El segundo mandamiento al que alude Jesús en el sermón de la montaña es el sexto del decálogo en su forma más original: No cometerás adulterio (Mt 5,27). También nos pide que lo vivamos en plenitud, es decir, de corazón, y no solo formalmente.
En la redacción del Decálogo en el libro del Éxodo se nos dice simplemente: No cometerás adulterio (Ex 20, 14). El Levítico expresa lo mismo (Lv 18, 20), pero lo desarrolla más prohibiendo las relaciones homosexuales, el incesto y muchas relaciones de consanguinidad o con los animales (Lv 18). El Deuteronomio vuelve a enunciar el decálogo con un escueto no cometerás adulterio (Dt 5, 18).
Sin duda, las primeras redacciones del Decálogo tuvieron que ser muy breves para recordarlo fácilmente. Eran las “diez palabras” que Dios dio a Moisés en el Sinaí y que luego se fueron explicitando y desarrollando. Pues bien, Jesús nos indica cómo ir más allá de la letra y las normas morales. No basta con hacer esto o lo otro, lo importante es educar el corazón y limpiar la mirada, pues miramos según es nuestro corazón: quien mira deseando, ya adultera en su corazón.
El deseo lo llevamos dentro de nosotros. Un deseo que en principio no es malo, pues se trata de un impulso vital que ayuda a garantizar nuestra existencia, pero al mismo tiempo puede ser causa de nuestra perdición si domina nuestra voluntad. Lo que nos atrae nos puede beneficiar, pero solo si lo tomamos con medida y oportunamente, sin dañar a otros ni hacernos daño nosotros.
La satisfacción inmediata del deseo es muy tentadora, pues produce una rápida gratificación que nos lleva a olvidar sus secuelas. Por eso se vende tan fácilmente el anuncio actual que dice: “No te prives de nada, te lo mereces”, “satisface tus deseos y serás feliz”, etc. Tras ello nos presentan las cosas que supuestamente necesitamos para ser felices y que debemos comprar para hacer felices a los que las venden, aunque esto último lo omiten. Hay que estar muy atentos con aquel que te dice: ¿por qué no haces eso, si no está mal?, y al mismo tiempo tiene algún tipo de interés.
El adulterio es un atentado contra lo más querido de mi prójimo deseándolo para mí. Quitar algo a alguien es privarle de un bien material. Pero apropiarse de su ser más querido afectivamente es atentar contra su vida. La experiencia nos da muchos ejemplos de desastres personales por este motivo. Por eso se le da tanta importancia al adulterio. Son tan graves sus consecuencias que hay que extirpar ese mal en su raíz, es decir, en el propio corazón, evitando que eche raíces.
La exigencia es tan grande que el Señor nos dice que es preferible amputar aquello que nos puede llevar a pecar que no ser condenados. Cuando nos dice que es preferible sacarnos un ojo o cortarnos una mano si nos induce al pecado nos está expresando la importancia de erradicar ciertos pecados y la determinación que hemos de tener en nuestra conducta. Como cuando habla de los que escandalizan a uno de los más pequeños que más les valdría que les colgasen una rueda de molino al cuello y los tirasen al mar (Mt 18,6). Son expresiones duras que nos invitan a tomar conciencia de la gravedad de nuestros actos y la firmeza que debemos tener, no fijándonos en la posibilidad de sacarnos un ojo, pues si solo nos sacamos un ojo podemos pecar lo mismo con el otro.
Este mandamiento engloba toda la dimensión afectivo-sexual. Por eso está en relación con nuestra fidelidad, sabiendo que toda relación humana se sostiene en la fidelidad y la lealtad. El impulso sexual es un instinto animal que todos tenemos, pero también refleja nuestra forma sexuada de relacionarnos, siendo la forma corporal más expresiva de la relación íntima entre dos personas. Se trata de una relación personal. Los animales copulan, mientras que las personas se relacionan. En la prostitución no hay relación. El adulterio rompe la relación peculiar del matrimonio, porque rompe la fidelidad. Cuando el Señor nos dice en este punto que más nos valdría arrancarnos un ojo o una mano, nos está diciendo que es mejor perder un miembro corporal que la relación afectiva íntima que se tiene con otra persona. Con el tiempo todo se puede deteriorar, pero hemos de estar dispuestos a perder lo menos para proteger lo que es más importante.
