LA ACOGIDA DE LOS MONJES FORASTEROS
(RB 61-02)
En la acogida a los nuevos candidatos, San Benito se comporta de forma diferente según los diversos tipos. Los casos ordinarios deben ser formados en la disciplina monástica al amparo de un maestro, después de haber sido probados antes de entrar. Los niños no son probados, sino simplemente aceptados y después educados. Los sacerdotes no son probados en la puerta, pero sí aceptados con reparos y muchas advertencias, avisándoles que también ellos deben cumplir la Regla como los que más, e igualmente se les debe formar en la vida monástica. Los monjes que vienen de otros lugares, sin embargo, no son probados ni advertidos ni formados, simplemente hay que observar su comportamiento. La primera señal de que pueden ser admitidos a comunidad es que se “sientan contentos” con lo que ven.
Estar contentos con lo que vivimos y con lo que nos rodea es una buena señal de autenticidad. La crítica continua y la no integración son malas señales. Cuando uno se queja de todo y todo le sabe mal -lo que dicen o hacen los demás, sus formas de ser o sus pequeñas manías- nos debe poner sobre aviso. Pero si uno se siente contento con los hermanos de comunidad aunque le incomoden sus defectos, si está a gusto consigo mismo a pesar de las debilidades, si está contento con la vida comunitaria en sus momentos buenos y malos, entonces es signo inequívoco que goza de buena actitud interior. Sólo se está contento cuando las cosas tienen un sentido positivo para nosotros, cuando sabemos que todo es gracia y lo vemos como una acción de Dios en nuestras vidas. El sentirnos contentos con la comunidad, con los hermanos que desempeñan los distintos cargos comunitarios, con nuestra liturgia, con la misión que nos encomiendan, con las obligaciones de cada día, etc., no significa que todo ello nos satisfaga plenamente, sino que estamos contentos porque lo apreciamos y queremos, aunque tratemos siempre de mejorar. El sentirse contento va unido al sentir algo como propio. Nadie desprecia su propio cuerpo ni lo juzga severamente cuando ve un defecto en él. Si alguien no siente la comunidad como propia, ni las cosas que en ella se realizan como algo que le pertenece, entonces estará triste, una tristeza motivada por la impotencia, la envidia, los recelos, o cualquier otra pasión… Pero cuando lo sentimos como propio, entonces nos surge inevitablemente una actitud positiva, resaltando lo bueno, no sintiendo envidia por los “éxitos” de los hermanos, ya que los consideramos como propios, y, si las cosas van mal, trabajamos por mejorarlas en un clima de paz.
Pero para sentirnos contentos con lo que vivimos también tenemos que trabajar por crear un ambiente propicio. Nada cuesta ser amables los unos con los otros, evitando las palabras frías y las actitudes distantes. Nada cuesta evitar las formas bruscas que pueden herir. Nada cuesta animar y alabar cuando sea preciso al que actúa bien. Ayuda mucho el ser paciente con las impertinencias ajenas, en los momentos delicados, en los momentos en los que la tensión pueda aparecer entre los hermanos. La paciencia es una herramienta de gran utilidad para mantener un clima donde todos podamos sentirnos contentos de vivir juntos. Decía un abad: “Prefiero tener paciencia durante tres días, que hacer algo irreparable a causa de una palabra espontánea y dura”.
Es por esto que San Benito da tanta importancia a fijarse cuál es el comportamiento del monje forastero que viene al monasterio. No sólo se trata de que él se sienta contento, sino también de que sus actitudes contribuyan a mantener ese clima fraterno en la comunidad. ¿Y cómo se sabe? Nos dice: Pero si durante su estancia como huésped se ha comprobado que era exigente o vicioso, no sólo no deben incorporarle al monasterio, sino que incluso se le dirá con delicadeza que se vaya, para que su miseria no corrompa también a los otros. Pero si no es tal que merezca ser despedido, no sólo se le admitirá a formar parte de la comunidad si él lo pide, sino que incluso le convencerán para que se quede, con el fin de que los demás aprendan con su ejemplo y porque en todas partes se sirve a un mismo Señor, se milita para un mismo rey. Y si el abad ve que lo merece, podrá colocarle en un lugar un poco superior. Y no sólo a un monje, sino también a los que pertenecen al orden sacerdotal y clerical de que hemos hablado, podrá el abad ascenderlos a un grado superior al que les corresponde por su ingreso, si ve que su vida lo merece.
