9º CENTENARIO DE LA CARTA CARITATIS
(Las Huelgas, 9 de septiembre de 2019)
Muchas cosas se han dicho ya sobre la CC en la celebración de su IX centenario. Hoy mismo tenemos tres conferencias seguidas. Para tratar de no repetirme ni ser cansino me limitaré a resaltar algunos aspectos que me resultan especialmente interesantes y actuales.
No poder dejar herederos de su pobreza
Nos dice el prólogo de la Suma Carta de Caridad, conocido como Exordio de Císter:
“En su tiempo se puso de manifiesto lo que está escrito: Los ojos del Señor miran a los justos, sus oídos escuchan sus gritos. En efecto, aquel reducido rebaño solo lamentaba su pequeñez, y los pobres de Cristo solo temían, y en verdad temieron casi hasta la desesperación, una sola cosa: el no poder dejar herederos de su pobreza. Pues las gentes de los alrededores honraban su santidad de vida, pero se horrorizaban ante su austeridad, de modo que se apartaban de imitarles los mismos que se les acercaban para venerarles.
Pero entonces, contra toda esperanza, Dios, para quien es fácil de lo pequeño hacer grandes cosas y de lo poco mucho, movió los corazones de un gran número para imitarles de tal manera que llegó a haber juntos en el noviciado hasta treinta aspirantes, clérigos y laicos, muchos de los cuales eran nobles y poderosos según los criterios del mundo. A partir de esta visita del Cielo tan inesperada como feliz, comenzó a regocijarse la estéril que no tenía hijos y la abandonada llegó a tener tantos hijos como la desposada” (SCC, 2, 7-9)[1].
Más allá de ese final feliz, me interesa resaltar el hecho mismo que hacía sufrir a los primeros cistercienses: “No poder dejar herederos de su pobreza”, de su carisma. Lamentaban su pequeñez, su pequeño número, pero no las dificultades de la vida ni las estrecheces que les tocó afrontar a los inicios (“solum plangeret quod pusillus esset”). Es verdad que les hubiera gustado ser más numerosos desde los comienzos, y lamentaban ser tan pocos, pero eso no les echaba atrás, pues bien sabían que a Dios se le puede servir igual siendo muchos o pocos, que él nos llama para que le respondamos individualmente.
Pero había algo que les hacía sufrir más intensamente, el temor de no poder transmitir a otros el don recibido, dando continuidad así al don de Dios que es el carisma cisterciense (“hoc solum inquam metuerent et metuerent pene usque ad desperationem, Christi pauperes suae se non posse relinquere paupertatis heredes”). Mirándose a sí mismos se lamentaban por su reducido número. Mirando al plan de Dios, temían que quedase frustrado. Habían recibido un carisma, un gran don para sus propias vidas y para la Iglesia, y no querían que se perdiera. Deseaban compartirlo con otros, hacer a otros partícipes del regalo que habían recibido, que daba sentido a sus vidas y que los hacía felices.
Una vez alguien me mostró su compasión por la escasez de vocaciones. No sé por qué me salió del alma la siguiente respuesta: “no sintáis compasión por mí, pues yo he vivido lo que quería, debéis tener pena por vosotros, pues si desaparece la vida monástica y el carisma cisterciense, desaparece un tesoro para la Iglesia y para el mundo, unos puntos de referencia muy necesarios para muchos”.
Es hermoso constatar cómo en nuestras comunidades se vive con bastante paz este duro desierto. Una paz agradecida por lo mucho recibido, y confiada por saber que estamos en manos del que nos llamó. Ahora se nos pide vivir en paz y confianza todos los acontecimientos, recordando las palabras de Elcaná a su mujer Ana, estéril a pesar de ser la preferida: ¿Es que no soy para ti mejor que diez hijos? (1Sam 1, 8).
Pero el celo de Dios nos hace sentir que debemos trabajar por facilitar la continuidad de nuestro carisma. No tanto por nosotros como por la Iglesia y la gente de nuestro tiempo que añora espiritualidad. Dios hizo crecer lo que Pablo sembró y Apolo regó (cf. 1Cor 3,6). Es decir, necesitamos tomar conciencia de esto y tratar de poner todos los medios a nuestro alcance para sembrar y regar, pues solo así Dios hará crecer. Muchas son las maneras que tenemos a nuestro alcance, sabiendo que lo que se nos pide es el trabajo, no el éxito ni llegar a cosechar.
