PRÓLOGO DE LA RB
(Pról.01)
El Prólogo de la RB es una bellísima catequesis sobre la vocación del monje y su camino espiritual, indicándonos la clave de lectura para entender el resto de la Regla. Nos invita a adentrarnos en el lenguaje sapiencial de la Sagrada Escritura. Nos habla de la exhortación que hace un padre a su hijo, de la enseñanza de un buen maestro que exhorta con vehemencia a elegir bien entre los dos caminos de la vida. Jesús ya nos hablaba de la doble senda: la ancha que nos pierde y la estrecha que nos da vida (cf. Mt 7, 13-14), y es éste un tema clásico y recurrente en la espiritualidad cristiana. La serie de imperativos que encontramos están en la línea sapiencial que amonesta, alienta e invita con amor exigente. El celo del padre y maestro aparece de una forma dramática en el Prólogo, impulsando al discípulo a que tome una decisión que concierne a su destino temporal y eterno. Es la propia felicidad lo que está en juego, por eso San Benito se muestra con un amor exigente, a la vez que lleno de misericordia.
Pero lo que resalta sobre todo es el entusiasmo de la llamada. Hemos recibido, y recibimos cada día, una llamada de Dios que nos impulsa a caminar por el camino de la vida y alcanzar el gozo que se nos tiene reservado. Una llamada que se inserta en la llamada bautismal, y que San Benito la desarrollará comentando los salmos 33 y 14 (siempre cito siguiendo la liturgia = numeración de la Vulgata), tal y como hace la fuente más directa de la RB, que es la Regla del Maestro (RM).
La palabra bautismo viene de un verbo griego que significa “sumergir”. Nuestro bautismo nos recuerda ese camino que hemos de hacer de desnudez e inmersión en nosotros mismos para que resurja aquello que realmente somos dejando lo que no somos pero se nos ha añadido como un molesto lastre. La vida monástica quiere ser una expresión de ese camino espiritual, siendo el monasterio la “escuela” donde llevarlo a cabo.
En el Prólogo de la Regla encontramos tres personajes: Cristo, el anciano que escribe y el joven monje. La misión de este último se orienta a “escuchar” para aprender el camino de la vida. El autor, el venerable maestro que comienza la Regla, desaparece en seguida, para quedar la figura de Cristo como el centro absoluto que debemos contemplar. Si al principio se proclama a Cristo como el verdadero rey y Señor al que debemos servir por la obediencia, el Prólogo concluye animándonos a participar con paciencia en los sufrimientos de Cristo, para poder compartir también con él su reino.
Cristo va a ser el auténtico y único Maestro. Él va enseñando poco a poco el camino de la vida a aquél que desee escuchar su llamada. Se entabla un diálogo muy bello en el que el Señor lleva siempre la iniciativa, a la espera de nuestra respuesta. Nos provoca, nos llama, nos inquieta, en una continua seducción que no obliga, pero que grita con amor paterno para llevarnos a gozar de su reino sin desanimarnos por las asperezas del camino, nada comparables con los frutos que recibe el que escucha su voz.
Se trata de un diálogo muy personal, donde se nos invita no a alcanzar metas teóricas, sino al encuentro con una persona: Jesucristo. Un diálogo hermoso que denota la cercanía esponsal y paterna de Dios. Anima, fortalece, seduce. Esa es la vida monástica. Cuando no tenemos la experiencia de ese diálogo con Cristo, de ese encuentro personal con él, la vida se hace mortecina y costosa, demasiado centrada en uno mismo y, por eso, temerosa ante un futuro incierto. Cristo nos habla en cada momento de nuestra vida y nos va pidiendo respuestas que configuran poco a poco nuestro camino.
Quien escucha la llamada inicial se pone en el camino que intuye. Pero una vez en él podemos sentarnos o seguir caminando. En ambos casos estamos en “nuestro camino”. ¿Pero de qué me vale estar en mi camino si no lo recorro? Ese camino interior es apasionante porque está en continua construcción. No es un camino hecho sobre el cual vamos, sino un camino que vamos haciendo, pues está en la línea del amor, donde la mutua respuesta de los amantes va configurando el camino mismo. Y si bien es cierto que a veces nos llevan, no es menos cierto que incluso para eso debemos dar una respuesta, debemos consentir que nos lleven, que el Señor “nos vaya haciendo”, camino pasivo de gran actividad.
San Benito se sabe mediación del único Maestro, pero él mismo se sabe también discípulo. Por eso, unas veces se dirige al que lee su Regla con un afectuoso “tú”, mientras que otras él mismo se incluye al usar el pronombre “nosotros”.
