PROLOGO DE LA RB
(Pról.11) 01.05.11
Con frecuencia oímos hablar de “vocación” en nuestro contexto de fe. La vocación no es algo que cae como un meteorito sobre nosotros, sino que se inserta en una relación existencial. Para San Benito, el monje es el que busca a Dios, es decir, el que busca entrar en esa relación por haberse sentido invitado a ella. Por eso nos dice que la llamada divina sale a nuestro encuentro para que respondamos, adentrándonos en una relación que produce profunda paz. Bien sabemos que la paz radica dentro de cada uno. Fuera sólo puede haber ruido, presión, incomodidades e, incluso, agresiones. Pero la paz radica dentro de nosotros. Podemos afrontar los momentos más difíciles con paz, y podemos afrontar los momentos de mayor bonanza exterior con verdadera turbación interior, fruto de nuestros miedos, presentimientos o pensamientos alocados. La paz brota de una relación confiada, de sabernos amados y sostenidos en ese amor, que es lo que nos proporciona la verdadera felicidad.
Es el momento en el que escuchamos la palabra silenciosa que nos dice ¡Aquí estoy!, “haciendo dulce el camino de la vida”, como nos dice San Benito. La paz es, pues, un buen baremo para discernir el momento espiritual en que nos encontramos, pues la paz en Dios debiera orientar toda nuestra vida. ¿Qué nos turba?, podemos preguntarnos si es que nos falta la paz. No se trata de la paz que viene del sosiego que dan las seguridades, sino de la pacificación de nuestros miedos, nuestras dudas, nuestras dificultades, sin que tengan que desaparecer por ello, pero sí quedando iluminadas y sosegadas por la fe en la presencia de un Dios que siempre está ahí y nos dice ¡Aquí estoy!, antes que lo invoquemos.
La paz a la que estamos llamados sólo puede brotar de la experiencia de esa presencia. Nuestro mundo está necesitado de personas que irradien esa paz, fruto de una presencia que es reflejo de la fe, la esperanza, la confianza de quien sabe que “todo lo puede en Aquel que le conforta”. Ante la pregunta “¿qué es un monje?, nos vemos en la imposibilidad de definirlo por lo que hace, pues eso no lo define. Pero si pretendemos definirlo por lo que es, aún nos encontramos con más dificultad de expresarlo. Por eso, con frecuencia, nos contentamos con decir algunas cosas que hace el monje como reflejo de lo que es, invitando a averiguar por qué lo hace así. Una de las cosas más hermosas que podemos ofrecer y estamos llamados a vivir es la paz de la presencia de Dios. Un corazón pacificado –más allá del carácter nervioso o parsimonioso de cada cual- transmite por sí mismo esa presencia de Dios que lo sustenta. Es motivo de gran ayuda y suscita en los demás un deseo de volverse hacia el Dios que pacifica y en el cual todo tiene sentido.
Después de relatarnos cómo se realiza la vocación o llamada divina que sale a nuestro encuentro, San Benito nos habla de la meta a la que nos dirigimos: “habitar en su santo templo”, en la tienda del Reino. Para ello comenta el salmo 14. Nos dice: Si deseamos habitar en el tabernáculo de este reino, sepamos que no se llega a él a no ser que se vaya corriendo con las buenas obras. Es una realidad que se repite en todas las tradiciones espirituales: no hay verdadera mística sin una conversión de vida, sin un compromiso vital mediante las obras.
Lo que mejor define nuestra condición humana es la de caminantes. Somos peregrinos que están en continuo caminar. La misma Palabra encarnada quiso manifestarse con esa actitud de peregrino: Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre (Jn 16, 28). También Dios aparece nómada entre nómadas en el AT, habitando en una tienda como los hijos de Israel.
