En la siguiente sección del evangelio que voy a comentar Jesús nos trata de explicar en qué consiste el “reino de los cielos” que él ha venido a instaurar. La predicación de Juan el Bautista comenzó diciendo: “Convertíos, porque ha llegado el reino de los cielos” (Mt 3, 2). Y lo mismo dirá Jesús cuando vuelva a Galilea tras ser tentado en el desierto al comienzo de su obra pública: “Convertíos, porque el reino de los cielos ha llegado” (Mt 4, 17). ¿Por qué esa exigencia de conversión cuando se anuncia que el reino de Dios viene a nosotros? Dejar que Dios reine sobre nosotros supone dejarle el mando sobre nuestras vidas, y eso requiere una verdadera conversión o cambio de mirada, de orientación y de actitud.
La idea del reinado de Dios sobre su pueblo no aparece en los patriarcas Abraham, Isaac o Jacob, sino que surge más tarde, cuando Israel se asienta finalmente en Caná y empieza a ser gobernado por reyes. Quien reina verdaderamente en Israel es Yavé, por eso éste se queja a Samuel cuando el pueblo le pide un rey: No te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos, le dice Yavé (1Sam 8, 7). Dios reina sobre todas las naciones, pero de una forma especial sobre el pueblo que él mismo se escogió. Allí reside el gran rey, en medio de los suyos.
Reinar no significa simplemente estar por encima de los demás, sino dar unas leyes, ejercer una autoridad y que te obedezcan. El pueblo reconoce la autoridad del rey cuando se somete y cumple sus leyes. Unas leyes que en el AT eran el decálogo y su desarrollo en el pentateuco, leyes que el pueblo debía cumplir como signo de la alianza. En el NT la ley es el evangelio y los mandatos de Jesús. En el AT el reinado de Dios se encarnaba en el reinado de los reyes, pero cuando estos actuaban ajenos a los mandatos de la ley, rompían de alguna forma el reinado de Dios y venía la catástrofe y el exilio. Por ello, tanto Juan el Bautista como Jesús comienzan el anuncio del reino de Dios con una invitación a la conversión, a un cambio de vida más acorde a la ley de Dios.
Con el tiempo, la idea del reino de Dios va adquiriendo un carácter más universal y se hablará del reino de los justos (cf. Sb 3,8) sobre el que reinará Yavé. En tiempos de Jesús se esperaba el advenimiento de un reino. Muchos añoraban ese reino perdido que les librase del yugo de los romanos al que estaban sometidos. Otros esperaban el reino mesiánico de orden más espiritual. En cualquier caso, esa expectación hacía comprensible el mensaje de Jesús para sus coetáneos, aunque unos lo entendieran de forma más política, lo que queda reflejado en la acusación que se hace de Jesús ante Pilato y rubricada en el texto de la cruz: “éste es el rey de los judíos”, y otros lo entendieran de forma más espiritual dejando que la ley de Jesús reine sobre ellos. Fijaros que esa doble interpretación no solo se dio en tiempos de Jesús, sino que se viene repitiendo a lo largo de la historia. Unos añoran la imposición del evangelio y el cristianismo en categorías triunfalistas, mientras otros se centran en la transformación del corazón viviendo como levadura en medio de la masa.
“Reino de Dios” (Mc) y “reino de los cielos” (Mt) son dos expresiones equivalentes, conformándose la segunda más al lenguaje rabínico que evita pronunciar el nombre de Dios. Este reinado significa el fin del dominio de Satán y del pecado sobre los hombres: Si yo expulso los demonios por el Espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios (Mt 12, 28), dijo Jesús. De ahí la necesidad de convertirse y abrazar las exigencias del reino para convertirse en discípulo de Jesús. Este será el mensaje principal de los apóstoles tras Pentecostés.
El reino de Dios que Jesús anuncia, muy alejado del reinado de los poderosos que muchos ansían, solo será comprensible a los humildes y pequeños, no a los sabios y entendidos (cf. Mt, 25), así como será un enigma para los que no son discípulos de Jesús, como nos dirá San Pablo cuando nos habla de Cristo coronado en la cruz como escándalo para los judíos, necedad para los gentiles, pero para los llamados … un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1Cor 1, 23-24). Así es la cruz, el trono del rey coronado de espinas, que nos cuesta comprender a veces hasta a los mismos cristianos.
El reino de Dios que Jesús anuncia no es de este mundo, no viene imponiéndose de forma grandiosa, no aparece de forma fulgurante e inmediata como anunciaban los oráculos escatológicos del AT. El reino de Dios que Jesús anuncia va creciendo en el corazón de todo el que acoge su palabra. Es lo que expresa la imagen de la semilla que esparce el sembrador, o la de la levadura en la masa. Jesús busca la transformación del corazón, no la grandeza y apariencia. Por eso inicia su predicación de forma tan humilde entre los judíos de Palestina y no en las grandes ciudades. Nos muestra así el camino a seguir: la transformación personal de cada uno de nosotros que es lo que da vida al cuerpo (la comunidad, la Orden, la Iglesia), sea grande o pequeño. Si tenemos vida en nosotros, la vida del espíritu de Jesús, tengamos por cierto que contribuiremos a la vida de nuestra comunidad, de la Orden y de la Iglesia, seamos muchos o pocos.
El reino de Dios no solo se instaura de forma humilde y silenciosa, sino que ha de crecer en medio de la cizaña. No podemos esperar que nos pongan una alfombra roja en la vida si queremos seguir al Señor Jesús. No podemos soñar con que el Señor nos evite los problemas, las tentaciones y las adversidades. La semilla del reino ha de crecer en medio de las pruebas con la confianza del poder de Dios en medio de su pequeña grey. Es necesario que tengamos esto claro. A fin de cuentas, el reino de Dios está dentro de cada uno de nosotros, no en las situaciones que nos tocan vivir. Quien vive desde Dios, afrontará todo desde Dios que reina en él. Quien vive pensando que las cosas se tienen que adaptar a sus expectativas, sufrirá más de lo debido sin encontrar nunca descanso. No vivamos esperando la instauración de un reino que me haga confortable la vida humana y espiritualmente, sino dejemos que el Señor reine en nosotros permitiéndonos vivir todo desde la paz que da su presencia. La paz que radica en el corazón nadie nos la podrá quitar, a pesar del ruido externo que nos toque soportar. La paz que esperamos de fuera nos llenará de frustraciones, pues no siempre la tendremos. Igual sucede con la vida monástica. Se puede vivir desde lo profundo del corazón, dejando que Dios reine en nosotros, o podemos vivirla añorando situaciones ideales que no conocieron ni los monjes más santos ni las comunidades más ejemplares.
El reino de Dios exige que lo vendamos todo para hacernos con él, como el que encontró un tesoro en un campo. Quien no tenga esa actitud, quien no tenga esa determinación, nunca lo alcanzará, aunque lo vea de lejos. Y no olvidemos que el reinado de Dios solo se alcanza tras la resurrección, tras el paso de una vida entregada hasta el final. Es la paradoja del reino que Jesús nos trae y que nos cuesta tanto aceptar realmente en nuestras vidas: perder para ganar, servir para reinar, morir para vivir, ser el último para ser el primero, abrazar la pobreza para ser rico. Quizá desde la humildad alcancemos a comprender y lo deseemos de corazón.