Todo es gracia, pero todo depende también de las decisiones que vayamos tomando en cada momento, de nuestra propia elección. El futuro lo vamos construyendo en el tiempo presente. Por eso nos recuerda el autor de La Nube del No-Saber:
“Está atento al tiempo y a la manera de emplearlo. Nada hay más precioso. Esto es evidente si te das cuenta de que en un breve momento se puede ganar o perder el cielo. Dios, dueño del tiempo, nunca da el futuro. Solo da el presente, momento a momento, pues ésta es la ley del orden creado. Y Dios no se contradice a sí mismo en su creación. El tiempo es para el hombre, no el hombre para el tiempo. Dios, el Señor de la naturaleza, nunca anticipará las decisiones del hombre que se suceden una tras otra en el tiempo” (La Nube del No-Saber, 4).
Esas decisiones también condicionan nuestro camino hacia Dios. Para llegar a la luz de Dios hemos de ir por el camino del no-saber. Y para ello, en el momento de la oración contemplativa, primero hemos de tomar distancia de todo, extender entre nosotros y todo lo creado la cortina del olvido. En realidad, lo que nos mantiene alejados de Dios es precisamente la ausencia de ese olvido de las cosas cuando nos ponemos delante de él, el recuerdo continuo de tantas cosas que, por lo general, nos turban. Si practicáramos el olvido de las cosas materiales y espirituales, los acontecimientos buenos y malos, facilitaríamos mucho la oración contemplativa. Es verdad que en la vida ordinaria hay que detenerse en las cosas para afrontarlas, pero en la oración es mejor tratar de dejar todo bajo la cortina del olvido. Nos dice el libro mencionado:
“Llego hasta a afirmar que es completamente inútil pensar que puedes alimentar tu obra contemplativa considerando los atributos de Dios, su bondad o su dignidad, o pensando en nuestra Señora, los ángeles o los santos, o en los goces del cielo, por maravillosos que sean. Creo que este tipo de actividad ya no te sirve para nada. Desde luego, es laudable reflexionar sobre la bondad y el amor de Dios y alabarle por ello. Sin embargo, es mucho mejor que tu mente descanse en la conciencia de él mismo, en su existencia desnuda, y le ame y le alabe por lo que es en sí mismo” (La Nube del No-Saber, 5).
Cualquier pensamiento que tengamos de Dios nunca será Dios mismo. Podemos pensar sobre las obras de Dios o los atributos divinos (poder, misericordia, bondad, …), así como sobre la vida y los actos de Jesús, pero nunca sobre Dios mismo, pues nuestra mente nunca podrá comprender a Dios. Como ya he dicho, en esta vida solo el amor puede alcanzar a Dios, no el conocimiento. De ahí que la teología apofática seguida por los místicos se sienta inclinada a abandonar todo lo que se puede conocer de Dios, optando más bien por amar a Aquel a quien no se puede conocer. No podemos conocerlo, pero sí podemos amarlo. El amor llega más allá que el conocimiento, pues puede abrazar lo que se ama aun sin tocarlo. La experiencia de un amoroso, silencioso y ciego deseo de Dios en la oración contemplativa es más fructífero que cualquier otro pensamiento espiritual.
EL ateo es aquel que busca a Dios y lo niega al no poder encontrarlo ni comprenderlo. El contemplativo es aquel que busca a Dios y tampoco lo alcanza a ver, pero lo adora al intuir su presencia.
La oración va desde lo más sensible a lo más místico, siendo muy variada la forma de relacionarnos con Dios. Orígenes nos presenta el camino hacia Dios pasando por tres etapas: la fe, la inteligencia y la sabiduría o el amor, que hacen referencia al cuerpo, al alma y al espíritu que forman al hombre según San Pablo. Guillermo de Saint-Thierry, gran teólogo cisterciense, seguirá en esta línea al hablarnos del hombre animal, del hombre racional y del hombre espiritual: anima, animus, spiritus.
