No nos dejes caer en la tentación, pedimos también en la oración dominical. Solemos llamar tentación a todo aquello que se nos propone como deseable, pero que sabemos es dañino. En realidad, la tentación no es más que una ocasión para ejercitarnos. La palabra tentación viene del griego peirasmós, que significa prueba, ensayo, intento, esfuerzo. No se trata de un término negativo, sino de una oportunidad y de un ejercicio. Por eso no pedimos que se nos quiten las tentaciones o las pruebas, sin las cuales no avanzaríamos, sino poder superarlas sin caer derrotados. Y si para superar las pruebas con éxito nos solemos preparar técnicamente, en el campo espiritual necesitamos también la ayuda del Espíritu para superarlas, por eso, ya nos decía el Señor en el huerto de Getsemaní: Velad y orad para no caer en la tentación -en la prueba-, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil (Mt 26, 41).
La tentación nos robustece poniendo a prueba nuestra libertad. No basta con creer que podemos superar la prueba, sino que hemos de pasar por ella y superarla realmente para avanzar. No basta con saberse capaz de lograr algo, sino que hemos de tener la experiencia de lograrlo efectivamente. ¿De qué vale decir: “estoy tranquilo porque yo sé que puedo hacerlo”, si no lo hago? Nuestra capacidad de autoengaño es muy grande y uno de los mayores peligros ante la prueba. Cuando uno se cree fuerte, seguro de haber superado determinadas cosas y estar inmunizado contra ellas, baja la guardia y es muy fácil que sucumba. Quien no es consciente del peligro que se le avecina o de la gravedad de la enfermedad que le acecha, es muy fácil que quede atrapado en ellos. Quien niega el peligro, ¿cómo se va a preparar ante él?
La tentación puede ser causa de caída, pero también lo es de crecimiento. La tentación nos pone frente a nuestra coherencia o incoherencia. Sin ella no nos afianzaríamos como personas libres que ejercen su libertad siendo coherentes con sus principios y valores o, por el contrario, que se dejan arrastrar por la inercia de sus pasiones.
La tentación aparece en los mismos orígenes de la humanidad probándonos en el ejercicio de nuestra libertad. Los animales no son tentados porque no son verdaderamente libres, sino que se mueven por su instinto. Las pruebas que ellos tienen que pasar están en el ámbito físico, pero no en el moral ni espiritual. La tentación requiere de unos valores y principios ante los que nos vemos impelidos a decidir probando la solidez de nuestra voluntad, es decir de nuestro deseo más profundo. Voluntad viene de “volo”, que en latín significa querer. No es el deseo de la concupiscencia, que está relacionado con aquello que más nos apetece, sino que se trata del querer de la libertad, de la decisión que se toma, del consentimiento ante lo que se considera más valioso, aunque no sea lo que más atrae inicialmente. Por eso necesitamos pasar por la prueba de elegir entre el deseo de la concupiscencia o el querer de la voluntad. Tener la voluntad de hacer algo, porque se considera más valioso o coherente con nuestros principios, y no realizarlo, es sucumbir en la prueba, aunque mentalmente pensemos que somos capaces de superarla.
La tentación es como un test, una prueba de resistencia, un control de calidad de nuestro producto para buscar eliminar lo defectuoso o mejorarlo. Es por ello que debemos verla como una oportunidad. Oportunidad para superarnos y oportunidad para conocernos y reconducir en nosotros lo que haya que reconducir.
La tentación la solemos unir de alguna forma al maligno, a esa fuente del mal que nos aparta de Dios y de lo más valioso de nosotros mismos. Eso es así porque consideramos la prueba que se nos pone delante como una invitación a apartarnos del camino justo, de la opción tomada. Por eso, tras pedir ser librados de caer en la tentación decimos: más líbranos del Mal, es decir, no nos dejes caer en la tentación, líbranos del Mal. Ese mal no es algo abstracto, sino “el maligno”. Es verdad que el ser humano trata siempre de personificar las realidades abstractas y espirituales para hacerlas más asequibles, llegando a veces a representaciones absurdas. Toda la mitología expresa en forma de dioses diversas realidades que nos sobrepasan. También dentro de la corriente judeocristiana se ha caído en el antropomorfismo divino, representando a Dios con forma humana o animal y atribuyéndole categorías humanas (el Padre anciano con barba canosa, el Hijo encarnado, el Espíritu Santo en forma de paloma). Eso es verdad y tiene sus riesgos, pero hay que reconocer que en ciertos aspectos puede ser útil como instrumento para poder entendernos, aunque en otros sea una exageración que hemos de evitar. A pesar de todo, el cristianismo cree en la existencia de seres espirituales más allá de ser una mera proyección de nuestras ideas.
La historia de la salvación se nos presenta como una historia de amor de Dios, el sumo Bien que ha creado por amor, entablando una relación con sus criaturas y poniendo en el corazón del hombre el deseo de conocerlo y amarlo. Frente a eso aparece el mal en el mundo… El maligno es llamado también Satán (que significa el adversario en hebreo) o diablo (que significa el calumniador en griego). Ambos términos aparecen con frecuencia similar en el NT, designando un ser personal, pero cuya influencia se manifiesta ya en la actividad de otros seres. La Biblia reconoce su existencia, aunque no se extienda en ella. Es el adversario del designio de Dios sobre la humanidad. Pero la Biblia rechaza el dualismo de tipo maniqueo, que afirma un doble principio del bien y del mal, donde Dios representaría el bien y el maligno el mal. En la tradición judeocristiana sólo hay un principio divino, siendo el maligno un ángel caído y arrastrado por la soberbia y la envidia que con frecuencia hace el papel de acusador, dejando en evidencia nuestras faltas, exagerándolas o deformándolas, buscando nuestra ruina, y siendo en este sentido opuesto al designio salvador de Dios. Parece gozar de una ciencia y habilidad superior a la del hombre, siendo sus armas la astucia y la mentira. Cristo, el hombre nuevo, aparece enfrentándose y venciendo a ese ser que obstaculiza nuestro camino según los designios de Dios.
Pedimos a Dios nos libre del maligno, pero no podemos pedirle que nos lleve en volandas sin hacer nosotros nuestro trabajo. Esa liberación solo llegará a realizarse con nuestra colaboración… Eso sí, podemos estar confiados porque el poder de Dios es mayor que cualquier asechanza del maligno. Por eso la Didajé (escrito cristiano del s. II) añade una glosa al padrenuestro diciendo: “porque tuyo es el reino, el poder y la gloria por los siglos. Amén”.