PROLOGO DE LA RB
(Pról.13) 29.05.11
Quien rechaza el pecado y practica la justicia, se nos dice. Ambas cosas son lo mismo, pues el pecado es el rechazo de la justicia, y la justicia excluye el pecado. La ley del Señor es sencilla y clara: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Y continúa diciendo, quien es sincero de corazón y no engaña con su lengua. Quien se esconde no se considera miembro de la familia, sino un ladrón. Quien engaña con su lengua tiene algo que esconder o busca el mal de su prójimo, rechazando así vivir como hijo. El hijo que se siente amado, nada esconde, aunque le duela que su pecado quede manifiesto. Y como la lengua habla de lo que abunda el corazón, quien desea vivir en la verdad hablará con sinceridad de corazón, pero quien vive en la mentira, engañará con su lengua y con sus obras con tanta facilidad que llegará a perder conciencia de ello. Es el camino que se desliza más y más a una mentira existencial, perdiendo hasta el sentimiento de culpa.
Finalmente, nos dice el Maestro: habitará en mi casa quien no hace mal a su prójimo ni admite ultrajes (infamias) contra él. Esto sólo lo puede hacer el que se ha dejado transformar. ¿Cómo pretender que alguien ame y no maltrate a sus hermanos sin que primero se trasforme su corazón desde la experiencia de Dios? Eso sólo sería posible si se le trata como un esclavo o un animal, siempre con el palo del castigo en la mano, actuando por temor y no por amor. Sólo podemos evitar hacer el mal al hermano cuando lo amamos. Todos somos delicados con aquello que apreciamos y valoramos, y mucho más si lo consideramos nuestro. ¡Qué tristeza nos produce cuando vemos entre hermanos, hijos de un mismo Padre, la presencia del mal-trato, miradas despectivas, recriminaciones amenazantes o intentos de hacer daño recordando cosas pasadas, desfigurándolas, acusando e, incluso, difamando, comentando con otros los posibles fallos o faltas que han podido ver en alguno, que de tanto exagerarlos terminan pasando de difamación a calumnia! A veces se justifica esa actitud con un pretendido deseo que el otro cambie. Es un mal que todos debemos combatir con firmeza, pues termina dañando como si de una plaga se tratase. ¿Cómo? Con el otro requisito que nos pide el Señor para habitar en su casa: no prestar oídos a infamias contra el hermano, o, como otros traducen, no admitir ultrajes contra ellos. El amor sabe hacer de colchón que amortigua los golpes y ahoga los ruidos.
En una casa es muy importante que haya una buena instalación contra incendios. El fuego no siempre es posible evitar, siempre puede haber algún despiste. Pero si la casa está bien provista de un sistema anti-incendios está más segura. Ese sistema preventivo en la casa del Señor somos cada uno de nosotros cuando actuamos como un prudente extintor ante el fuego que pueda salir de la boca del que habla mal de los demás, con o sin razón aparente, pues el amor nunca habla mal de terceros. La crítica sólo destruye: a uno mismo, al que escucha y a aquel de quien se habla; corroe las buenas relaciones y destruye la paz de los hermanos. No admitir ultrajes contra los hermanos es hacer oídos sordos en el interior y en el exterior, manifestando al hermano que habla mal que no quiero saber nada de lo que me critica, que las formas para arreglar lo que esté mal son otras muy distintas a la murmuración; una murmuración que, con harta frecuencia, termina convirtiéndose en calumnia, por el afán que tiene el ser humano de exagerar, de dar importancia a lo que no lo tiene, para darse importancia a sí mismo, pasando por un mensajero atento y bien informado de todo.
El monasterio es la casa de Dios si el espíritu de Dios habita en él y en cada uno de sus moradores. San Benito quería evitar que en el monasterio se entristeciera nadie (RB 31, 19. 6; 35, 3; 48, 7; 54, 4, etc.), ni aún los que han sido castigados (RB 27, 3). Quienes habitan en la casa de Dios se deben caracterizar por su justicia misericordiosa, su honestidad, su compasión. Y si nos vemos con dificultades para evitar el daño a los demás, resarzamos con actos positivos de amor, haciendo el bien que esté a nuestro alcance en los múltiples momentos de la jornada, animando y reconociendo el trabajo y las cualidades ajenas, siendo diligentes ante las necesidades de los demás, mostrando interés por todos y cada uno, mostrando alegría y gozo de vivir los unos con los otros, etc. La maledicencia mina el amor y la buena convivencia, mientras que el “bien decir” y la entrega acrecienta el gozo de vivir unidos. Nada está hecho del todo. Las relaciones humanas exigen una continua edificación. Muchas familias y comunidades se rompen por olvidarse de trabajar esto día a día, en las cosas más sencillas.
Eso debiera ser así, pero la verdad es que todo el que comienza el camino se percata más pronto que tarde que debe hacer un proceso de conversión que necesita tanto de la gracia divina como del propio esfuerzo y determinación. San Benito va a lo esencial, el corazón. Las normas externas no son más que andadores que nos sirven de apoyo o reflejo de lo que llevamos dentro. Lo importante es la decisión del corazón. La verdadera batalla se entabla en el corazón.