En el camino de la oración pasamos por momentos diversos, experimentando variedad de sentimientos, actitudes o deseos. Unas veces nuestra oración es más meditativa, otras más vocal o, por el contrario, más silenciosa. En ocasiones estamos más centrados, mientras que en otros momentos nos distraemos más. A veces resulta más afectiva o, por el contrario, parece que nos aburre. Lo importante es que nunca la dejemos ni perdamos el objetivo principal que no es otro que el amor de Dios. Un amor que va más allá de cada situación concreta que vivimos, como si nos invitara a adentrarnos en la nada para experimentar el todo, encontrándolo donde parece que no se encuentra, ya que ni lo vemos ni lo sentimos.
Esa experiencia del todo donde no apreciamos nada va purificando y transformando el propio amor. Primero tomando conciencia de lo alejados que estamos, es decir, de nuestras infidelidades y pecados, viniéndonos todos a la mente de una forma tan clara como dolorosa, impactando más el dolor que han dejado en nosotros que el pecado concreto que lo provoca. Si a veces se acude al sacramento de la reconciliación para lavar las culpas y seguir caminando con un traje limpio, aquí se experimenta el dolor de las propias faltas que puede tentarnos con la desesperación, sintiéndonos abrumados por la hondura del propio pecado.
Es precisamente esa experiencia la que nos va purificando y limpiando psicológica y espiritualmente, pues la gracia ya actuó desde el inicio por los méritos de Jesucristo. Es la cualidad del desierto, del destierro y del despojo al que no debemos temer, por duro que resulte, sabiendo que no se puede vivir en la luz sin ver las manchas.
En ocasiones esta experiencia se hace muy penosa, deseando volver los ojos a la situación anterior de pecado para encontrar alivio en los placeres sensibles, pues el vacío interior se hace insoportable. Pero si se persevera, se experimenta cómo el dolor y la oscuridad van purificando y sosegando el alma, pues no se trata de un dolor de muerte, sino de sanación. Entonces la nada se contempla como presencia de Dios, así como se toma conciencia de nuestra naturaleza de pecado más allá de este o aquel pecado concreto.
Eso es así porque el conocimiento de Dios va más allá de todo conocimiento intelectual e, incluso, espiritual, como nos diría San Juan de la Cruz al explicarnos el verso: “Salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada” (Noche, libro 2, cap. 14, 1). Los sentidos corporales no tienen capacidad de conocer a Dios, y dicho conocimiento supera incluso el que nos puede venir por los sentidos espirituales. Sabemos que algo es de carácter espiritual porque al percibirlo constatamos que no lo hacemos con los sentidos corporales. Pero, al mismo tiempo, observamos que los sentidos espirituales tampoco son capaces de comprender la realidad de Dios que va más allá de todo lo creado. Por eso muchos contemplativos se han acercado a la realidad de Dios negando lo que en realidad no es, antes que afirmando nada de él, como decía Ps. Dionisio Areopagita: “El conocimiento más divino de Dios es el que conoce por el no-conocer”. “Rogamos que también nosotros podamos adentrarnos en esas tinieblas luminosas y renunciando a toda visión y conocimiento podamos ver y conocer al que está por encima de toda visión y conocimiento por el mismo hecho de no ver ni entender -pues efectivamente esto es ver y conocer de verdad-” (Teología Mística, 2). Ese conocimiento deja al alma sin palabras, haciéndola exclamar cuando vuelve a su vida cotidiana: ¡Nada! Nada se parece a lo Inefable conocido, ante lo cual más vale callar, si no negar.
