El misterio de la Asunción no nos puede dejar como dejó a los apóstoles el de la Ascensión del Señor, mirando al cielo hasta el punto de que tuvieron que escuchar la recriminación de los ángeles: “Galileos, ¿por qué seguís mirando al cielo?”. Los ángeles, bien lo sabemos, no son seres con alas, sino “enviados”, “mensajeros”. Esos mismos enviados y mensajeros que Dios nos envía continuamente pero que no siempre sabemos descubrir al tener demasiado claro su origen (¿es que de Nazaret puede salir algo bueno?). Esos mensajeros que pueden ser creyentes o no creyentes, pero que nos invitan a no quedarnos parados y embobados mirando al cielo, sino viviendo según la obra del Resucitado que ha ascendido al cielo.
Más allá de pensar si el “tránsito” de María fue una resurrección o una dormición, lo importante es que fue. ¿Por qué con María sí, y no se dice lo mismo del resto de los cristianos? Todo se debe a una reflexión teológica. La figura de María siempre se ha unido de una forma muy especial a la obra salvífica de su hijo Jesucristo, desde su fiat y la prevención de todo pecado, como reconocemos en el misterio de la Inmaculada Concepción. Si Jesús realizó el tránsito resucitando y participando plenamente su humanidad de la gloria de Dios, sentándose a la derecha del Padre, también de María podemos decir lo mismo, pues careció de todo pecado.
En María continúa ese misterio y esa propuesta para nuestras vidas. Pero ¿qué supone para nosotros el misterio de la Asunción? El misterio de la Asunción de María expresa la ruptura de la barrera entre el cielo y la tierra, entre el presente y el futuro, entre lo que vivimos y lo que anhelamos. Es como la unidad entre el tiempo de lo humano y la eternidad de lo divino. Es como una afirmación exclamativa: ¡Sí, es posible, se ha realizado! Es un acto de fe en la promesa de nuestra “divinización” por la resurrección de Jesucristo, pero también es un estímulo para unir esa doble realidad viviendo ya lo que anhelamos, viviendo el presente de una forma diferente, no con una mirada que nos enajena de la realidad, sino con una mirada más profunda, la de los ojos claros del profeta.
Al creer en la glorificación corporal de María, creemos en la realización de nuestra esperanza y en la culminación de nuestro ser. Si el Génesis comienza con el relato de la creación afirmando repetidamente que “todo era muy bueno”, esa bondad de la creación es confirmada en el misterio de la Asunción al llegar a su plenitud. Cuando el concilio Vaticano II nos habla de una nueva creación alude a una cierta transformación gloriosa de lo creado más que a su aniquilación –si bien la finitud de lo creado exige un ir más allá del tiempo y del espacio-. Del mismo modo nosotros no creemos en una aniquilación completa de nuestro ser, aunque se deshaga nuestro cuerpo material. El espíritu de vida que nos sostiene viene de Dios, en él vive y a él “vuelve” sin poder desaparecer sin más. Más que pasar de un cuerpo material a un cuerpo espiritual creo que son formas diferentes de “estar”, según “donde” se esté, siendo uno mismo el que está. Así como en el mundo material podemos ver un cuerpo material e intuir el aliento del espíritu que lo vivifica, así en el “mundo” espiritual será el espíritu quien se haga presente intuyendo un cuerpo no materializado, lo que nosotros llamamos glorificado. Lógicamente cuando hablamos de “dónde” o “mundo” se trata de un estado y no de un lugar, lo que no debemos perder de vista para no confundirnos en los significados.
Vivir el misterio de la Asunción es vivir el misterio de la Ascensión en nosotros. Es una invitación a vivir ya ahora lo que un día será plena realidad. Es una invitación a descubrir esas semillas de eternidad que están sembradas en todo lo creado, su potencialidad infinita. Por eso, creer en el misterio de la Asunción nos debiera llevar a creer en la bondad de la obra de Dios, aun siendo muy conscientes de su presencia aparentemente pobre. Creer en el misterio de la Asunción es una invitación a trabajar en su realización. Cuando condenamos, cuando destruimos, cuando despreciamos, cuando nos cerramos en nosotros mismos, ¿cómo decir que vivimos en una tensión de infinito, de creencia en la bondad de Dios en nuestras vidas?
Pero, ante todo, vivir el misterio de la Asunción es vivir en la esperanza. Vivir en la esperanza no es un “sin vivir” el presente que tenemos anhelando vivir un futuro que no tenemos. Vivir en la esperanza es vivir el presente creyendo y trabajando por su realización plena. No vemos, no palpamos, no sentimos, pero es. Si la meta será una vida plena en el Espíritu, quizá nuestro trabajo desde ahora sea intentar ver, palpar y sentir en otra dimensión. Nuestros ojos, nuestras manos, nuestros sentidos perciben lo que un día ya no será porque todo lo material se extinguirá, por eso ellos no nos abren verdaderamente a la esperanza, sino que nos hacen disfrutar o sufrir en su propia medida finita. Sin embargo, la semilla del espíritu que hay en nosotros no terminará, sino que será la que nos adentre en una nueva dimensión que no tendrá fin. Si nuestra mirada brota de él, entonces sí que viviremos en la esperanza del que ve más allá de lo que se puede palpar, la esperanza de poder ver lo Invisible que ya es, aunque no lo parezca.
¡Cuántas veces nos sentimos defraudados!, tanto por nosotros mismos como por los demás. La expresión del salmo se cumple: “Todos los hombres son unos mentirosos”. Y ciertamente que defraudamos, más que por maldad, por nuestra propia finitud, por nuestros muchos límites personales. Sin embargo, la esperanza nos hace ver más allá, nos invita a adentrarnos en el corazón de la persona. Ciertamente que los errores nos acompañarán, y con ellos el sufrimiento que les sigue, pero al final todo será transformado. El camino que hagamos ahora condicionará nuestra forma de vivir el presente, la esperanza o desesperanza que nos acompañe. Ciertamente que al final está Aquél que nos ama y nos tiene reservado un “lugar”, pero nosotros tenemos que vivir ya ahora desde el gozo del final, con los ojos del espíritu, con la esperanza del que cree en Aquél del que se ha fiado, desde el amor que es la forma que tiene el Espíritu de expresarse. María representa todo eso. Feliz día de la Asunción.