Escucha, hijo, los preceptos de un maestro e inclina el oído de tu corazón, acoge con gusto la exhortación de un padre bondadoso y ponla en práctica (RB Pról. 1).
“Escucha”. Invitación especialmente apropiada en nuestra época, donde predomina el ruido y las muchas palabras que a veces nos aturden. Como si todo el mundo quisiera ser escuchado, hacer sentirse que existe. ¡Cuánta necesidad de ser escuchados, de ser reconocidos, de ser acogidos! Pero, ¿quién tiene tiempo y ganas para escuchar?
Juan comienza su evangelio diciendo que la “Palabra” de Dios quiso hacerse escuchar, darse a conocer, por lo que acampó entre nosotros, pero no fue recibida “por los suyos”. Nosotros somos los suyos, imagen suya en la que espera reconocerse el modelo. Acampó en medio de nosotros y en cada uno de nosotros, pero no hubo quien la escuchara en el latido de su propio corazón. ¿Dónde está el problema? ¿Dónde radica nuestra incapacidad? ¿No podemos? ¿No tenemos tiempo? ¿No queremos? ¿Nos da miedo? ¿No sabemos? ¿Estamos confusos con nuestros ruidos?
Lo primero que necesitamos para escuchar es silenciarnos. La experiencia simple del silencio nos permite escuchar los sonidos más tenues. Sonidos sutilmente vibrantes, pero acallados por tantos ruidos exteriores. En el silencio escuchamos nuestro verdadero yo, nos escuchamos. Y también escuchamos esa palabra del Espíritu que nos habla en el silencio de nuestro ser.
“Escucha”. ¿Qué debo escuchar? Escúchate primero a ti mismo. Escucha tu propio ser, tu cuerpo, tus sentimientos, tus sombras, tus anhelos. Aprende a escucharte haciendo el hueco necesario para poder acogerte. El silencio es el vacío que permite acoger. ¿Cómo poder escuchar y acoger a los otros si primero no hago el hueco necesario para escucharme y acogerme a mí mismo? Tanto más necesitamos ser escuchados por los demás cuanto menos nos escuchamos a nosotros mismos. Tanto más difícil nos resulta escuchar a los demás cuanto menos hemos sido capaces de escucharnos a nosotros mismos. Sin esta escucha personal en el silencio, las palabras de los otros rebotan en nuestros propios ruidos sin ser acogidas. Responderemos sin haber escuchado, es decir, no sabremos acoger.
De ahí la importancia de la escucha y el mandato sereno y acuciante de la Regla de San Benito en su mismo comienzo. “Escucha” es la primera palabra de la Regla. “Escucha, hijo”. El tono de este comienzo es muy revelador. Denota el celo paterno del que habla, el lenguaje sapiencial del libro de los Proverbios: Hijo mío, haz caso de mis palabras, presta oído a mis consejos… (4, 20); Hijo mío, haz caso de mi experiencia, presta oído a mi inteligencia… (5, 1); Hijo mío, conserva mis palabras y guarda mis mandatos…. (7, 1). Es el tono de súplica del padre que ama y desea lo mejor para su hijo, pero siempre respetándole como a una persona adulta, sin tenerle por niño. Es un tono que suscita intimidad entre los que hablan. Por eso encontramos frecuentemente frases como ésas en los escritos de otros padres del monacato. Su paternidad espiritual era muy directa, fijándose en la persona que tienen delante. San Pacomio empieza una de sus catequesis diciendo: “Escucha, hijo mío; sé juicioso, acepta la doctrina, pues hay dos caminos….”. San Jerónimo, en su famosa carta 22 a Eustoquia, se valdrá directamente de la expresión sálmica: “Escucha, hija, mira; inclina tu oído y olvida tu pueblo y la casa paterna, y el rey codiciará tu hermosura”. Pero quizás la expresión más cercana es la de San Basilio: “Escucha, hijo, la amonestación de tu padre e inclina tu oído a mis palabras; préstame de buen grado atención y oye con corazón confiado todo lo que voy a decirte”.
El padre espiritual exhorta al hijo con celo paterno, pero sin paternalismos ni protagonismos. Invita a escuchar al Maestro interior, a escuchar con el oído del corazón, que es el lugar donde reside el Espíritu de Dios. El maestro enseña con autoridad, el padre exhorta con amor. Ambas cosas se dan de la mano en el comienzo de la Regla.