LA OBEDIENCIA MUTUA
(RB 71-01)
El presente capítulo es uno de los más hermosos de la RB: la obediencia mutua. Es un paso más en las relaciones fraternas. No basta con evitar las fobias que nos pueden llevar a condenar a los hermanos, ni poner freno a las filias que nos empujan a salir en defensa de los que apreciamos sin suficiente discernimiento, tal y como nos decía San Benito en los capítulos precedentes (“Que nadie se atreva a pegar a otro arbitrariamente”. “Que nadie se atreva a defender a otro cuando se le está reprendiendo”). Ahora de lo que se trata es de dar un paso más obedeciéndonos los unos a los otros como expresión de un amor sincero que viene de Dios.
El capítulo anterior de la RB concluía con la sentencia evangélica: No hagas a otro lo que no quieres que hagan contigo. Nos cuesta mucho ver a los demás con ojos clarividentes, desde el corazón de Dios. Siempre los juzgamos según el agrado o desagrado que nos provocan sus actuaciones. Por eso San Benito, siguiendo el mandato del Señor, nos invita a entrar en nosotros mismos y tratar a los demás como queremos que nos traten a nosotros. ¿Y por qué necesitamos entrar en nosotros para poder valorar a los demás en su justa medida? Dentro de nosotros está lo que San Agustín llamaba el “Maestro interior”. Dios está en todos y en todo, pero no seremos capaces de descubrir eso si no nos adentramos en nosotros, si no escuchamos el latido del propio corazón donde Dios nos está hablando. Vivimos demasiado hacia el exterior y por eso no somos capaces de ver lo que miramos. Si no somos capaces de descubrir lo que realmente somos nosotros mismos, si a lo más que llegamos es a analizar lo que hacemos, ¿cómo vamos a ser capaces de descubrir lo que son los hermanos y las cosas y tratarlos según lo que son y no según lo que hacen?
Si queremos avanzar, necesitamos ver. A los niveles espirituales más elevados no se llega por simple voluntarismo. La voluntad sirve para el cumplimiento de las normas que facilitan la convivencia y nos evitan peligros innecesarios. Pero si queremos avanzar más, necesitamos ver, pues todos nos sentimos más movidos por lo que vemos que por lo que nos dicen o nos mandan. Quien ve, ama lo que ve cuando es amable, mientras que no podemos amar del mismo modo lo que sólo conocemos por lo que otros dicen que han visto. Y esa visión o conocimiento que nos proporciona el Maestro interior es algo que se recibe en el silencio de la escucha. Quizá nuestro trabajo sólo sea el hacer silencio interior, sin pensar nada, ni siquiera cosas espirituales, salvo en los momentos en que nos ponemos a ello positivamente para alimentar nuestra inteligencia. Esto pudiera parecer erróneo a alguno, pero es lo que nos dice San Benito al prohibir hablar siquiera de temas espirituales: Dada la importancia que tiene la taciturnidad, raras veces recibirán los discípulos perfectos licencia para hablar, incluso cuando se trate de conversaciones honestas, santas y de edificación (RB 6, 3), siguiendo la enseñanza del profeta cuando nos dice: Enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aún de cosas buenas (Sal 38).
Al dar nosotros importancia a la comunión, para lo que vemos eficaz la comunicación, miramos con recelo ese valor del silencio. Pero, sin embargo, es imposible aprender del Maestro interior si no hacemos silencio para escucharlo. Ese silencio es por sí mismo formativo y aumenta la sensibilidad para captar su presencia en uno mismo, en los demás y en todas las cosas, en definitiva, nos abre los ojos espirituales. El Maestro interior es el Espíritu de Dios que está presente en todos los seres creados y, de una forma peculiar, en los que estamos hechos a su imagen y semejanza. Por eso, cuando nuestro silencio busca centrarse simplemente en aquello que estamos haciendo, como si eso fuese lo más importante del mundo en ese momento, sea hacer un cocido, atender un huésped, lavar una camisa, limpiar el polvo, etc., entonces se nos van abriendo lo ojos y descubrimos que Dios está en todo y en todos. Si Santa Teresa nos decía que Dios anda entre los pucheros, o San Benito que debemos tratar las herramientas como vasos sagrados, es que ellos supieron ver la presencia del Espíritu de Dios en todo eso. No sólo que Dios anda en medio de todo ello, sino que Dios está ahí y de alguna forma “es” en todo lo que ha creado.
