Un peligro en la vida de oración es haber tenido algún tipo de experiencia espiritual e imaginarse que por ello se ha recibido el mandato de corregir a los demás, manifestando sus culpas y amenazándolos con las penas del infierno. Las experiencias que podamos tener en la oración deben provocar sobre todo nuestra conversión y transformación personal. Por supuesto que nos debemos ayudar los unos a los otros a caminar en la verdad, pero difícilmente podremos guiar a los demás si nosotros permanecemos ciegos para nosotros mismos. Es muy corriente que una simple experiencia de bondad o un buen deseo o una loable inclinación en la oración nos haga pensar que ya nos ha transformado y nos sintamos impulsados a cambiar o juzgar a los demás. Gran equivocación. De ahí que sea mucho mejor apretar el freno a la hora de juzgar a los otros y presionar el acelerador en nuestra propia conversión.
Algo parecido nos sucede también cuando nos quedamos en la mera estética espiritual. Podemos sentir un fuerte fervor que nos lleve a tumbarnos en el suelo boca abajo con los brazos en cruz, o a elevar nuestras manos pensando que Dios nos ve desde las alturas rodeado de sus ángeles en una corte celestial muy similar a la corte humana que imaginamos. Todo eso puede ayudar, pero ni nos convierte ni podemos quedarnos en una imagen grandiosa de Dios, pues él no está ni arriba ni abajo, ni a la derecha ni a la izquierda, sino que lo abarca todo y reside en nuestro interior. La estética está bien solo cuando es expresión de la ética y la transformación personal. El peligro que tienen algunas fantasías estéticas es que nos embaucan haciéndonos creer buenos y llevándonos por un camino de ilusión y no de conversión, fomentando una cara bobalicona y afectada, pero sin apenas sustancia espiritual.
Quien pretende recibir una determinada imagen de Dios en la oración, es que se olvida de que Dios no tiene forma y la oración es gratuita. Con razón nuestros padres cistercienses buscaban tanto la desnudez y la simplicidad, pues las formas no hacen sino entretener la imaginación. Pueden ser una ayuda en ocasiones, no cabe duda, pero también nos despistan del camino más directo si nos entretenemos en ello. Como ya he dicho, solo el amor y el deseo nos muestran el camino directo de la contemplación, predisponiéndonos a dejarnos transformar por lo que amamos y deseamos. Sin amor y deseo de Dios, no saldremos de nuestro ego entretenido en sus imaginaciones, cuitas o lamentos.
Las gracias extraordinarias en la oración son visiones que atraviesan el alma de tal modo que la dejan desnuda ante los ojos de Dios. Esa desnudez contemplada, de la que somos testigos como si de una tercera persona que estuviera mirando se tratase, provoca un profundo dolor sosegado, pues vemos a un tiempo nuestro propio pecado mientras somos arropados por la misericordia de Dios. Eso induce a la conversión personal y a la compasión fraterna.
Sin duda que cuando nos ponemos a hacer oración nos atrae más el quedarnos entretenidos en lo externo que el ir al interior, donde muchas veces encontramos vacío y sequedad. En la oración pretendemos, de alguna forma, continuar como en la relación diaria con las cosas materiales externas a nosotros, con la obra creada que está por debajo de nuestra condición espiritual. Hacer un trabajo de introspección es dar un paso más, escudriñando en nuestra misma alma, yendo a un nivel más espiritual, poniéndonos a nuestro mismo nivel. Pero también nos sentimos impulsados a adentrarnos en el silencio de Dios, yendo más allá de nuestra misma realidad material o espiritual, ahí donde no podemos hacer pie, pues no depende de nosotros, ofreciéndonos la gracia lo que nos es imposible por naturaleza, dándose ahí la unidad de amor y deseo con Dios, cumpliéndose lo que dice el salmo: Yo declaro: “sois dioses e hijos del Altísimo todos” (Sal 81, 6). Divinidad que recibimos no por naturaleza, sino por gracia, participando de Dios por el amor y el deseo.
Quien vive sin trascendencia se siente especialmente impulsado a visitar todo lo creado, yendo de un lugar para otro. Quien se adentra en la fuente de todo, en la experiencia de Dios, deja de estar en este o aquel lugar para estar presente espiritualmente en todos, pues el espíritu no es como el cuerpo, que necesita la localización concreta para saberse vivo y conocer los lugares.
No quiero decir con esto que renunciemos al conocimiento. El conocer nos enriquece, la curiosidad es propia de nuestra condición humana para impulsarnos a conocer, investigar y mejorar las cosas. Me refiero más bien a una experiencia espiritual que nos lleva más allá del mundo material y nos conecta con todo de otra manera. Una experiencia que no pretende poseer ni dominar lo creado, sino gozarse de todo respetando la creación. Gozarse de todo es como acariciar su alma. Dominar todo es utilizarlo para el propio provecho.
Entonces se da la paradoja de que quien está en un lugar, está solo en ese lugar, y después tendrá que ir a otro y a otro más. Mientras que el que abraza el vacío o falta de lugar que se puede experimentar en la oración silenciosa, está realmente con su espíritu en todo lugar, pues se encuentra abandonado en la presencia de Dios.
En este tipo de oración es normal que sintamos la lucha entre nuestro yo material y nuestro yo espiritual. El primero demanda ver, oír, sentir, comprender, ser rentable, hacer algo, por lo que el vacío o la sequedad le espantan. Mientras que el segundo intuye que en la presencia de Dios está todo presente, siendo un vacío lleno, vacío de lo material y lleno de lo espiritual. Y tan profundo es el vacío que para conocer su plenitud solo lo podremos alcanzar lanzándonos a él, algo que es imposible realizar sin la fe confiada que la gracia nos da.
Este tipo de experiencias no son frecuentes, pero sí fundantes. No se dan a diario, pero sí en ocasiones, marcándonos profundamente. Ellas nos impulsan a lanzarnos al vacío con el gozo del que confía y ama, para volver enseguida a la cotidianidad de una vida sobria y muchas veces sin especiales sentimientos que enardezcan el alma. Eso sí, subyace una profunda paz, la seguridad que emana de la fe confiada, un sentido de la propia existencia tan sólido como aparentemente frágil. Vienen los pensamientos de un posible autoengaño, de haber errado el camino, de haber perdido el tren de la vida y el saborear multitud de experiencias agradables, pero en lo profundo se sigue escuchando el eco de una presencia que nos asegura haber merecido la pena. No nos debe preocupar que los sentidos no capten eso, pues se trata de una presencia espiritual que no se puede explicar, sino basta con experimentar. Solo nuestro verdadero yo interior lo percibe, mientras que el exterior nos hace dudar atraído por todo lo material y placentero a los sentidos corporales.