Callar en la oración, tratando de hablar lo menos posible para favorecer una oración contemplativa no significa que debamos olvidarnos completamente de nuestra dimensión corporal y emocional. Dios nos creó como una sola cosa y todas nuestras expresiones, tanto corporales como espirituales, brotan de nuestro único ser, por lo que todas son válidas. Así podemos dirigirnos a Dios de palabra, con alguna exclamación que nos brote del corazón, adoptando una postura corporal que represente lo que sentimos, etc., pues todo eso también brota del amor y, por ello, es verdadera oración.
El amor supone la unión con Dios, que es lo verdaderamente importante. Las expresiones externas o los sentimientos no importan tanto, ni siquiera los gozos espirituales más sublimes, a los que se puede renunciar libremente. Pueden existir o no, pueden expresarse de una manera o de otra. Lo único verdaderamente importante es el amor como deseo sincero de la unión con Dios. Eso es lo que perdura incluso más allá de la muerte, pues pertenece a lo íntimo del alma y no al cuerpo sensible, por más que en él se pueda expresar de múltiples formas. San Agustín nos dice en sus Enarraciones o comentario a los Salmos: “Hay una oración interior e ininterrumpida: el deseo. Hagas lo que hagas, si deseas el reposo del cielo, no cesas de orar. Por eso si no quieres dejar de orar, no dejes de desear. Tu continuo deseo será como un clamor ininterrumpido (Comentario al salmo 37).
Es curioso cómo, a veces, confundimos la oración con los sentimientos corporales o espirituales que experimentamos en ella, pudiéndose dar la paradoja de vaciarnos al pretender retenerlos, pues ellos no son Dios. Además, de esa forma estaríamos amando a Dios por lo que no es Dios, lo buscaríamos donde no se encuentra. Todo eso lo deberíamos saber dejar igual que lo acogemos. No rechazarlo, pero tampoco retenerlo. Se hace patente que vivimos en esa confusión cuando nos enfadamos al no experimentar consolación en la oración. Está claro que cada uno somos distinto, tenemos necesidades distintas y Dios nos da su gracia de forma distinta. Solo él conoce la autenticidad de nuestra respuesta y de nuestra oración. Pero todos estamos llamados a entrar en la alcoba de nuestra alma para tratar con Dios como nos invita el Maestro: Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará (Mt 6, 6). Ese deseo de ocultación y no quedarse en las manifestaciones externas es lo que nos conduce a la luz.
Pero no nos engañemos, esto es don de la gracia, no fruto de nuestro esfuerzo. A nosotros nos toca preparar el terreno con una vida honesta, con una plegaria humilde e insistente, acogiendo lo que se nos da cuando sea y como sea. Es la mejor manera de no dejarnos atrapar por el ego engañoso que nos lleva a creer más allá de lo debido en nuestro esfuerzo, imaginándonos ser lo que no somos o enfadándonos si no lo alcanzamos. Y en nuestro engaño nos resistimos a cualquier observación de los demás, por muy maestros espirituales que sean, alegando que no nos entienden o no son lo suficientemente experimentados. Y, lo que es peor, podemos encerrarnos en nosotros mismos, en una actitud pseudocontemplativa que nace y muere en nosotros, vive preocupada de la apariencia y se manifiesta bronca con los demás. En el peor de los casos esto puede llevar a la fantasiosa ilusión de ser lo que no se es, de considerar experiencia espiritual lo que no pasa de una proyección de nuestros deseos y de entrar en una cierta locura que nos enajena de la realidad o de tener experiencias sensibles que nada tienen de espirituales y llevan por muy mal camino, pues no son obra de Dios, sino del mal espíritu.
El verdadero contemplativo no destaca por la complicación, sino por la sencillez y naturalidad. La gracia lo transforma interiormente, pero también exteriormente, dándole un porte afable y atractivo, que no produce repulsa ni temor, pues la humildad que lo invade resulta atractiva, y su mansedumbre no provoca recelo alguno. Se agradece estar en su presencia, pues transmite la paz fruto del que vive confiadamente en Dios y tiene la capacidad de acoger y adaptarse a los demás, aunque resulten complicados. Ese tipo de personas son libres, manifestándose sin imponerse ni estar condicionados por la opinión de los demás. Han tenido experiencia de la verdad y encuentran ahí su equilibrio. Quien trata de imponerse para producir temor en los otros, o intenta doblegar a los demás emocionalmente, no hace más que dejar de manifiesto sus inseguridades, lo apartado que está de Dios. Quien no soporta ser desobedecido o poco reconocido manifiesta que se apoya en sí mismo, peana demasiado frágil e inestable. Quien no vive desde Dios, vive desde su imagen, preocupándole más la apariencia, el ridículo o el dar mala impresión que el pecado que anida en su corazón.
Pero si la persona contemplativa ha de ser sencilla y natural, mostrándose como es sin faltar al respeto, los demás tenemos que aceptar esa diferencia y peculiaridad de cada uno, acogiéndolo sin juzgarlo desde nuestra propia forma de ser, como si nuestro carácter y peculiaridades fuesen la única forma perfecta salida de las manos de Dios.