Algo que todos deseamos es que nos dejen vivir en paz, que no se metan con nosotros ni nos compliquen la vida. Pues bien, quien desee ser discípulo de Jesús, el Señor le promete que le quitarán la paz y le pedirán la vida.
A veces perdemos la paz porque hay gente fisgona que le gusta meterse en todo, cotilleando y criticando la vida de los demás, corrigiendo a unos y a otros, como si se aburriesen consigo mismos. En ese sentido sí que merecemos que nos dejen en paz, que se nos respete. Es verdad que hay algunos que tienen la misión de enseñar y corregir, pues de lo contrario nadie contrastaría nuestras acciones y sería un caos la convivencia, pero no es el caso de los que se meten continuamente en la vida de los demás porque no encuentran suficiente atractiva la suya o se les hace insufrible la forma de ser de los otros.
La paz que no puede pretender el discípulo de Jesús es la paz acomodada del que no quiere complicarse la vida, del que solo trabaja para sí y lo suyo. Nadie nos obliga a seguir al Señor Jesús, pero si lo seguimos él nos avisa de que nos van a complicar la existencia, de que tendremos momentos difíciles, de que la gente no nos va a alabar siempre. Los de fuera nos pueden rechazar, pero también podemos sufrir dentro de la comunidad las incomprensiones y la guerra de los envidiosos, irascibles o desnortados. Tranquilos, nos dice Jesús, no pasa nada, eso entra dentro del plan de vida. El evangelio es como una catarsis que violenta las costuras del conformismo y del pecado, en el mundo en general y también dentro de nuestras comunidades. Nos dice Jesús: “No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él. Con estas palabras Jesús se hacía eco de lo dicho por el profeta Miqueas cuando anunciaba las consecuencias desastrosas de la maldad que estaba viviendo su pueblo y que iba a ser castigada con la invasión de Samaría. El Señor se queja a su pueblo de que le responda tan mal a todos los bienes que le ha hecho: “Pueblo mío, ¿qué te he hecho?, ¿en qué te he ofendido? ¡Respóndeme!”. Su pueblo se está portando de manera injusta e indolente: ¿Tendré que soportar crímenes, riquezas fraudulentas, medidas menguadas y vergonzosas? -les pregunta el Señor-. Sus ricos rezuman violencia, mentiras sus habitantes… Pues yo también he empezado a golpear, a destrozar, a causa de tu pecado… La gente fiel ha desaparecido del país, los justos, de entre los hombres… (Pues el hijo desprecia al padre, la hija se rebela contra la madre, la nuera contra la suegra. Los enemigos del hombre son los de su propia casa. Yo, en cambio, aguardaré al Señor, esperaré en el Dios que me salva). Este texto profético que describe la disgregación familiar consiguiente al olvido de Dios es empleado por Jesús para evocar la crisis escatológica que provoca su venida.
Estas palabras de Jesús pueden tener cierto peligro cuando se entienden de forma mundana, pues podemos justificar nuestra violencia e incapacidad de aceptación de los demás, imponiendo nuestro punto de vista como si de una actitud evangélica se tratase. Jesús no hace aquí sino constatar un hecho que sucede cuando se nos obliga a retratarnos, como se dice ahora, cuando nos obligan a tomar una opción, a elegir entre dos caminos. Cuando nos posicionamos ideológica o moralmente, es fácil que provoquemos rechazo en los que no opinan como nosotros, de ahí viene el enfrentamiento. El tibio no molesta a nadie, pero no sirve para nada, es irrelevante. Tomar postura no significa radicalizarse excluyendo o combatiendo al diferente. Significa que somos coherentes con lo que pensamos y con lo que hemos optado en la vida y no tememos dar testimonio de ello, aunque encontremos rechazo. La tolerancia que debemos tener no es tibieza. El tibio pasa desapercibido escondiéndose de todo, no da la cara para no provocar rechazo o que queden en evidencia sus incoherencias, e ingenuamente dice que busca la armonía entre los opuestos, pretendiendo mezclar el aceite y el agua como se mezcla ésta con el vino. El tolerante no esconde su pensamiento ni su opción de vida, aunque tenga que sufrir por ello, al tiempo que no trata a los que le agreden con la misma moneda, respetando al diferente.
La diferencia entre la violencia del pecado y la tensión que produce la vivencia del evangelio es que la violencia genera muerte y saca lo peor de nosotros mismos, desatando todas las pasiones y obnubilando la mente, mientras que la tensión provocada por una vida evangélica es mansa, combate el mal con el bien, la agresividad con la mansedumbre, generando vida cuando se toma conciencia del estado de ofuscación en el que podemos estar viviendo.
Ya el anciano Simeón dijo a la madre de Jesús cuando lo presentó en el templo siendo niño: “Éste ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción… para que se ponga de manifiesto los pensamientos de muchos corazones” (Lc 3, 34-35). Anunciando también a su madre María que una espada atravesaría su alma al tener que experimentar en sus carnes el enfrentamiento entre el mal y el bien, clavado finalmente en la cruz victoriosa. La mejor discípula de Jesús no iba a ser excluida de las consecuencias de la misión de su hijo.
Esa lucha entre la verdad y la mentira, entre las obras del buen espíritu y las del mal espíritu, la experimentamos constantemente en nuestras vidas. No nos dejemos engañar por los valores mundanos. Nos engañan porque tienen parte de verdad, pero nos alejan del evangelio. Hoy se cuestiona la abnegación o el dar la vida por los demás. Incluso se ridiculiza la visión de una madre que renuncia a su espacio por darse a sus hijos. Sin duda que tiene parte de razón, pues en aras de la igualdad no se admite que al hombre se le permita tener sus espacios propios y se mantenga la imagen de una mujer que ha de sentirse mal si se consiente un tiempo para ella. Hay que reclamar el derecho que tenemos al desarrollo personal o a nuestros tiempos de descanso. Pero no podemos desdeñar la invitación del evangelio y el ejemplo de Jesús.
No tenemos por qué intentar imitar su vida literalmente, ni imitarle en su predicación del evangelio hasta quedar exhaustos, ni pretender sufrir su pasión y cruz. Intentar hacer eso solo porque lo hizo Jesús podría llevarnos a vivirlo como una frustrante imposición y enfadarnos con nosotros mismos por no dejarnos un merecido espacio personal. Lo que sí debemos imitar es su amor al Padre, su deseo de Dios, su apertura a la Providencia y designio de Dios sobre su vida. Solo esa vivencia desde Dios y el deseo de él es lo que nos permitirá entregar nuestras vidas hasta el final sin sentir el enfado que siente el que cree que se la están quitando cuando no desea darla voluntariamente. No está en lo que hacemos, sino desde dónde lo hacemos y la motivación que tenemos para hacerlo. Los planteamientos teóricos tienen parte de verdad (esto tendría que ser así o asá), pero hay otras razones subjetivas y espirituales que pueden dar un sentido nuevo a lo que hacemos. Quien las tenga, que lo haga, aunque le critiquen, pero el que no las tenga, que se ahorre ese dar de mala gana, que solo le provocará enfado consigo mismo y no le valdrá de nada, pues, como nos dice San Pablo, Dios ama al que da con alegría y no de mala gana (2Cor 9, 7).
Por eso Jesús finaliza su discurso apostólico diciéndonos: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará”. No nos deja mucho margen para la interpretación, aunque siempre lo intentaremos para dulcificar el viaje.