LOS SACERDOTES DEL MONASTERIO
(RB 62)
El capítulo 60 de la Regla nos habla de los sacerdotes que desean ingresar en el monasterio, mientras que el presente capítulo 62 se refiere a los sacerdotes que ya están dentro del monasterio o han sido ordenados ahí. Aunque San Benito se muestra un tanto cauteloso frente al sacerdocio en la vida monástica, reconoce que son más los beneficios que tal hecho puede reportar a la comunidad, por lo que los admite dejando claro su puesto entre los hermanos. Y no sólo son admitidos por su utilidad, sino que se reconoce en ellos un don de Dios, que llama a quien quiere, como quiere y cuando quiere. La comunidad a la que se dirige la Regla no está clericalizada, pero no se blinda contra los clérigos.
Tanto en el capítulo 60 como en el 62, se ve claramente que el temor que subyace frente al sacerdocio es la vanidad humana que puede conllevar. Es algo que ya temía el monacato primitivo en la simplicidad de sus formas. Es algo que quiere prevenir San Benito. Pero también es algo que le puede suceder a cualquiera de nosotros en otros muchos aspectos de la vida.
San Benito quiere que al entrar en el monasterio renunciemos absolutamente a todo, pues “no nos pertenecen ni nuestros propios cuerpos”. ¿Pero qué es lo que realmente suele suceder? Mientras no tenemos nada es fácil no poseer. Cuando en el monasterio renunciamos a toda propiedad, cuando hay que pedir permiso incluso para recibir un regalo –según San Benito-, cuando se nos cambia las ropas que traíamos por las del monasterio poniéndonos el hábito, cuando todo es común, difícilmente podemos vanagloriarnos de algo. El mayor peligro surge cuando adquirimos otro tipo de bienes que no se pueden guardar en armarios comunes. Es claro que cuando se hace “carrera”, civil o eclesiástica, se empiezan a poseer unos bienes que podemos llegar a pensar que son propios, o al menos comportarnos como si los fueran. No es extraño que cuando uno se ve con cualidades o conocimientos se crea superior al que no los tiene, pudiendo introducirse en el corazón el deseo de hacer la propia voluntad e imponer sus criterios. En tiempos de San Benito eran muy pocos los que podían tener posibilidad de llegar a creerse algo -aunque la vanidad humana es tan necia que nos podemos llegar a pavonear de las mayores simplezas-, por lo que el sacerdocio sí que podía presentarse como un peligro real y frecuente. Hoy día ese temor se podría extender a otros muchos campos, siendo tan sutil que no nos damos cuenta de su presencia en nosotros mismos. A todos nos podrían preguntar alguna vez: “Amigo, ¿a qué has venido al monasterio?”, sobre todo si se nos ha dado algún tipo de autoridad, se ha tenido oportunidad de recibir una mayor formación o se tienen algunas cualidades especiales.
Por eso conviene no perder de vista el origen donde radican las prevenciones de San Benito, máxime cuando pudiera darse que algunos que han ocupado lugares de responsabilidad en la Iglesia pueden llamar al monasterio estando dispuestos a ocupar el último lugar, buscando a Dios en el silencio. Lo que interesa no es lo que tenemos, sino lo que somos, lo verdaderamente importante es la actitud del corazón. Si en el monasterio no nos pertenece ni nuestro propio cuerpo, ¿cuánto menos nos van a pertenecer nuestras cualidades, nuestras licenciaturas o nuestro propio sacerdocio? Todo es para el bien común. Y como dice el P. Denis Huerre: “La vocación monástica de un sacerdote es un misterio que se ha de respetar y que puede darnos luz sobre la profundidad del sacerdocio y sobre lo esencial de la vida monástica. La comunidad, que tiene derecho a esperar del sacerdote la humildad, también con humildad y amor debe acogerle”.