De ahí la invitación que nos hace a subir al Monte Sinaí, como un siglo antes que él nos propusiera San Gregorio de Nisa en su Vida de Moisés. Subir para dejar atrás los sentidos e, incluso, el mismo entendimiento (cf. Teología Mística, 4 y 5). Quien sube se adentra en la nada y oscura luz de Dios. Si el que desciende busca hablar de eso, lo hará con un lenguaje tan entendible a los sentidos como lejano de la Verdad que trata de comunicar. No extraña, consiguientemente, que San Juan de la Cruz nos presente la subida al monte Carmelo como una senda por la nada de todo lo que podemos conocer humanamente. Lo que, a un nivel más cotidiano, tiene algo que ver con la humillación, la impotencia, el derrumbe de todo humana y espiritualmente. La sensación de tierra quemada bajo nuestros pies puede llevar a la desesperación cuando se rechaza o ser puerta que nos adentra en otro tipo de conocimiento que transforma el alma cuando se abraza en confianza.
La experiencia contemplativa no es algo que nos llegue por los sentidos, pero sí puede aparecer en nuestras vidas de forma imprevista y en nuestro día a día como un don. Dicha experiencia no tiene por qué surgir necesariamente como un arrebato llamativo, sino que lo puede hacer de una forma más sutil y permanente, dejando huella en nuestro interior e impulsándonos a un cambio de vida. No se trata de una conversión para dejar algo o para conseguir algo, sino que surge al ser atraído por alguien de una forma muy sencilla y natural, pudiendo vivir en su presencia sin estar atado a nada. La libertad interior lo facilita, pero siempre se necesitan los momentos de prueba diarios que lo consoliden. De ahí la importancia de las pruebas, las desolaciones, las incomprensiones y ese maltrato por parte de algunos hermanos que siempre surgen en toda convivencia humana, sin que por ello haya que justificarlos. Es la gracia y la respuesta a la gracia en una experiencia de arriba abajo y de abajo arriba que van de la mano.
En la vida podemos tener experiencias que nos hacen pensar que lo que estamos viviendo ya lo habíamos vivido, es como si ya lo conociéramos, como si ya hubiéramos pasado por ello. Algunos lo interpretan como una prueba de la reencarnación, de que ya vivimos eso en otra vida. Nuestra fe no nos habla de la reencarnación, pero esa experiencia está ahí. Creo que es algo de carácter espiritual, que va más allá de la vivencia concreta. Algo que existe espiritualmente y con lo que nuestro espíritu se encuentra en sintonía. Algo de esto tiene la propia vocación o carisma particular. Un músico vibra con la música, se siente embargado por ella. Lo mismo le sucede al que ha recibido una sensibilidad determinada. Su espíritu despierta ante la realidad que lo provoca, hallándose en sintonía con ello sin saber por qué. Para mí ese es uno de los signos de la vocación monástica, sentirse identificado con el carisma más allá de las personas o situaciones concretas que lo encarnan en cada momento. Aunque no cabe duda de que un buen monje, como un buen músico, ayudarán a despertar nuestro espíritu mejor que uno que desafina.
Algo parecido sucede con la oración contemplativa. Quien ha recibido el don se sentirá identificado, escuchará el eco que produce en su interior cuando se habla de ella, más allá de la experiencia concreta que haya podido tener y que varía según cada persona. Pero el que no posee en su interior esa semilla, no la reconocerá, y más vale no hablarle de ella, pues la despreciará. No digo que sea mejor o peor, simplemente que no la reconocerá ni se despertará en él el deseo por vivirla. Así como no se da todo tipo de alimento a todo tipo de persona sin tener en cuenta su edad o su salud, así también hay que recordar que no todo es para todos en la vida del Espíritu. Cada uno ha de seguir su propio camino de oración sin compararse ni juzgar a los demás.
Y uno de los signos más claros de que el deseo que brota en nosotros ante determinadas experiencias viene de Dios es que sus dones son para siempre, de forma que, si nos apartamos del camino con el que nos habíamos identificado y, tras cierto tiempo entretenidos en mil cosas, volvemos a encontrarlo, dicho deseo brota de nuevo, pues no procede del exterior, del placer de los sentidos, sino que brota de nuestra alma, donde reside todo don de Dios. Culminar ese deseo y vivir según él nos da una sensación de plenitud que siempre experimentaremos como una carencia cuando optamos por seguir otro camino.