Hablar de contemplación puede parecer algo lejano para algunos, algo difícil de alcanzar, como si requiriese un gran esfuerzo por nuestra parte. La contemplación no es un ejercicio, sino una experiencia. La experiencia contemplativa no es cuestión de tiempo ni de hacer, es algo que dura un instante, se asienta en nosotros e induce a la transformación personal. Las experiencias íntimas son así. No se trata de experiencias que entran por los sentidos y se instalan en el recuerdo de lo que he hecho, he visitado o me ha acontecido. Es una experiencia que dura un instante, avivando el deseo y manteniéndolo en el tiempo a pesar de los tropiezos. Es una experiencia que se aloja en lo profundo de nuestro ser determinando la orientación de nuestra vida. En un instante se asienta en el corazón, no como el recuerdo de algo pasado, sino como algo que siempre está presente aun cuando no se tenga plena conciencia de ello, pues no radica en la mente-recuerdo, sino en el alma, en nuestra misma vida. Es como el despertar del deseo del que nos habla San Agustín cuando nos dice que Dios nos hizo para él y nuestra alma está inquieta hasta que descanse en él.
Todos tenemos la intuición de que es así, pues es como el eco del motivo de nuestro existir, del por qué y para qué hemos sido creados. Sin embargo, pronto nos distraemos y nuestro propio vacío nos lleva a poner el corazón en los afanes de la vida. Olvidamos que fundamentalmente hemos sido hechos para amar y todo lo demás fue creado para hacer posible el amor. El amor es un acto del presente, no se trata de un recuerdo pasado ni de un deseo para el futuro. El amor está más ligado al alma, a la vida presente en cada instante. Por eso vivir en el amor en todos los acontecimientos y momentos de nuestra vida es propio del contemplativo que vive en Dios, le acontezca lo que le acontezca.
A veces nos puede venir el desánimo al percatarnos que el pasado ya no lo podemos enmendar y que, probablemente, en el futuro sigamos actuando con parecida torpeza. Es entonces cuando debemos orientar mejor nuestra mirada y percatarnos que el amor al que estamos llamados no es tanto nuestro amor cuanto el amor de Cristo en nosotros. Cuando nos fijamos solo en nosotros y en nuestras obras, estamos tentados de cambiar de lugar pensando que allí nuestro amor mejorará. Solo cuando tomamos conciencia de que estamos llamados a vivir en el amor de Dios somos capaces de sobrellevar nuestras propias torpezas en el amor. Por eso no es tan importante lo que nos pase, sino desde dónde lo vivimos. Eso es lo que nos permitirá vivir con alegría, tener una felicidad que nada ni nadie nos puede arrebatar, aunque experimentemos dificultades. Tener la mirada fija en nosotros nos lleva a la amargura fruto de la frustración por nuestros torpes actos y los de los demás. Vivir desde el amor de Dios nos hace vivir en un presente esperanzado. No se trata de la esperanza del que espera conseguir algo, de que algo cambie o de que vengan tiempos mejores, sino la esperanza del que sabe y espera que Dios Padre se porte como Padre, poseyéndolo ya todo en cada instante al vivir en su amor.
La experiencia contemplativa puede ser un camino resbaladizo y lleno de trampas para algunos. El autoengaño y la apariencia pueden estar presentes con mucha facilidad. ¿Cómo distinguir la auténtica contemplación de las meras fantasías? Su origen es claro. Las fantasías que se presentan como experiencias contemplativas, surgen de un espíritu narcisista, presuntuoso y curioso, mientras que la verdadera contemplación solo se da en el sencillo y humilde de corazón. Observemos los efectos que produce en nosotros y descubriremos su origen. Que ¿crecemos en autosuficiencia, en desdén para con los demás o en orgullo?, está claro que su origen es la fantasía. Que ¿vamos creciendo en humildad y comprensión para con los demás?, seguro que se trata de verdadera contemplación. Y como discernir eso por uno mismo también supone un gran riesgo de autoengaño, escuchemos lo que los demás piensan de nosotros. El orgullo y la curiosidad impiden la experiencia contemplativa por brotar de uno mismo y para uno mismo, mientras que el sencillo y humilde de corazón está olvidado de sí mismo y nada espera más que descansar confiadamente en Dios. El narcisista se adentra, además, en un camino peligroso, pues cree que viene de Dios lo que ha generado su fantasía, y eso le puede llevar a cometer graves errores al pensar que actúa cumpliendo la voluntad de Dios como si hubiera recibido una iluminación divina.
El contemplativo se encuentra con una barrera por encima y tiene que construir una barrera por debajo. Por encima está su incapacidad de conocer a Dios, experimentando que por mucho que se esfuerce no puede saber verdaderamente nada de Él. Sabe lo que se nos dice de Dios, pero la experiencia de Él, el conocimiento directo de Él se topa con una oscuridad insalvable para sus fuerzas. Sin embargo, sí puede preparar el camino a la gracia que se lo da a conocer construyendo una barrera por debajo, tratando de no dejarse maniatar por las preocupaciones de su quehacer diario. Sin duda que en la vida nos hemos de implicar en las situaciones que vivimos, pero durante la oración es importante tratar de alejarse de todo ese trajín que nos tiene atados en el día a día. Quizá no lo consigamos, pero el esfuerzo que ponemos en ello tiene su recompensa ya que Dios no necesita nuestros éxitos sino nuestro corazón. El bajar los brazos, el no esforzarse por preparar el camino a la gracia, ya que -pensamos- no conseguimos nada, es tomar el camino suicida del criado que recibió la moneda de su señor y la guardó en un pañuelo sin negociar con ella. No nos conformemos con migajas los que estamos invitados a comer de las mejores pitanzas. Merece la pena un pequeño y continuado esfuerzo en el camino de la oración para dejar a la gracia que actúe en nosotros.