En primer lugar pide observar si es vicioso. Si es así, es que no busca sinceramente a Dios y puede hacer daño en la comunidad. También hay que ver si es exigente. Esta actitud suele ser más acusada en los que entran con una cierta edad. Cuando uno ya está hecho le cuesta más empezar un camino con actitud receptiva, dejándose enseñar. Su estilo de vida -a veces comodón-, o simplemente su experiencia pasada, le lleva a juzgar y comparar con frecuencia. Esto no es malo en sí mismo, pues surge como un movimiento reflejo, pero si no se supera, si no se cultiva la actitud receptiva, es imposible que aprenda y vea a la comunidad como algo propio, como la madre que le transmite una nueva vida. Entonces todo serán exigencias y críticas, que lo que esconden es un no dejar de mirarse a sí mismo, un no querer morir para nacer acogiendo a los otros como son.
Y añade San Benito: porque en todas partes se sirve a un mismo Señor y se milita para el mismo rey. Ciertamente que no necesitamos irnos muy lejos para servir al Señor, simplemente basta con descubrir su presencia en la comunidad en que nos encontramos, en los hermanos que nos rodean y en las circunstancias que nos tocan vivir. Entonces sí que desempeñaremos nuestro servicio con alegría, viendo en el servicio humilde a los demás el servicio al mismo Cristo. Cerrarnos dentro de nosotros mismos buscando el propio provecho nos cierra al amor, lo que termina por producir tristeza por una vida que se pierde al haber pretendido conservarla. No hay mayor alegría que la de una vida donada a los hermanos, aunque suponga alguna renuncia en nuestra realización personal. Esta alegría brota en el corazón del hermano que se da y en el corazón de la comunidad que se siente gozosa por el hermano que ha sabido darse a los demás sin reservarse para sí mismo.
Esta apertura al servicio pronto no basta con hacerla dentro de los muros del monasterio. La comunidad en cuanto tal debe saberse abrir a las demás comunidades y a las personas que llaman a nuestra puerta, sin renunciar a nuestra vocación monástica. Una comunidad que se repliega en sí misma buscando sólo cubrir sus propias necesidades, es una comunidad que se va muriendo. Una comunidad que no es sensible a las necesidades de las otras comunidades ni ve qué es lo que Dios le puede pedir a través de los que llaman a nuestra puerta, es una comunidad autocomplaciente y estéril.
Finalmente, San Benito recuerda la lealtad que debe haber entre las comunidades monásticas: Guárdese, no obstante, el abad de admitir alguna vez para quedarse a un monje de otro monasterio conocido sin el consentimiento de su abad y sin una carta de recomendación, porque está escrito: “Lo que no quieres que te hagan, no lo hagas a otro”.
El abad no debe recibir a un monje de otro monasterio sin el consentimiento de su abad, para cumplir así el mandato del Señor. Quien recibe a un monje forastero sólo porque lo considera bueno y útil para su comunidad, no actúa con gratuidad ni está movido por el espíritu del Señor. Esto mismo podemos decir a la hora de acogernos los unos a los otros y valorar el servicio que nos prestamos mutuamente. A veces nos aprovechamos de los demás, sin pararnos a pensar qué es lo más provechoso para el hermano. Las cosas que hacemos en nuestros cargos son importantes para la comunidad, no cabe duda, pero también son un motivo de autorrealización personal y ejercicio de poder. Es por eso que debemos estar muy atentos a no anteponer las cosas a las personas, la buena realización del cargo que se nos ha encomendado a los hermanos que trabajan con nosotros. Así como los “diamantes de sangre” son una joya deplorable, así las obras que se realizan hiriendo a los hermanos no están realizadas según Dios, por muy satisfechos que nos dejen cuando están bien terminadas.
Igual sucede en nuestras relaciones comunitarias de toda índole cuando anteponemos el saber a la sabiduría. El saber sin la sabiduría no es grato a Dios ni a los hombres. Uno que quería pasar por sabio preguntó a Jesús sobre el mayor de los mandamientos, a lo que Jesús respondió: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y a tu prójimo como a ti mismo; en estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas. Y en otro lugar nos recuerda que si al realizar lo más sagrado, como es llevar la ofrenda al altar, nos acordamos que algún hermano tiene algo contra mí, debemos dejar la ofrenda e ir primero a reconciliarnos con el hermano. Saber lo sabemos porque lo hemos escuchado, pero necesitamos la sabiduría para realizarlo. ¡Cuántas veces nos ofuscamos en las relaciones fraternas que nos resultan difíciles parapetándonos en la “verdad” -o mi verdad que equiparo a la verdad- para no actuar con sabiduría! ¡Cuántas veces tratamos de imponer nuestros criterios envolviéndolos en una supuesta verdad que olvida el mandamiento del Maestro!
No antepongamos nada al amor concreto a los hermanos y a la comunidad y viviremos sabiamente sin hacer daño.