Nuestra relación con un objeto no va más allá del uso interesado que podamos hacer de él. Por eso, cuando se estropea y envejece, lo tiramos. Eso no sucede con la relación interpersonal. Entre las personas no solo existe interés, sino también donación. Es un dar y recibir que supone generosidad, paciencia, entrega, acogida desinteresada. Cuando una relación se fundamenta en el amor mutuo hay que protegerla con mimo, evitando todo lo que la pueda poner en peligro, hasta cortarnos un miembro si fuera necesario, pues el amor tiende a ser algo definitivo, no pasajero.
Hay una necesidad muy profunda en nosotros de ser amados incondicionalmente. Desde niños tendemos a agradar para obtener el amor de los demás, pues sin él no podemos vivir. Pero cuando nos sentimos amados incondicionalmente, cuando nos sorprendemos haciendo cosas poco amables y somos amados igualmente, cuando experimentamos que se nos ama siempre a pesar de nuestros olvidos y torpezas, entonces nos sentimos vivos, sentimos nuestro valor intrínseco y se despierta el amor en nosotros hacia la persona que nos ama. Es tan valioso ese don que no se puede poner en peligro.
Nuestra necesidad de ser amados revela el vacío profundo que habita en nosotros. Un vacío que para algunos es fuente de desesperación, para otros es motivo de búsqueda equivocada en las adicciones o en relaciones torpes que no son más que un tenue reflejo del amor, para otros es causa de anhelo por llenarlo de cualquier forma con todo tipo de cosas materiales, mientras que para otros es una ocasión para ir edificando el amor en sus vidas, entregándola y acogiendo el amor que perciben de los demás.
La atracción que podemos sentir por la otra persona, bien por su físico, por su inteligencia, por su gracia o por sus cualidades no puede ser sino la puerta que nos lleve a una relación más profunda. Es lo que sucede en el matrimonio, en la amistad y en la misma vocación a una vida consagrada. Quien se queda en la imagen inicial, pronto entrará en crisis, pues la hermosura, como todo lo demás, pasa. De poco sirve vivir añorando un flechazo inicial que ya no existe. Sucede en nuestra vida monástica y en todo otro estado de vida. De ahí la importancia vital de consolidar la atracción primera con un amor más profundo y fiel, de ser conscientes de nuestro cuerpo y de nuestros deseos primarios para buscar una relación consolidada en el amor entregado hasta dar la propia vida.
Los esposos se prometen fidelidad en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad. Fórmula muy expresiva como aviso a navegantes si se desea profundizar en el amor, lo que también sirve en la vida consagrada. La fidelidad es un modo de ser, un estilo de vida, como dice el papa Francisco. La fidelidad embellece una vida en relación, pero nuestra fidelidad solo se puede mantener con la contagiosa fidelidad de Dios cuando la experimentamos en nosotros. “Una fidelidad que puede borrar en nosotros un corazón adúltero y darnos un corazón fiel” en la donación completa de nosotros mismos.
Tan importante es nuestra fidelidad que, cuando la rompemos, no solo nosotros cometemos adulterio, sino que, como nos dice Jesús, inducimos al otro a que también lo cometa. Y para salvaguardar la fidelidad y el amor verdadero en la relación interpersonal la Iglesia ha desarrollado este mandamiento como una maduración en la sexualidad, afectividad y castidad, sin lo cual no se podrá dar una relación personal verdaderamente madura en el amor por no haber logrado la integración personal y el dominio de sí.