PROLOGO DE LA RB
(Pról.12) 08.05.11
Responder a la llamada divina que se nos hace en el prólogo de la RB es responder a la llamada a seguir a Cristo. Los hijos se asemejan a los padres, se les reconoce por su parecido con ellos, así mismo los cristianos debiéramos ser reconocidos como tales por nuestro parecido con Jesucristo. Estamos invitados a adentrarnos en su Reino o, lo que es lo mismo, a introducirnos en su templo –tienda-, pues su Reino no está aquí o allá, sino ahí donde se encuentra el mismo Jesús, el Cordero de Dios, tal y como nos lo recuerda el libro del Apocalipsis: en la Jerusalén celeste no vi Templo alguno, porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su Templo (Ap 21, 22).
La “tienda del encuentro” es una tienda nómada (AT) y al mismo tiempo habitable, pues se encuentra en cada uno de nosotros. Es como decir: ¿quién puede habitar en sí mismo?, ¿quién puede ser él mismo?, ¿quién puede ser aquello para lo que fue creado?, ¿quién puede alcanzar la meta para la cual ha sido llamado? Algo de eso se da cuando Cristo habita en nosotros y nosotros en él.
La vida del monje es un caminar hacia dentro, no hacia fuera. Es un caminar hacia dentro que le permite ver la presencia de Dios en todo lo que hay fuera, y que le capacita para entrar en comunión y unidad con todo y con todos. ¡Qué diferente es la comunión interesada de la comunión que brota del corazón, que se sustenta en la paz consigo mismo, que busca entrar en relación con los otros en gratuidad y no por interés!
La comunión sólo se puede dar cuando el camino ha sido purificado en las dificultades, la oscuridad, la monotonía, el cansancio. Cuando hemos aprendido a recorrerlo con Dios solo, desprovistos de tantos medios que considerábamos imprescindibles para responder a la llamada recibida. Cuando llegamos a darnos cuenta que lo único necesario es llevar por guía el Evangelio, pues El mundo se desvanece y con él todos sus atractivos, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.
La meta del camino es habitar en su monte santo, tener la experiencia del Dios vivo. Para hablarnos de esa meta San Benito recurre, como he dicho, al salmo 14: Pero preguntemos al Señor con el profeta: “Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo?
Es la pregunta ritual que hacía el peregrino que llegaba a las puertas del templo antes de entrar en él. Es preguntar al portero: ¿puedo entrar?, ¿se necesita algo para poder entrar? El sacerdote responde con una lista de mandamientos que el hombre debe cumplir para tener acceso a la presencia de Dios, todos ellos relacionados con el prójimo. En la RB quien responde es Cristo.
Nosotros pedimos habitar en la casa del Padre. El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, nos recuerda San Juan. Vino a los suyos y los suyos no le recibieron, porque sus obras eran malas. Ahora nosotros manifestamos el deseo de habitar en la casa del Señor, de vivir con el Verbo, “mirando (orientados) hacia Dios” y así ser lo que somos, aquello para lo que hemos sido creados, imagen de Dios.
Habitar es mucho más que estar. El que habita se adapta a su entorno, lo hace suyo, su propio hábitat. Al Hijo de Dios no lo recibimos porque no teníamos la tienda preparada para él, por lo que incluso tuvo que morir fuera de los muros de Jerusalén. ¿Cómo poder, entonces, habitar nosotros en su casa? Era necesario que él viniera para anunciarnos su Reino, invitarnos a él y capacitarnos con su Espíritu. También era necesario que él ascendiese primero a la casa del Padre para prepararnos allí una morada, pues según sean los invitados así se les prepara el alojamiento. A nosotros nos lo preparó por la redención, devolviendo a Dios el hombre en su estado puro, en la perfecta imagen divina, pues Cristo, el Ecce homo debilitado hasta el extremo ante los poderes de este mundo (Pilato), es el verdadero hombre y la verdadera imagen de Dios, que arrastra tras de sí a todos aquellos por los que dio la vida.
Habitar en su casa nos exige ponernos sus vestidos, seguir su camino, vivir según su Espíritu, que nos lo envió para que nos lo enseñara todo, nos hiciera comprender lo que tantas veces oímos sin comprender y miramos sin ver. El monasterio es el prototipo de la casa de Dios para los monjes y, por consiguiente, exige cumplir las condiciones que impone el señor de la casa. ¿Qué nos pide? Después de esta pregunta, hermanos, escuchemos al Señor que nos responde y nos muestra el camino de su morada, diciendo: “Aquel que anda sin pecado y practica la justicia; el que dice la verdad en su corazón, el que no engañó con su lengua; el que no hizo mal a su prójimo ni presta oídos a infamias contra su semejante”
Sólo habitará en su casa quien evita el mal, el pecado, y hace el bien, la justicia, el que es sincero de corazón y no engaña con su lengua, el que no hace mal a su prójimo ni presta oídos a difamaciones ni admite ultrajes contra sus hermanos.
No todo lo que hay en una casa habita en ella. Puede haber muchos objetos que simplemente están de adorno. También hay animales de compañía, quizá personal de servicio asalariado e, incluso, podemos encontrar intrusos y parásitos, o animalitos que se aprovechan (arañas, cucarachas, ratones); pero habitar, lo que se dice habitar, sólo se puede decir de la familia, pues esa es “su” casa. Igual sucede en la casa de Dios que es el monasterio y cada uno de nosotros. Si vivimos como hijos, aprendiendo de nuestro Padre y dejándonos hacer por él, entonces habitamos en su casa. Si sólo buscamos alimentarnos con migajas y restos, escondiéndonos por las esquinas, aprovechándonos de los demás y chupando como mosquitos su sangre, entonces es que no pasamos de ser pequeños parásitos que estamos en la casa de Dios. Como si vivimos con mil temores sin verdadero amor, entonces nos quedamos en simples siervos que trabajan pero no disfrutan del amor del Padre.