Cuando somos capaces de acallar la mente, quizá valiéndonos de cosas tan simples como contar las respiraciones una y otra vez o repitiendo una o dos palabras significativas, tomando conciencia de nuestro cuerpo, nos preparamos a vivir cada momento con intensidad, sin evadirnos con la mente de aquello que estamos realizando. Eso nos ayuda a estar donde estamos en cada momento. Entonces, cuando somos capaces de ver la importancia de las cosas que tenemos entre manos, de la persona que tenemos delante y con la que nos relacionamos como si en ese momento no hubiese otra cosa más importante en la vida, es entonces cuando reina la armonía a nuestro alrededor y se respira un profundo respeto por uno mismo como portador del Espíritu, por los demás como portadores de ese mismo Espíritu de Dios, y por todas las cosas, por objetos muy viles que parezcan, al saber que el Espíritu del Señor lo abarca absolutamente todo y todo ha salido de las manos de Dios.
Nuestro género de vida nos facilita mucho el poder avanzar en todo esto. Sucede en los momentos de oración, que no son para meditar discursivamente o dedicarnos a pedir y pedir. En ellos debemos acallar la mente y el espíritu en un silencio contemplativo que se sabe en presencia de Dios, sin pensar, sin desear, simplemente estando y alabando con nuestra presencia en adoración y escucha. Sucede en el silencio de la jornada que nos facilita el continuar ese silencio interior en relación con las cosas, haciendo lo que estamos haciendo en nuestro propio trabajo, escuchando al Maestro interior en las cosas creadas por poco valor que puedan tener, pues no se trata de hacer o valer, sino de descubrir lo que son. Sucede en el vivir en comunidad, que nos empuja a la comunión, viendo a los demás como portadores del Espíritu, “espíritus corporeizados”, que reclaman nuestro respeto total al escucharlos, al dirigirles la palabra, al servirles en la mesa o en nuestros cargos, etc. Las normas de urbanidad nos dicen cómo hay que comportarse y tratar a los otros, pero muy frecuentemente nos olvidamos de ellas por estar un poco idos. Pero cuando alcanzamos a ver a los demás como lo que verdaderamente son, entonces la exquisitez en el trato aparece de forma natural, el servicio a los hermanos ya no se hace desde la comodidad personal, sino como el que sirve al mismo Señor.
Es entonces, cuando nos habremos dejado enseñar por ese Maestro interior en el silencio, cuando empieza a crecer la armonía en la casa de Dios, cuando aprendemos lo que es vivir el amor auténtico que sabe mirar con benevolencia (desear el bien) a los demás, sin quedarse en simple camaradería o sentimientos de bienestar afectivo que tienen mucho de egoísmo personal.
Ya sabéis que obedecer significa escuchar. Obedecemos lo que escuchamos, y no simplemente oímos. Escuchar es acoger en el corazón lo que se oye, así como ver es darse cuenta de lo que miramos. Sólo vemos o escuchamos en la medida en que esté afinado nuestro ojo y nuestro oído. Cuando el Maestro interior nos lo afina, entonces sí que podremos ver y escuchar a los hermanos desde lo que verdaderamente son. Entonces el mandato de San Benito de obedecernos los unos a los otros se transforma en algo que va más allá de una mera norma que debemos seguir por voluntarismo, se transforma en algo que brota de un corazón “enseñado”, capaz de ver y escuchar, esto es, de obedecer. Somos más responsables de nuestra omisión que de nuestros actos, pues actuamos normalmente según lo conscientes que somos. Somos más responsables de no haber querido aprender que de errar por no saber. El Maestro interior está deseoso de enseñarnos. Predispongámonos a escucharlo y obedecerlo.