En la oración contemplativa de nada vale el razonamiento lógico. Es el momento de la inteligencia intuitiva, receptiva, con capacidad de acoger y admirar antes que de comprender. El razonamiento discursivo no ayuda a la oración, mientras que sí lo hace la inmediatez del amor. La oración contemplativa tiene lugar en lo profundo de nuestro ser, por eso no se entretiene en las apariencias ni en discursos mentales. Si se vale de alguna palabra es de forma muy simple, como la desnudez de la arquitectura cisterciense medieval que invita a encontrarse con el misterio mismo y no con lo que se dice del misterio o cómo se le representa.
Es algo parecido a cuando queremos expresar lo que sentimos en lo profundo de nosotros. Cuando se trata de un amor intenso no desarrollamos un discurso, sino que nos dirigimos a la persona amada y le damos un abrazo y la besamos, lo demás es secundario. Lo mismo sucede cuando estamos en un grave peligro, prescindimos de todo para concentrarnos en un solo grito de auxilio. O cuando nos encontramos ante una obra de arte y nos limitamos a contemplarla dejándonos impactar por ella, admirándola sin palabras. Lo que sale de nuestro interior es directo, breve, sin artificios. Eso lo capta Dios, que ve lo profundo; por eso decimos con el salmista: Desde lo hondo a ti grito, Señor (Sal 129). Un grito así nos impactaría a cualquiera de nosotros, lo escuchamos y lo atendemos, ¡cuánto más el Dios de la misericordia! No así los charlatanes, cuya palabrería nos aburre y nos aleja.
En la oración contemplativa experimentamos cómo todo va sobrando, incluso la percepción de nosotros mismos. Cuanto más vaciados estemos de las cosas y de nosotros, más enfocados estaremos hacia solo Dios. Es la actitud propia del amor que, olvidándose de sí mismo, vive mirando al ser amado, procurando su bien, contemplando su realidad y encontrando su propia felicidad en ese “primerear” a la persona amada, como nos vendría a decir el papa Francisco. Cualquier cosa que se interponga en esa mirada contemplativa de Dios no es más que un obstáculo.
El deseo de Dios al que nos lleva la oración contemplativa no es un deseo que brote de los sentidos ni de los apetitos. Es un deseo existencial que brota de nuestro mismo ser orientado a su origen y a su meta, el amor que lo originó y en el que descansará. Al desear algo, enseguida percibimos los obstáculos que nos impiden alcanzarlo. En el deseo de Dios percibimos que el mayor obstáculo somos nosotros mismos, dándose la paradoja de que ahí donde se provoca nuestro deseo espiritual está al mismo tiempo el impedimento para alcanzarlo. Es como el que experimenta un deseo infinito que su finitud no es capaz de contener. Esto lleva a entristecernos por ser nosotros mismos el obstáculo. Una tristeza serena que no busca destruirse a sí mismo, sino abandonarse a la gracia, sabiendo que en el mismo Dios alcanzaremos la plenitud que nuestra finitud nos priva. Esa experiencia nos lleva a olvidarnos más y más de nosotros mismos poniendo nuestra mirada en Dios. Es el cuarto grado del amor de Dios del que nos habla San Bernardo: “amarnos a nosotros mismos en Dios”.
Quien vive una oración verdaderamente contemplativa suele ser una persona sencilla, eludiendo todo artificio y afectación. Vive lo que busca sin casi pretenderlo, pues ya lo tiene. No está fuera de nosotros ni necesita el reconocimiento de nadie, basta con dejarlo salir a la luz para que nos transforme. Por eso, estas personas se suelen caracterizar por encontrarse en un estado de natural alegría, aunque pasen por el sufrimiento. No dependen de lo que les suceda o de sus emociones. Su estado de ánimo está marcado por la vivencia interior que sosiega y transciende, abandonados en la confianza. Se aleja la ansiedad de lo que se desea gozándose de lo que ya se posee.
Es obvio que solo se desea lo que no se tiene. Y si eso es así, ¿por qué desear vivir cuando la vida está en nosotros? Quien busca las gafas cuando las tiene puestas lo hace para poder ver sin darse cuenta de que ya está viendo. Ciertamente que, cuando hace eso, no está donde está, sino en la ilusión de su mente. Algo parecido sucede en una vida contemplativa. No nos preocupemos de pedirla, basta con que la vivamos, pues ya la tenemos. Cuanto menos la busquemos, tanto más la saborearemos. Y no me refiero aquí al indolente que se limita a descansar en su no hacer nada, que no ve porque no tiene las gafas puestas ni tampoco las busca para ver.
Dios ve nuestro corazón y no necesita de nuestras muchas palabras. Nuestro mucho hablar, a él no lo puede fatigar, pero a nosotros termina por aturdirnos confundiendo nuestra propia mente, alterando nuestras emociones, alejándonos de la simplicidad que es donde mejor se puede captar a Dios, no con los sentidos, ciertamente, sino con el espíritu que nos habita.
Nuestra misma preocupación por comprender lo que nos enseña el Espíritu constituye un obstáculo, pues dicha preocupación pone a nuestro ego por delante y se olvida que la enseñanza espiritual solo el espíritu la comprende. A nosotros nos basta con intuir su presencia como el que ve la espalda de Dios y no su rostro, la espalda que nos induce a caminar siguiendo sus pasos sin envanecernos por haber visto su cara. Cuanto más olvidados estamos de nosotros mismos más espacio le damos a Dios.
A veces pasamos por momentos difíciles y nos desanimamos, sin percatarnos que es entonces cuando estamos practicando lo aprendido, cuando los ejercicios gimnásticos que hemos estudiado van robusteciendo nuestro cuerpo, cuando el Espíritu de Dios nos va transformando. Nos quejamos y aún pedimos a Dios que nos saque de la palestra sin saber lo que decimos. Más vale que perseveremos si queremos llegar al conocimiento de Dios que no se aprende en los libros ni en la vida de los otros, sino en uno mismo. ¡Cuánto cuesta para muchos y qué fácil es para los sencillos! El papa Francisco nos dice que la Iglesia tiene que volver a comenzar de nuevo en Belén y en Nazaret. Intuimos que es así, pero cómo nos resistimos a ese despojo que tanto bien nos traerá. Mirada mundana o mirada contemplativa, nosotros elegimos. Quien se deja transformar vive transformado. Y nunca olvidemos lo que dijo Moisés a un pueblo cansado de caminar por el duro desierto y miedoso ante la tierra prometida: El Señor, tu Dios, te llevaba, como un padre lleva a su hijo, a lo largo de todo el camino que habéis recorrido hasta llegar a este lugar (Dt 1, 31). Pues seguirá haciendo lo mismo, pues él siempre nos precede.