La espiritualidad es un camino que debemos transitar con empeño, combatiendo las dificultades, superando los obstáculos o tentaciones y fomentando las virtudes, como un deportista que se prepara para alcanzar la meta deseada. Pero todavía hay algo más importante que el esfuerzo realizado. Lo más importante es desear hacerlo, escuchar ese anhelo interior que nos mueve a iniciar el camino. En el ámbito espiritual eso consiste en tomar conciencia de nuestro ser habitado y dejarnos transformar por ello. Ese vivir en Dios nos sitúa más allá de nuestros logros y nuestras derrotas. Es lo que nos permite no hundirnos en la miseria ante nuestros fracasos ni mecernos en la vanidad ante nuestros éxitos. La humildad que nos proporciona es más consistente al no estar motivada por nuestra relación con los demás ni por nuestros propios sentimientos. La verdadera humildad brota del conocimiento de sí mismo ante los ojos de Dios. El humilde reconoce su verdad, conociéndose tal y como es y reconociéndolo, es decir, asumiéndolo. Pero, al mismo tiempo, reconoce la bondad de Dios por puro amor ante su debilidad. Esto nos lleva a vivir nuestra fragilidad en una paz que no quita importancia al propio pecado, pero que confía y acoge la misericordia de Dios hasta el punto de que, en ciertos momentos, esa experiencia le lleva a olvidarse completamente de si es santo o pecador.
Con frecuencia, se asimila la humildad a darse golpes de pecho, a recordar las faltas pasadas o a considerarse el más vil de los vivientes. Sin duda que todo eso puede ser fruto de la humildad si es que es auténtico, especialmente cuando se cae en pecado grave plenamente consentido y después uno se arrepiente. Reconocer el propio pecado y pedir sincero perdón es humildad. Pero todavía hay una humildad más profunda que está al margen de nuestro sentimiento de pecado y que, por ello, es propia también de los que no han sucumbido a sus ataduras. Esa humildad es la que brota de la experiencia de la inmensidad de Dios, de su amor infinito, de estar convencidos de que él es nuestro todo. En ese momento ya no nos fijamos tanto en nuestra realidad pecadora ni en nuestra fidelidad, ni nos afecta tanto la actitud o la opinión de los demás. La humildad brota de cómo nos vemos ante Dios y cómo nos abandonamos en él. María no tuvo pecado alguno que le llevase a ser humilde al reconocerlo, sin embargo, fue la más humilde al reconocer la bondad de Dios sobre su insignificancia, dejándole actuar según su deseo.
Cuando contemplamos el pasaje evangélico donde Jesús entra en casa del fariseo Simón y la pecadora le besa los pies, Jesús exclama que sus pecados le son perdonados por su mucho amor (Lc 7, 47). Ahí está la clave de todo. Si al conocimiento de Dios solo se puede llegar verdaderamente por el amor, es esa vivencia del amor contemplativo la que permite vivir en una humildad que va más allá del arrepentimiento. Y ese amor es el que le llevará a lamentarse de sus pecados ya perdonados, no porque dude del perdón de Dios, sino porque quien ama siente tristeza por el daño causado, aunque esté perdonado. Es una forma que tiene el amor de expresarse, sin dudar, sin regodearse morbosamente en su pasado, pero sintiendo la pena dentro de sí, el peso ligero de la ofensa cometida a aquel a quien se ama.
Sentirse habitado supone poner nuestra atención en quien nos habita. Quien no se siente habitado mira por las ventanas, curiosea en las vidas ajenas, intenta llenar de múltiples formas el vacío de su casa. Quien se siente habitado pone su atención en quien lo habita, y tanta mayor atención cuanto más significativo sea para él y cuanto más amor sienta por él. Esa significatividad amorosa no reside en nuestros labios, como cuando decimos que amamos mucho a alguien, sino que reside en nuestras obras, en nuestra mente y en nuestro corazón. Quien se siente habitado de esa manera, todo lo orienta desde ahí. Su obrar no le hace olvidar la presencia del que lo habita, pues desde esa presencia actúa. Tampoco se sentirá turbado por las críticas de los demás ni la adversidad o los malos resultados, aunque todo esto pueda ser enojoso. Su gozo reside en la motivación inicial y final de sus actos. Algunos piensan que la vida contemplativa es una vida ensimismada, ajena a las necesidades materiales. Otros la critican por considerarla inútil, urgidos como están por las necesidades de la vida. La vida contemplativa no reside en la inactividad, ni en la pereza, ni en evitar que se me moleste o me quiten mi tiempo. La vida contemplativa es una forma de afrontar la vida desde Aquel que nos habita. Reside en el corazón, pero debe expresarse alejándose de los afanes innecesarios y tomar distancia de las opiniones ajenas.
Es curioso lo que sucede cuando uno se decide vivir así. Los padres del desierto decían que el mal espíritu buscaba sobre todo alejar a los monjes de su oración, pues sabía que ésta les hacía fuertes. Para ello suscitaba en la mente del monje ingenuo multitud de razones y motivos para dejar la oración. Una vez debilitado, confundirlo era más sencillo. En nuestra sociedad, si uno decide abrazar una vida monástico-contemplativa, que se prepare para la prueba y las incomprensiones. Y no solo por parte de los no creyentes, sino también de los creyentes, pues no se puede valorar lo que no se conoce por experiencia. Enseguida le harán ver las muchas necesidades que hay en el mundo o en la Iglesia. Y, si no retrocede, algunas malas lenguas se encargarán de hablar de él con desdén, tratando de explicar su “locura” por traumas pasados o su necesidad de seguridad o resaltando la incongruencia con una vida no exenta de pecados pretéritos.
Quien se sabe habitado vive en paz. Tiene lo que busca. Goza de lo que se le da, aunque por fuera las aguas estén agitadas, el cielo ennegrecido o se pase por el desierto. A nivel personal se tiene lo que se desea. A nivel de la humanidad se es consciente que tarde o temprano todos sentirán la voz del que los habita reclamando su respuesta. Quizás para ello haya que pasar primero por el desengaño de una tierra prometida tan materialmente atractiva como engañosa. Todo requiere su tiempo y tiene su momento. Quien tiene la experiencia de ser habitado sabe que es así y confía descansando en su valedor.