San Bernardo nos recuerda que primero conocemos y amamos a Dios desde nosotros mismos, de forma egoísta e interesada, pero, según avanzamos en el camino espiritual, empezamos a conocernos y amarnos a nosotros mismos y a los demás desde Dios, desde el conocimiento espiritual de Dios que habita en nuestro interior. San Juan de la Cruz lo expresa también diciendo que al principio experimentamos al Creador a través de sus criaturas, llegando finalmente a experimentar a las criaturas a través del Creador. En el fondo se trata de tomar conciencia y vivir la inhabitación de Dios en nosotros y de nosotros en Dios en un proceso hacia la plenitud del Cristo total. En el evangelio de Juan vemos a Jesús dirigirse a su Padre diciendo: Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros… Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo… Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos (Jn 17).
Estar unido a Dios no significa diluirnos en Dios, pues siempre mantenemos nuestra identidad. Pero, al mismo tiempo, esa unión nos muestra nuestro verdadero ser. La unión tiene esa peculiaridad. Dos no se fusionan en uno, sino que, manteniendo su diversidad, alcanzan la unión en el espíritu. Por eso la Escritura nos dice que la primera comunidad cristiana estaba tan unida que “todos tenían un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32).
Teorizar sobre esto es perder el tiempo. Solo la experiencia nos lo da a conocer. ¿Cómo explicar que al perdernos nos encontramos a nosotros mismos? Se pueden usar diversas analogías, pero solo lo podremos entender si lo experimentamos. No se trata de una comprensión racional, sino experiencial. Hay realidades como el amor, la unión o la libertad que, para comprenderlas hasta el punto de que nos transformen, las hemos de experimentar. Si no las experimentamos solo podremos hablar de sus efectos sin que nos afecten, sin que nos transformen. Se da un fenómeno curioso en nuestros diversos tipos de conocimiento. El conocimiento intelectual nos da una información que nos permite creer que sabemos, que somos más perspicaces e intuitivos que los demás, llenándonos de orgullo. Sin embargo, el conocimiento experiencial se caracteriza ante todo por su capacidad transformadora, haciendo brotar un sentimiento de haber recibido algo gratuito, no merecido, provocando en nosotros una mirada compasiva y un sosegado deseo de acción de gracias. Quien tiene una experiencia íntima no la pregona, sino que la acuna en el silencio del corazón. Por eso en la oración tratamos más de ponernos en presencia de Dios que de tener ideas brillantes. La oración busca trascender las imágenes a las que le puede llevar el Cristo histórico para adentrarse silenciosamente en el Cristo glorificado. Ese adentramiento en el Cristo glorioso es un acto de amor que nos pone en comunión con todo, con el Amor Universal que todo lo abarca.
El conocimiento místico se acerca más al conocimiento apofático que reconoce que Dios no es nada de lo que nosotros podamos imaginar ni sentir. Dionisio, llamado Areopagita, monje sirio de principios del siglo VI, nos decía al respecto:
“A la hora, pues, de intentar la práctica de la contemplación mística, has de dejar atrás los sentidos y las operaciones del intelecto, todo lo que los sentidos y el intelecto pueden percibir, las cosas que son y las que no son, y has de adentrarte hacia el no-saber y, en lo posible, hacia la unión con aquel que está por encima de todas las cosas y de todo conocimiento. Por el constante y absoluto abandono de ti mismo y de todas las cosas, dejando todo y viéndote libre de todo te abrirás al rayo de la divina oscuridad que supera a todo saber” (Teología Mística, I, I).
Nuestra incapacidad de llegar a Dios requiere que nos vaciemos de nosotros mismos y de toda criatura para que Dios pueda iluminar nuestro intelecto una vez purificados. Oscuridad de las cosas creadas y llenos de la luz de Dios. Las facultades se vacían de todo conocimiento humano y surge un silencio místico que nos encamina a la unión con Dios y su visión mística tal y como es. Si nuestras facultades son incapaces de darnos a conocer a Dios, no nos queda otra que vaciarlas para que sea la misma luz de Dios la que nos ilumine.
Esto puede parecer algo exclusivo para personas muy especiales, pero realmente está muy cercano a nosotros porque, en el fondo, es una experiencia de amor más allá de los sentidos corporales. Recordemos cómo Santa Teresa nos decía que a Dios no se le puede comprender con el intelecto, pero sí por el amor. San Juan de la Cruz nos dejó aquel bello verso: “¡Oh llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma el más profundo centro!”. Y el autor de la Nube del No-Saber nos dice: “Trata de entender este punto. Las criaturas racionales, como los hombre y los ángeles, poseen dos facultades principales, una facultad de conocer y una facultad de amar. Nadie puede comprender totalmente al Dios increado con su entendimiento; pero cada uno, de manera diferente, puede captarlo plenamente por el amor. Tal es el incesante milagro del amor: una persona que ama, a través de su amor, puede abrazar a Dios, cuyo ser llena y trasciende la creación entera. Y esta obra maravillosa del amor dura para siempre, porque aquel a quien amamos es eterno”.