Un trabajo hacia dentro, que primero debemos realizar en el interior de nuestras comunidades mejorando las relaciones fraternas, pues son éstas las que revelan la calidad de nuestra vida contemplativa. Un amor sincero y paciente que sepa acoger a cada hermano y hermana por lo que es, sin escudarnos en las diferencias para justificar la ruptura. No olvidemos que quien se acerca a una de nuestras comunidades lo primero que percibe son las relaciones fraternas, el buen o mal espíritu que haya entre los hermanos y las hermanas, el amor que se tienen, cómo se aceptan y cómo afrontan los roces diarios. Y, por otro lado, está la vida de oración que no solo se computa por las horas, sino por la mirada contemplativa ante los acontecimientos y las personas, sabiendo que Dios está en medio de nosotros y es quien realiza el milagro de la comunidad, pues la comunidad es obra de Dios. ¡Ojalá en nuestras comunidades se palpara la experiencia mística que solo la fe es capaz de dar, como hace la oración silenciosa más allá de los sentimientos! Una vida que no se aferra a las cosas materiales y sabe vivir muy especialmente de las espirituales, que se compromete en todo sin dejarse atrapar por nada, que somete los sentidos corporales al sentido espiritual.
Pero también un trabajo que debemos realizar hacia fuera de nuestras comunidades movidos por el espíritu misionero al que nos invita la Iglesia[2], con el deseo de compartir lo recibido, principalmente mediante la acogida para preservar así nuestra dimensión monástica y contemplativa, anunciando y compartiendo nuestra espiritualidad con aquellos que lo anhelan, pero que ni siquiera saben que existimos. ¿Cómo amar lo que no se conoce? San Pablo nos recuerda que “la fe entra por el oído” (cf Rm 10, 14. 17), que se necesita quien la anuncie para que sea conocida y abrazada. Y siempre sin olvidar que el testimonio de vida atrae más que el discurso elaborado. Quien nos contemple debiera captar con facilidad el gozo con que vivimos nuestro carisma, la fe que nos habita y la felicidad que nos proporciona la vida común en unas relaciones fraternas desde el amor. ¡Mirad cómo se aman!, es la exclamación que debiéramos provocar en los que nos vean, según el Señor Jesús.
Experiencia de nuestra pobreza
Paradójicamente la pobreza es un don de Dios para los que le buscan. La pobreza que no es otra cosa que dejar de buscar la seguridad humana para vivir confiadamente nuestra filiación divina. Una vez fuimos niños y sabíamos que todo lo teníamos -aunque nuestros bolsillos estuvieran vacíos- porque todo lo esperábamos de nuestros padres. Y si algo se nos antojaba, a ellos se lo pedíamos. Nos hicimos adultos y se nos olvidó la actitud de los predilectos de Jesús. Por eso la providencia divina nos regala en determinados momentos de nuestra historia y nuestra vida la oportunidad de volver a tener esa actitud que Dios tanto ama.
La experiencia de nuestra pobreza nos hace mirar hacia arriba y tomar conciencia de nuestra filiación, de que todo nos viene del Padre y de que la misma comunidad termina siendo un hermoso edificio porque el amor de Dios nos cohesiona cuando dejamos que Jesús habite en medio de nosotros. Así la pobreza resulta ser nuestra mayor riqueza por la transformación que realiza en nosotros.
La predilección de Dios siempre se ha mostrado de forma especial en medio de la pobreza, como se mostró en la pobreza que acompañó a nuestros fundadores en los primeros años. A punto de morir recién nacidos, cuando todo se les volvía en contra, siendo abandonados por quien les guio al desierto de Císter y por algunos compañeros de la primera hora, supieron confiar y seguir con firmeza el camino comenzado sin preocuparles nada más que responder a la llamada divina. Esa pobreza del corazón resultó ser el abono más enriquecido para la pequeña semilla plantada.
La riqueza nos da seguridad y nos induce a la soberbia, pensando que lo que tenemos es nuestro porque nos lo hemos ganado. La riqueza nos aísla de los demás por la autosuficiencia que genera en nosotros y por la envidia que genera en los otros. Esa realidad, que vemos en el interior de nuestras comunidades, también la podemos llegar a ver entre las comunidades de la Orden y sus representantes, cuando unas se creen mejor que las otras. San Benito era plenamente consciente de ello y puso en práctica diversos medios en el seno de la comunidad para combatir la soberbia con la humildad, mandando que los hermanos se anticipen los unos a los otros en muestras de caridad, cediendo el paso, lavándose los pies mutuamente, etc.
