosotros cuando creemos que sabemos! ¡Ay de nosotros cuando estamos muy seguros de nosotros mismos y buscamos en las artimañas humanas nuestra seguridad! ¡Ay de nosotros cuando no nos tiembla el pulso a la hora de interpretar la palabra de Dios haciéndole decir “lo que debe decir”, en lugar de contemplarla y dejarnos hacer por ella aunque a veces no la entendamos del todo!
Cuando estamos asentados en Cristo como nuestra roca y él está en medio de nosotros, nada podrá hacernos daño. Pero si nos dejamos atrapar por los narcisos que llaman a nuestra puerta nos toparemos con la debilidad de nuestra fuerza, con la soledad de nuestro ego, con la ineficiencia de nuestros planes. Sin duda que vivimos en un tiempo más narcisista que prometeico, más autocomplaciente que idealista, pero también es cierto que la crisis por la que estamos pasando algo va a cambiar las cosas y debemos verlo como una oportunidad. Es una crisis nacida de un narcisismo falto de valores, de la ilusión de un supuesto poder y una inagotable riqueza que se ha diluido rápidamente por no ser más que la mentira de unos intereses mezquinos, intereses que al intentar ahora no perderse, cierran la vía de salida a un crecimiento que pudiera corregir los desaguisados cometidos, cerrando el paso también al futuro de tanta gente honesta e inocente. Necesitamos estar apoyados en algo más sólido que nosotros mismos sin despreciar lo que somos.