Con frecuencia la vida contemplativa es incomprendida, se la considera una pérdida de tiempo. No son pocos, incluso personas entregadas en la Iglesia y con cargos de autoridad, los que no la comprenden ni valoran, pero no hay que tenerlo en cuenta. Al fin y al cabo, el contemplativo es el que vive de cara a Dios de tal manera que en él confía y de él lo espera todo, algo difícil de asumir en una cultura donde legítimamente se pone la esperanza en la ciencia y el saber humano, pero olvidándose de la realidad espiritual que lo sustenta. El contemplativo ha de implicarse en favor de los otros desde su opción de vida, ha de afrontar las necesidades cotidianas como todos, pero ha de despreocuparse de la defensa propia sintiéndose como se siente en manos de Dios. Dijo Jesús a Pilato cuando le prendieron: Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí (Jn 18, 36). Y poco antes dijo a Pedro en Getsemaní: Vuelve la espada a la vaina. “El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?” (Jn 18, 11).
El abandono contemplativo en manos de Dios no es un sentimiento, sino un estilo de vida, que solo transitándolo nos transforma. Quien se ejercita en ello experimenta muy pronto la paz, pues el temor y la preocupación se transforman en confianza y aceptación, sabiendo que todo tiene sentido, aunque no alcancemos a comprenderlo inicialmente. Entiendo que esto saque de quicio a más de uno o lo tache de conformismo. Es verdad que, a veces, tal actitud pudiera ser reprensible. Todo depende de la motivación que se tenga. Los pacíficos no son los miedosos incapaces de afrontar las cosas, sino aquellos que pudiendo imponerse optan por la mansedumbre movidos por una profunda motivación interior. Los miedosos son dignos de reprensión, los mansos, de admiración. Hacen lo mismo, pero de forma radicalmente distinta. Solo Dios lo ve, aunque sus actitudes también lo delatan. Eso no puede significar que haya que acallar la injusticia, sino que es la decisión personal de algunos que reconocen la injusticia y la combaten libremente absorbiendo su veneno.
En realidad, el verdadero contemplativo no suele dejarse condicionar por lo que los demás puedan decir o pensar, ya que su corazón y su mente están en otro lugar.
En el ámbito material también necesitamos experimentar el abandono confiado en Dios. No se trata de buscar una vida miserable para dar una imagen ejemplar, sino de saber afrontarla cuando llega. San Benito recuerda al abad que no deje de dinamizar espiritualmente a su comunidad con la excusa de las necesidades materiales, aludiendo a las palabras de Jesús: No andéis agobiados pensando qué vais a comer… Buscad el Reino de Dios y su justicia, y todo esto se os dará por añadidura (Mt 6, 31-33). No le dice que se olvide de las necesidades materiales para tentar a Dios exigiéndole que les mantenga en su pereza, inactividad o irresponsabilidad. Lo que pide al abad es que se centre sobre todo en su vida espiritual y la de su comunidad, que las necesidades materiales serán cubiertas por añadidura. En unas ocasiones será de forma literal, en otras recibiendo la fuerza necesaria para sobrellevar con entereza la escasez y la adversidad.
A veces no es fácil entender y realizar esto en su debida medida, ser prudentes sin limitarnos a confiar en nuestra fuerza, abandonarnos sin dejarnos llevar por la pereza o la falta de responsabilidad. Por eso digo que es mejor responder desde la fe a lo que la Providencia nos pone delante que buscar nosotros mismos situaciones adversas. Hoy la pobreza en la que vivimos no es tanto material como existencial por la incertidumbre que nos invade. Pues ahí el Señor nos dice: vive lo que te has comprometido y confía en mí, que haré mi obra según mis planes. Y en ese camino de pacífica confianza hemos de escuchar su voz también a través de nuestros pastores y del Espíritu que guía a su Iglesia. Esto nos puede ser muy útil para no conformarnos con ser fieles repetidores de lo que siempre se ha hecho, sino manteniéndonos fieles a la vocación recibida, sin pereza ni comodidad, afrontar las nuevas propuestas que la Iglesia nos pida. Así viviremos la humildad y la pobreza olvidados de nosotros mismos, con la paz del que se sabe habitado, conocedores de quién es nuestro todo.
Solo Dios puede ser el centro del contemplativo. Aún las formas más espirituales palidecen ante este deseo primordial. Por muchas obras espirituales o ascéticas que haga el contemplativo, no es eso lo que busca. Ni siquiera le preocupa ser santo. El deseo de Dios es un impulso completamente desinteresado. Por eso no lleva cuenta de sus buenas obras, ni se fija en su avance espiritual, ni se para a contabilizar sus muchos o pocos sufrimientos. Únicamente le mueve Dios mismo, el que se haga su voluntad, olvidado como está de sí mismo. Sin duda que hará el bien, pero no se percatará de ello, como la antorcha que alumbra a su alrededor por la luz que sale de sí sin que ella misma se percate, ocupada como está en estar inflamada. Esto no tiene nada que ver con la actitud afectada del que necesita aparentar sin ser lo que aparenta. Quien vive desde Dios se encuentra incluso con que ama a todos sin acepción de personas, aunque experimente el agrado o desagrado que unos u otros le producen según el bien o las ofensas que le hagan. A nadie le puede llamar enemigo y a nadie le desea el mal.
Si uno se cree contemplativo y mira desdeñosamente a algunos hermanos, se engaña radicalmente, está sirviendo a un ídolo que se ha fabricado y que le hace creerse superior a los demás, estando muy lejos del verdadero Dios que es Padre de todos y no solo de algunos.