Eso mismo es lo que desea la Carta de Caridad que se viva entre los monasterios y sus representantes. De ahí las muestras de honor y respeto que se han de tener mutuamente, cediéndose incluso la presidencia. El humilde y el pobre no se aferran a las apariencias porque no se creen superiores a nadie. Esto facilita mucho las relaciones personales y la caridad fraterna.
La caridad es nuestra riqueza y nuestra fuerza
La expresión tan hermosa con la que nuestros padres fundadores bautizaron el documento presentado al papa Calixto II para su aprobación el 23 de diciembre de 1119 es muy significativa: Carta de Caridad. Con ella nace oficialmente la Orden Cisterciense como Orden reconocida por la Iglesia. San Bernardo nos presenta la caridad como la argamasa que une las piedras del edificio que es la comunidad, impidiendo que las rugosidades de cada una de ellas dañen a las demás y permitiendo levantar un sólido edificio en la unidad. Esa caridad que debe unir a los hermanos es la misma que debe unir a todas las comunidades que formamos una sola familia.
Lo que hace grande y sólido al edificio es su cohesión. Los sillares sueltos y revueltos no son más que un montón de piedras. Su colocación ordenada y unidas por la argamasa es lo que hace de ese montón de piedras algo nuevo, grandioso y útil. Del mismo modo, la caridad que une nuestras comunidades es lo que da solidez a nuestro edificio monástico, solidez más útil y significativa que la grandiosidad del monumento. Un edificio grande, pero mal ensamblado, resulta peligroso porque amenaza ruina. En cambio, un edificio sólido, aunque sea pequeño, es muy útil. Así son nuestras comunidades. No nos preocupemos por la pequeñez, sino por la cohesión.
Malo es vivir ensimismado en las propias necesidades. Quien vive para sí en la comunidad, no crea comunidad. Lo mismo podemos decir en el conjunto de nuestra Orden. Cuando solo estamos preocupados de nuestra comunidad nos olvidamos del cuerpo que forma la Orden en su conjunto. Y esto es muy peligroso, especialmente en los momentos difíciles. Si el cuerpo está enfermo y debilitado y la mano se despreocupa porque ella está bien, que sepa que muy pronto le afectará la salud que tenga cuerpo.
Un miembro del cuerpo, por muy dotado que esté, no es nada cuando se aparta del cuerpo. Ser conscientes de eso nos hace más humildes con nuestras cualidades personales, que sabemos son para la comunidad, y nos hace más pacientes con las debilidades ajenas, que sabemos también nos pertenecen en cuanto formamos un mismo cuerpo.
El paso de los años quizá nos haga más escépticos, pero necesitamos mantener vivo en nosotros el ardor y amor primero, esperanzado, decidido, confiado. No se nos pide confiar en nuestras fuerzas, sino en el poder de Dios en nosotros. Jesús nos recuerda que él es la vid y nosotros los sarmientos y solo podremos dar fruto unidos a él: Sin mí no podéis hacer nada, nos dice, separados de él quedamos infecundos. Por muchos dones que tengamos, por muy auténticos que creamos ser, apartados del cuerpo de Cristo, que es la comunidad, no somos nada. La comunión no es un mero proyecto humano, sino el proyecto de Dios en nosotros. ¿Cómo vivir esa comunión también entre los monasterios?
Proyectos comunes de colaboración
“Si quieres llegar rápido, ve solo; pero, si quieres llegar lejos, ve con otros”. Una expresión llena de sabiduría de la que somos testigos los que vivimos en comunidad.
El individualismo nos lleva a creer que podemos vivir sin los demás y nos despreocupamos de ellos, cerrándonos a la vida que nos da el cuerpo y negándole la nuestra. Eso no puede anunciar más que la muerte.
Nuestra Orden es eminentemente cenobítica. Se formó con unos lazos fraternos muy fuertes. Su misma fundación fue un acto comunitario, de un grupo de hermanos unidos por un mismo carisma. Incluso en los primeros documentos no cesa de aparecer la referencia a los hermanos que han decidido tal o cual cosa juntos. Si miramos en el prólogo de la CC ya encontramos tal actitud. Ni siquiera se nos dice que ese documento lo elaborase solo el abad Esteban Harding, sino “El abad Dom Esteban y sus hermanos”. Esto no menoscaba ni un ápice la autoridad del abad, pero se insiste una y otra vez en la dimensión comunitaria de las decisiones. La misma fundación de Císter fue un hecho colectivo. Los términos del decreto son muy claros: Dom Esteban y sus hermanos establecieron que de ningún modo se fundasen abadías en la diócesis sin autorización del obispo; dichos hermanos establecieron cómo permanecerían unidos los monjes dispersos en nuevas fundaciones; también pensaban que este decreto se llamase Carta de Caridad.
