Decimos que la oración es un acto de amor, y al mismo tiempo resulta fatigosa. Parece algo contradictorio, pues el amor no fatiga, sino que ensancha el corazón. Sin embargo, el amor que no es mero sentimiento se encuentra con dos dificultades importantes: sobrellevar la actitud negativa de aquellos a los que desea amar y perseverar en ello. Nadie me puede impedir amar, pero no siempre la respuesta de la persona a la que quiero amar es positiva. Perseverar en el amor en esos casos no es nada fácil. En la oración contemplativa sucede algo parecido con los pensamientos. Sabemos que a Dios sólo podemos conocerlo por el amor espiritual, pero la imaginación se encarga de bombardearnos con multitud de pensamientos. Estos no nos impiden amar, pero sí son un estorbo para percibir el amor de Dios que se nos revela.
Dado que los pensamientos y las distracciones no los podemos evitar, hemos de sobrellevarlos sin analizarlos, simplemente como algo que está ahí mientras nosotros alzamos la vista buscando otra cosa. Es lo que hacemos cuando nos encontramos en medio de una multitud y tratamos de buscar a alguien que sabemos se encuentra tras ella. Nos subimos a un banco y alzamos la vista en su búsqueda. La multitud sigue ahí, pero no nos detenemos en ella, sino que tratamos de esquivarla buscando lo que deseamos. Este empeño ya encierra un cierto conocimiento de Dios por ser un acto de amor que lo procura.
Las distracciones y nuestra impotencia frente a ellas también son una ocasión para adentrarnos en la verdadera oración, aunque parezca una contradicción. Se trata de algo más existencial fruto de la humildad. Cuando las cosas nos van bien, cuando parece que tenemos éxito en nuestra vida religiosa y espiritual, decimos que todo es obra de Dios, pero en el fondo de nuestro corazón nos atribuimos parte del éxito por nuestro buen hacer. De ahí la necesidad de la experiencia del fracaso, no visto como un castigo que nos hace sentir culpables, ni tratando de alcanzar una engañosa humildad que termine engriéndonos. Es la experiencia pacífica del humilde que, sin buscarlo, se deja enseñar por la gracia, para poder exclamar en medio de su impotencia: Solo tú, Señor, eres digno de recibir la gloria, el honor y el poder (Ap 4, 11).
En este sentido, no se trata de dejarnos llevar cómodamente por las distracciones en la oración, sino de constatar en nuestra impotencia que solo en Dios encontramos nuestra fuerza, el fundamento de la verdadera oración. Ninguna técnica humana ni el dominio absoluto de la mente nos puede adentrar en la oración contemplativa. Las técnicas ayudan, pero se quedan en las puertas, como la filosofía es de gran ayuda para la teología, pero a la que no se puede acceder sin la fe. Por eso, la impotencia que podemos experimentar al tratar de estar atentos en la oración es una oportunidad para transformarla en oración verdadera por el camino de la humildad que reconoce su incapacidad y se abandona confiadamente en manos de Dios. Esto es un acto de amor que nos permite conocer a Dios espiritualmente cuando no nos quedamos en simple dejadez. Abandonado así en las manos de Dios, es imposible que él no venga en nuestro auxilio cuando dijo que da su gracia a los humildes.
La oración es un don espiritual, algo que no podemos alcanzar por nuestro mero empeño o técnicas, pero que sí debemos pedir con insistencia y humildad si queremos adentrarnos en la experiencia contemplativa de Dios. No se trata de una experiencia especial reservada a una élite mejor preparada, sino de la experiencia de los sencillos. Por eso necesitamos pedir a Dios ese don y no conformarnos solo con las migajas que puedan caer de la mesa de la vida. Ni siquiera hay que esperar a tener una vida moralmente perfecta, pues se trata de un don inmerecido. Basta con el deseo sincero de amar. Su enseñanza suele ser tal que no alimenta el orgullo, pues produce más bien una transformación interior, un conocimiento sosegado que nos va transformando sin que nos demos cuenta, pudiendo intuir su presencia solo transcurrido un largo camino que nos permite reconocer el paso de Dios en nuestra vida. Un paso que nos lleva a la acción de gracias y a la alabanza antes que a la soberbia, pues bien sabemos de quien es la obra. Por eso mismo no hay que sorprenderse si vemos que parece que hay más llamados a hacer este camino entre los que han experimentado una vida de pecado que entre los que se sienten lejos de él, quedando así más de relieve la libertad, el poder y la misericordia de Dios. Obviamente, no se trata de vivir en el pecado, sino de, habiendo pasado por el pecado, estar dispuestos a abrazar el camino de transformación que le ofrece la oración. Quien no ora, que se olvide de pretender hacer ningún camino espiritual, es imposible. No irá más allá de las motivaciones humanas.
La gracia no se da al inocente por su virtud ni se le retira al pecador por su pecado. Es un puro don. El soberbio se la apropia cuando la recibe o evita pedirla como si la mereciese sin poner de su parte. Es lo que sucede al orante cuando experimenta algo especial y lo considera producto de su virtud, o al no orante que espera recibir sin más lo que no está dispuesto a pedir ni trabajar. En realidad, el solo deseo de orar y la petición para saber hacerla ya es signo claro de que la gracia ha entrado en nosotros. Y en la medida en que más lo deseamos más oramos. La gracia conoce mejor el camino, por eso a nosotros nos basta con dejarnos llevar, sin pretender siquiera conocer nada, basta con dejarnos hacer y saborear su presencia. La libertad la hemos recibido de Dios como un don divino. La voluntad por la que decidimos actuar de una manera o de otra es algo que solo depende de nosotros. Nadie, ni el mismo maligno, la puede alterar. Somos nosotros los que decidimos ante las propuestas que tenemos delante. Cuando fijamos nuestro deseo en Dios estamos adentrándonos en la alcoba a donde no nos puede llevar técnica humana ni de donde nos puede apartar persona, situación o tentación alguna. A fin de cuentas, Dios no depende de nada nuestro y todo depende de él.