La actitud del caminante debe ser entusiasta, teniendo siempre delante la meta a la que se dirige, consultando con frecuencia el plano para no perderse, mirando atentamente el camino para no apartarse de él, preguntando a la gente del lugar para rectificar la ruta en caso necesario. A veces uno se sorprende que “torres tan altas”, que personas tan admiradas, que vocaciones tan sólidas y prometedoras se vengan abajo estrepitosamente. Otras veces nos sorprendemos que torres tan bajas, que personas tan limitadas, que vocaciones no tan sólidas perseveren en el camino. Sin duda que las cualidades personales pueden capacitarnos más o menos para hacer el camino, pero ellas no bastan por sí mismas. Hay un gran peligro que nos acecha, especialmente a los que están mejor equipados: la falta de humildad, el creer que ellos solos pueden llegar a la meta sin ayuda, sin consejo, sin crítica. ¡Cuántas veces nuestra arrogancia nos ha cerrado hermosos caminos que la Providencia nos tenía reservados! La soberbia nos desfigura la realidad, nos fabrica una autoestima que, paradójicamente, suele construirse de forma artificial cuando no existe, como hace el ignorante al pretender mostrar una sabiduría de la que carece, tan distante de la actitud humilde del verdadero sabio. El autoengaño, la falta de honestidad, la corrección que posponemos en nosotros e intentamos compensar con la que hacemos a los demás, nos puede ir enfriando y apartando de nuestra verdad, hasta que escuchamos la voz del que nos llama y nos disponemos a hacer el camino yendo tras los pasos del Maestro y la guía humilde de los hermanos.
La vida del caminante es intensa y añora alcanzar la meta. A todos nos resulta difícil mantener la tensión por mucho tiempo, por eso podemos dormirnos un poco, comenzar a vegetar en un supuesto “dejarnos hacer” que parece no dar mucho fruto. Es cierto que lo más importante es dejarse hacer por la gracia, pero el sueño y la parálisis pueden venir con facilidad si no nos vamos poniendo pequeñas metas que mantengan nuestro entusiasmo en el camino, y con él nuestro deseo de llegar a la meta última: “habitar en la tienda del reino de Dios”. Son las pequeñas metas de la entrega personal, de la fidelidad a la oración, de la lucha por el dominio de nuestras pasiones y la orientación de nuestras emociones, el ejercicio del perdón y el amor fraternos, la búsqueda por incrementar una mayor unidad y mejorar las relaciones, etc. Los fundadores y carismáticos arrastraban a muchos porque les ofrecían un camino que merecía la pena. Las dificultades no suelen arredrar si la meta y el camino son valiosos. Y cuando uno está ilusionado con el camino que sigue y ha visto sus frutos en él y en otros, se siente impulsado a comunicarlo, a hacer a otros partícipes del tesoro recibido.
No se trata de ser iluminados ni combatientes que se enfrascan en una cruzada contra el mundo, sino de personas entusiastas y agradecidas por lo que han recibido y que desean que otros puedan participar de ello. Esa actitud transmisora o misionera es fecunda en nuestro propio interior. Quien se reserva para estar bien abastecido antes de comenzar a dar es como el avaro del que nos habla Bernanos, que sólo da las rentas de sus rentas. Quien con gozo empieza a dar antes, arriesgando su capital, movido sólo por el deseo de compartir lo que ha recibido para enriquecer a otros, recibe en sí mismo la riqueza al ver acrecentar su deseo, su entusiasmo, e incluso la fe en aquello que hace. Perdemos parte de lo que tenemos pero incrementamos la fuerza del espíritu para adquirir mucho más. Así como sólo se aprende verdaderamente cuando tenemos que enseñar a otros, así sólo alcanzamos la plenitud de nuestra vocación cuando somos capaces de transmitirla. Por eso es tan esencial la evangelización para el cristiano. Por eso Pablo VI invitaba a las iglesias jóvenes enviar también ellas misioneros a otros lugares, sin esperar únicamente ser ayudados por otras iglesias mayores.
También en nuestro camino vamos aprendiendo mientras enseñamos y vamos ayudando a otros mientras somos ayudados por ellos. Esto nos deja aún más claro quién es el único Maestro que nos conduce a todos hacia la meta que es él mismo.