Por eso todos los hermanos de todas las comunidades debieran sentirse implicados en la situación actual de la Orden y todos los superiores debieran estar muy abiertos y atentos a cualquier iniciativa que pueda venir del Espíritu a través de ellos. Es fácil decir que ninguno sobra, pero es difícil tener la actitud de escucha y acogida cuando somos parte de una Orden con tantos siglos a la espalda. Siglos que nos garantiza la solidez de nuestro carisma, pero que también nos sorprende al ver cómo nuestro estilo de vida se ha ido modulando de forma asombrosa a lo largo del tiempo. En nuestro monasterio de Sta. María de Huerta yo lo constato a diario cuando me doy una vuelta por él. Me llama la atención comparar la sobriedad de las salas románicas del siglo XII con la riqueza artística renacentista del siglo XVI o la exuberancia barroca del XVIII. El monasterio siempre estuvo habitado por una misma comunidad cisterciense, pero su expresión de vida varió según los tiempos. Como sucedió también con las zonas de los hermanos conversos tan claramente definidas en el s. XII y tan diluidas posteriormente. O la importancia de un desarrollo cultural que pasó de tener un simple armarium para libros en el siglo XIII a una gran biblioteca y monjes dedicados a las ciencias y a la enseñanza en las universidades durante el siglo de oro español. ¿Y qué decir de la situación actual, en la que tenemos que vivir abiertos al turismo y a otras realidades? Al ver el monasterio, algunos critican su mezcolanza de estilos, pero para mí es un claro reflejo de la hermosa variedad de la comunidad y de la Orden a lo largo del tiempo. ¿Cuál de sus partes es la más pura y auténtica? Si lo comparamos con los orígenes, no hay duda, la más antigua. Si lo comparamos con lo que pedía el Espíritu, tampoco hay duda, la del momento en que se vivió, que les permitió ser significativos para la Iglesia y para la sociedad de entonces.
Siempre me he preguntado si realmente entendemos eso y lo acogemos de corazón sin limitarnos a imponer determinadas formas que tienen la garantía de tiempos pasados, o determinadas formas que pretenden tener la garantía de las corrientes actuales. La clave es comprender la actitud que brota de la Carta de Caridad, donde se intenta dar respuesta a la moción del Espíritu en el seno de la comunidad, viviendo la RB en una época eclesial y cultural determinada. Es un proceso comunitario. Cuando pasamos de lo mío a lo nuestro, iluminados por el Espíritu, entonces encontraremos la luz y la fuerza para realizarlo.
Y no nos olvidemos que los sueños y los ideales no son más que la fuerza que nos impulsan a promover actuaciones concretas que nos ayuden a afrontar el tiempo que estamos viviendo en nuestras comunidades y en toda la Orden. Quien piense que él ya se resuelve sus problemas porque tiene medios, muy pronto descubrirá que estaba más desnudo de lo que se imaginaba.
Isidoro Mª Anguita
Abad de Sta. Mª de Huerta
[1] Algo parecido nos dice el Exordio Parvo: “Había algo que entristecía a este hombre de Dios, el abad de quien ya hemos hablado, y a los suyos: el hecho de que por aquel entonces no acudía nadie allí con intención de imitarles. Estos santos varones deseaban transmitir a sus sucesores el tesoro de virtudes que, por la gracia divina, habían encontrado para la salvación de muchos; pero, vista y oída la insólita e inaudita aspereza de su vida, todo el mundo se apresuraba a alejarse de ellos en cuerpo y alma más que a acercárseles, y desconfiaban mucho de su perseverancia; pero la misericordia divina que había inspirado esta milicia espiritual, no cesó de extenderla y perfeccionarla noblemente para provecho de muchos, como se verá por lo que vamos a decir” (EP 16).
[2] El 5 de noviembre de 2010 el papa Benedicto XVI se dirigió a un grupo de obispos brasileños refiriéndose a la crisis vocacional en los siguientes términos: “la vida consagrada no podrá morir ni faltará a la Iglesia: ha sido querida por el mismo Jesús como parte inamovible de su Iglesia… Si la vida consagrada es un bien para toda la Iglesia, algo que interesa a todos, también la pastoral que busca promover las vocaciones a la vida consagrada debe ser un compromiso sentido por todos: obispos, sacerdotes, consagrados y laicos”