A Dios nos podemos dirigir desde nuestro hombre animal, racional o espiritual. El hombre animal lo hace con la imaginación y desea sentir. Si no siente, cree que está perdiendo el tiempo, aunque en el fondo de su ser sabe que no es así. Cuando viene el sentimiento gozoso de la presencia de Dios, no tenemos por qué rechazarlo, pero tampoco tratar de retenerlo. Es un momento agradable, pero eso no es Dios.
El hombre racional contempla la realidad de Dios de una forma más “metafísica”, dejándose embargar por la grandeza de Dios, su bondad o su misericordia. No busca sentir el gozo de su presencia ni se entretiene en imaginaciones figurativas, pero, de alguna manera, hay un sosiego intelectual, una paz gozosa que da el contemplar la grandeza de Dios que nos abraza y sostiene.
El hombre espiritual es el que deja las amarras de los sentidos y de la razón para contemplar simplemente la acción del Espíritu en el silencio de su espíritu. Sabe que cuanto menos ruido y protagonismo, es mucho mejor, por eso nada pretende sino tratar de contemplar sin importarle si lo consigue o no. Camina hacia ello y pone los medios porque así sea, pero sin obsesionarse por conseguirlo, pues, si lo hace, se alejará de eso mismo que pretende, mirándose a sí mismo y enojándose al no conseguirlo. En el hombre espiritual es el Espíritu quien actúa, al que no se siente ni comprende, pero está y se le entiende más allá del raciocinio.
Esos tres hombres constituyen en nosotros una unidad, lo que hace que se pueda pasar de uno al otro con gran naturalidad, aportándonos cada uno de ellos lo que necesitamos en cada momento. Aunque hemos de orientarnos al hombre espiritual que es quien está en sintonía con el Espíritu, no podemos olvidar que todo ha salido de la mano de Dios y su acción creadora abarca todo nuestro ser en sus diversas manifestaciones. Por eso mismo una oración vocal puede ser traspasada por el Espíritu, yendo más allá de lo que se dice. Así sucede también con el sentimiento, que puede pasar de lo corporal a lo espiritual. O la manifestación del Espíritu que puede dejar su huella en nuestro cuerpo y en nuestra psique.
Es bueno saber lo que queremos hacer y hacia dónde ir cuando entramos o deseamos vivir en oración, pero, al mismo tiempo, es bueno ser conscientes de que será el Espíritu quien nos lleve por donde él determine y crecerá en nosotros sin que lo percibamos, como la vida que late en nosotros desde nuestra concepción desarrollándose sin darnos cuenta de ello. Sentimos y nos movemos, pensamos y hacemos cosas y, mientras tanto, es la vida la que nos habita y lo hace todo posible. La forma como tratemos al cuerpo y la actitud como afrontemos las cosas influirán en la vida que nos habita, así como ésta se refleja en un estado físico y psíquico más o menos saludable.
Quien opta por este camino espiritual lo notará por muchos y muy diversos signos como la paz que da el abandono en Dios y el olvido de sí, la naturalidad con que abraza la humillación sin que le hunda, aunque le duela, ni dejarse llevar por el victimismo, el deseo de servir al prójimo sin llevar cuentas de lo que hace, la tendencia a la simplicidad y al despojo, etc.
El cristiano anhela la vida del espíritu no para quedarse en el hombre animal, es decir, como si valorase su dimensión espiritual simplemente como una técnica que le produce algún bienestar corporal o psíquico, sino por el anhelo del alma a la plenitud de Dios, su propia plenitud. Nuestro espíritu brota del Espíritu de Dios, por eso se experimenta como un vacío que necesita ser llenado, como una mitad que anhela su otra mitad para alcanzar la unidad, como un boceto que se sabe en proceso hasta que finalice el cuadro. Es el anhelo grabado en nuestro corazón que nos conduce al deseo de la plenitud espiritual de la resurrección.
Los cristianos encontramos nuestra plenitud en Cristo, Hijo de Dios y hombre perfecto. Estamos en un proceso que va del hombre carnal al hombre espiritual, del hombre temporal y finito al hombre eterno e infinito en el Cristo total que no cesa de crecer abarcándolo todo. Así como nuestra condición carnal necesita de imágenes y sentimientos, nuestra condición espiritual nos encamina a la experiencia del Cristo resucitado y glorificado, el Cristo que todo lo abarca y en el que nosotros nos insertamos. Esto abre nuestra espiritualidad a unos horizontes insospechados, sin apartarnos de lo real, lo cercano, lo concreto, para no caer en una enajenación espiritualista hueca.
Vivir en la ignorancia de lo que somos nos da la paz del ignorante. Tomar conciencia de que “soy” me genera la inquietud de mi insuficiencia, de mi limitación, de mi sentimiento de estar incompleto al descubrir, como decía Heidegger, que somos un ser para la muerte. Nuestra plenitud no está en nosotros, sino en Dios. Dios es nuestro ser, aunque nosotros no somos Dios. Tomar conciencia de la lejanía de Dios nos hace sufrir. “¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido?”, decía Juan de la Cruz. Por eso, solo en Dios encontramos nuestro verdadero yo. Los otros “yo” incompletos deben morir para que surja el verdadero, como el grano que ha de morir en tierra para que nazca la espiga. Pero no alcanzamos a comprenderlo verdaderamente, sufriendo por nuestra incapacidad de experimentar que Dios es nuestro ser, que solo en él somos lo que somos, mientras que pensamos estar alejados de él. Solo en Dios nos encontramos a nosotros mismos. A fin de cuentas, es la experiencia del amor que necesita la muerte a uno mismo para que nazca, refleje lo que somos y nos vivifique, llegando a poder hablar de una muerte gozosa que nos lleva a vivir en lo que amamos. No desdeñemos este camino que nos facilita tanto la vida monástica. No basta con tener el camino delante de nosotros, protegido y bello, tenemos que recorrerlo. Quien vive lejos del camino lo añora. Quien lo tiene, no puede perder la oportunidad de transitarlo.