Tras el episodio de Gadara, Jesús vuelve a embarcarse y regresa a Cafarnaúm, la ciudad que eligió para iniciar su acción evangelizadora tras las tentaciones en el desierto y la prisión de Juan el Bautista (cf. Mt 4, 12). Allí le presentan a un paralítico postrado en la camilla. Parece que no le dijeron más, ¿pero había necesidad de ello? Si presentan a un paralítico ante alguien que hace milagros, ¿para qué va a ser? Por eso Jesús les desconcierta al decirle simplemente: Tus pecados te son perdonados, mostrando otro tipo de preocupación. Probablemente alguno vería frustradas sus expectativas.
Esto me recuerda a dos lugares donde se apareció la Virgen: Lourdes y Fátima. Al primero van los peregrinos en busca de un milagro que los cure. El segundo, sin embargo, se caracteriza más por las conversiones interiores. ¿Sabéis cuál de los dos está más concurrido? Pues sí, efectivamente, Lourdes. Lo que denota claramente el interés principal del ser humano.
Por eso Jesús desconcierta. Parece estar más interesado por la salud del alma. Deja de manifiesto que lo más importante no es el milagro, sino la salvación que representa, la salud espiritual por la conversión y la fe, tema recurrente en Mateo. Pero, como diría el profeta, somos un pueblo de dura cerviz y no lo entendemos tan fácilmente, más interesados por el beneficio personal que por la transformación del corazón. Formamos una unidad corporal y espiritual de la que con frecuencia nos olvidamos. Por eso, la enfermedad o la adversidad suelen ser una ocasión para pararse y reconocer nuestra frágil situación (ahora el coronavirus que todo lo ha paralizado y puesto en crisis el bienestar…). Por eso, la enfermedad siempre ha resultado muy útil para tomar conciencia de nosotros mismos, de nuestra dimensión espiritual un tanto olvidada en medio del ajetreo de la vida. Al ser olvidadizos necesitamos pasar por esos momentos difíciles que siempre son un momento de gracia en los que el Señor nos dice: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”.
Para reflejar esa fuerza sanadora de Dios en la conversión personal, el evangelista Mateo nos relata seguidamente lo que tradicionalmente se ha interpretado como su propia vocación y conversión. Mateo es también un enfermo espiritualmente, es decir, un pecador, como si de un paralítico pegado a la mesa de los impuestos se tratase. También a él se dirige la palabra con autoridad del Señor: “Sígueme”, y también con él dicha palabra resultó eficaz: Él se levantó y le siguió. La llamada de Mateo es muy hermosa y aparece en ella el pensamiento de Jesús que nos abre a la esperanza y llena de confusión y enfado a los fariseos.
El judaísmo farisaico mantenía de forma estricta el principio de evitar todo contacto con gentiles y judíos que no observasen la Ley. En el caso de los recaudadores de impuestos, como Mateo, además eran vistos como traidores y opresores de su pueblo. Con ellos ningún rabino consentiría juntarse. No debemos pensar que Jesús tenía ganas de “tocar las narices” a los fariseos, pero estaba claro que no estaba dispuesto a dejar de hacer lo que creía era la voluntad de su Padre para no molestar a los que vivían atados por sus propias leyes humanas faltas de corazón. ¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?, preguntan los fariseos a los discípulos, que no a Jesús mismo. Pero éste los oye y, mirándolos a la cara, les responde con ese dolor que otras veces nos dijo que le provocaba su dureza de corazón: “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos”. Para concluir con un mandato: Aprended lo que significa: ‘Misericordia quiero, que no sacrificio’ (cf. Os 6,6). Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores”.
En ocasiones, nosotros mismos podemos caer en la trampa de hacer de los pobres o los pecadores una simple idea que debemos acoger como lo hizo Jesús. Pero en la práctica corremos el riesgo de vivir en el engaño de la apariencia, cuando el pobre y el pecador se presenta ante nuestros ojos de forma incómoda, probando nuestra paciencia, exigiendo que compartamos con ellos nuestros bienes a pesar de mostrarse a veces desagradecidos. Es entonces cuando nos olvidamos de las palabras de Jesús y buscamos mil excusas para no acogerlos ni ayudarlos, diciendo: no merecen ser ayudados, pues nos interrumpen el horario llamando a destiempo; nos alteran los planes de nuestra vida ordenada; mejor que los ayuden otros, pues nosotros es poco lo que podemos hacer; ellos se han buscado la situación en la se encuentran; etc. Y nuestro Maestro puede que nos mire con dolor por nuestra dureza de corazón y cómo tratamos de justificarla.
Jesús toma aquí un texto del profeta Oseas. El profeta que amaba con locura a su mujer adúltera y que estuvo dispuesto a recibirla de nuevo tras sus muchas infidelidades. El profeta que tras el anuncio de las calamidades que iban a venir por la invasión asiria, echaba en cara a su pueblo que sus golpes de pecho y anuncio de conversión era solo algo cosmético y ritual para evitar la catástrofe. Les decía: ¡Vuestro amor es como nube mañanera, como rocío matinal, que pasa!… Yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos. Y más adelante llegará a decir que el único sacrificio válido para Dios es la conversión sincera. Impresiona lo evidente que nos pueden resultar estas palabras y lo difícil que se nos hace también a nosotros tener esa mirada más profunda, más paciente, más celosa del bien de nuestro prójimo.
Los fariseos estaban más preocupados por el cumplimiento de las normas que se habían dado que por la salvación de la persona. O más exactamente, muestran una justicia autosuficiente que no les permite reconocerse verdaderamente enfermos, necesitados de ser socorridos. Creen controlar sus propias vidas y su dimensión religiosa. Se les ve más centrados en sí mismos que movidos por el celo y el amor de Dios. Y Jesús se lo hace ver con la imagen del médico y los enfermos. Es decir, que la sanación solo está al alcance de los que reconocen sinceramente su enfermedad, su pecado, no su justicia.
Una manifestación de que eso nos sucede a nosotros es el respeto humano y el tratar por todos los medios de que no se manche nuestra reputación. Es lo que hizo el mismo Pedro en Antioquía, apartándose de comer con los gentiles por respeto humano cuando llegaron algunos del grupo de Santiago (cristianos judaizantes), lo que, encima, llevó a otros a continuar con esa simulación. Por eso Pablo se le encaró, haciéndole ver su actuación poco acorde con el mensaje de Jesús (cf. Gál 2, 11-14).
Hermosa sentencia del Señor que debiéramos grabarnos a fuego. No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos. No tenemos excusa alguna para apartar de nuestra vida a un hermano enfermo. Así como la humildad abre todas las puertas, el reconocimiento de nuestros pecados nos hace dirigirnos a Dios para que nos sane.