El tema del sacerdocio en comunidad queda iluminado cuando lo que nos mueve es una visión amplia y sosegada de nuestro ser de Iglesia. Cada cual es libre de responder a una vocación personal. El Espíritu Santo es también libre para distribuir sus dones como crea conveniente. Lo importante es no hacer lo que consideremos más útil para nosotros, sino para los demás, sabiendo descubrir en ello la llamada personal. Como los dones de Dios son para el bien común, la necesidad de un don en la comunidad puede ser signo de una llamada personal. De ahí que San Benito le dé tanta importancia a la petición del abad para que uno de los hermanos desempeñe el servicio sacerdotal en el seno de la comunidad: Si un abad desea que le ordenen un presbítero o un diácono, elija de entre los suyos a alguno que sea digno de ejercer el sacerdocio. Pero el ordenado evitará la vanagloria y el orgullo, y no se atreverá a hacer nada sino lo que le manda el abad, consciente de que ha de estar mucho más sujeto a la observancia regular. Ni olvide, con el pretexto del sacerdocio, la obediencia a la Regla y la observancia, sino que avance más y más hacia Dios. Ocupará siempre el lugar que le corresponda por su entrada en el monasterio, a excepción del ministerio el altar y del caso posible de que la elección de la comunidad y la voluntad del abad quisieren promoverle en atención al mérito de su vida. Debe saber, no obstante, que ha de observar la norma establecida para los decanos y los prepósitos. Si se atreve a obrar de otro modo, no se le juzgue como sacerdote, sino como rebelde. Y si amonestado muchas veces no se corrige, se tomará por testigo al propio obispo. Y si ni así se enmendare, siendo sus culpas manifiestas, expúlsenlo del monasterio; si es que su contumacia es tal que no quiera someterse ni obedecer a la Regla.
La petición que el abad hace al monje puede ser signo de una llamada de Dios. Y el hecho de que se le pida a un hermano y no a otro no debe entristecer a los demás. Nadie es merecedor de un carisma. Si nos sentimos tristes porque no se nos ofrece a nosotros, quizá la soberbia esté llamando a nuestra puerta, no por la vanagloria de lo que tenemos, sino por el sueño de lo que no tenemos.
No es cuestión de poder, sino de servicio, por lo que insiste San Benito en recordar cuál debe ser la actitud del que recibe ese don, como lo hace con el abad al que le recuerda que le corresponde más servir que presidir, o cuando se dirige al prior o al cillerero avisándoles que no deben hacer nada sin permiso del abad. Todo don recibido es para ponerlo al servicio de los demás y no para nuestro propio servicio. Del mismo modo el ordenado evitará la vanagloria y el orgullo, y no se atreverá a hacer nada sino lo que le manda el abad, consciente de que ha de estar mucho más sujeto a la observancia regular. Ni olvide, con el pretexto del sacerdocio, la obediencia a la Regla y la observancia, sino que avance más y más hacia Dios.
El ejercicio de su sacerdocio ministerial lo debe desempeñar según las directrices del abad, sin tener por ello ningún derecho. Si el abad le promueve dentro de la comunidad, será, ante todo, por el mérito de su vida, no por su sacerdocio. Pero si su comportamiento es malo y no se enmienda, no se ha de tener en cuenta su sacerdocio y se le debe expulsar del monasterio. Está claro que a San Benito lo único que le interesa es la actitud del corazón, no las apariencias ni los dones recibidos. Lo importante no es lo que tenemos, sino lo que somos. No son nuestros títulos, sino la bondad del corazón. No es lo que Dios nos da, sino lo que nosotros le devolvemos. No es lo que sabemos, sino lo que vivimos. No es lo que nos sucede, sino cómo respondemos ante todo lo que nos sucede.
El sacerdocio ministerial es un carisma para santificar a los demás, pero por sí mismo no santifica al que lo recibe. El que entra en el monasterio habiendo sido presbítero en una comunidad cristiana tiene el peligro de mantener las actitudes aprendidas (enseñar a los demás, liderar la comunidad, tener la última palabra,…), pues todos tendemos a mantener las cosas aprendidas de jóvenes. Un signo de vocación es ver su capacidad para cambiar esas actitudes en el monasterio, pues de lo contrario no podría vivir en una comunidad monástica al estilo que nos propone la RB, haciendo el ejercicio de vaciamiento personal para poderse llenar de un espíritu nuevo. No podemos ni debemos desprendernos de lo que somos ni de nuestro pasado, pero sí debemos hacer un ejercicio de vaciamiento del propio yo para poder ser transformados. Quien entra en una comunidad monástica ha de estar dispuesto a dejarse hacer por la comunidad, a dejarse transformar por la escucha de la palabra de Dios y a ponerse bajo una regla y un abad.