Todo ser viviente es tal porque está “animado”, es decir, porque tiene alma. Un ser muerto es un ser “inanimado”, es decir, sin alma. El alma es, pues, un principio de vida natural necesario que se ve estimulado por los sentidos corporales. Pero si solo nos movemos por lo que nos proponen los sentidos, limitamos mucho nuestras aspiraciones más profundas. La vida animal es necesaria y buena, pero insuficiente y frustrante si nos quedamos en ella, como negativa puede ser la actitud de alguien que, gozando de grandes cualidades para determinada actividad, se conformara con lo imprescindible propio de los que carecen de aptitudes o los principiantes. Quien solo vive para lo que ve, oye o gusta, se corta las alas, conformándose con ser un ave de corral cuando está destinado a volar por las alturas. Y la vida en el corral es frustrante, pues no solo disipa las ganas por ejercitar las alas, sino que llega a convencernos de que no las tenemos. Quien vive para la carne o los sentidos corporales queda atado en ellos.
Esos tales, nos dice Guillermo, tienen un alma inmadura, el anima. No es que sea un alma irracional, es decir, sin capacidad de conocimiento racional, como sucede con los animales, sino un alma que no ha ejercitado esa capacidad y, en este sentido, poca diferencia hay entre el que tiene una fortuna y no puede disfrutar de ella y el que no la tiene. Se asemejaría más a los niños que no han llegado al “uso de la razón”, viviendo movidos por sus sentimientos y apetencias.
Este primer grado del hombre animal caracteriza la forma de vivir su vida según Guillermo. El conocimiento se centrará en la imaginación. El amor será eminentemente sensible. La oración necesitará de imágenes corpóreas para provocar el amor sensible (la humanidad de Cristo). La lectio divina se centrará en el sentido literal de la Escritura. La fe se manifestará de una forma simple, sin entender lo que cree (la “fe del carbonero”). La vida ascética se caracterizará por los ejercicios corporales orientados al dominio de las pasiones.
Si el hombre animal está movido por los instintos naturales más primarios, el hombre racional es el paso a la madurez. Es el paso del señorío del anima al señorío del animus, habiendo adquirido el dominio de las pasiones y un dominio de sí que le da una visión diferente. El hombre animal se asemeja a un niño, que ama y razona como un niño, mientras que el hombre racional actúa como un adulto capaz de elegir lo mejor, sobreponiéndose a sus gustos inmediatos, siendo verdaderamente él mismo, un ser libre (cf. Carta de Oro, 201-202).
El hombre racional tiene un tipo de conocimiento más profundo que el hombre animal, yendo más allá de la simple imaginación. Si el hombre animal solo conoce mediante imágenes, el conocimiento del hombre racional las trasciende. Su conocimiento no se queda en los objetos materiales, sino que escudriña los objetos inmateriales, las perfecciones divinas, las leyes eternas(cf. Carta de Oro, 203-204). Estas expresiones nos invitan a trabajar el dominio de los sentidos como paso para adquirir un sentido nuevo, más libre y profundo, que ve las realidades terrenas y espirituales de forma nueva. Ir más allá de creencias teóricas o de una moral infantil que se queda en lo que está bien o lo que está mal, para conocer mejor y más auténticamente, para saborear lo que se nos tiene reservado.
Tras el hombre animal y el hombre racional está el hombre espiritual. Si el anima del hombre animal se identifica con el mundo de los sentidos y el animus del hombre racional se identifica con el mundo de los valores, el spiritus propio del hombre espiritual se identifica con el “alma” de Dios, que no es otra cosa que el Espíritu Santo. El hombre espiritual se siente “afectado” por el Espíritu Santo, más allá del afecto de los sentidos o de los valores. Una afectación fruto de la unión, participando del mismo gusto que el Espíritu de Dios. En realidad, es el mismo Espíritu de Dios que, habitando en nosotros, ama en nosotros con su mismo amor. Actúa en nosotros sin anularnos. Es él y somos nosotros. Por eso decimos que es el Espíritu quien ora en nosotros.
El hombre espiritual pasa del conocimiento racional a la sabiduría que saborea. Respecto a la fe, sus facultades se han transfigurado, divinizado, conociendo por el “gusto” espiritual más que por los sentidos o la razón. Un conocimiento más directo y unitivo, un conocimiento experiencial por el espíritu. La fe se ha instalado en el corazón y se ha convertido en experiencia. El conocimiento que tenemos de Cristo varía: ya no conocemos a Cristo según la carne, sino como Verbo eterno de Dios. Al mirar a Cristo vemos en su humanidad mediadora a la divinidad de Hijo. Es un conocimiento que no anula las anteriores formas de conocer, sino que las unifica.
El reino de los sentidos es guiado por el reino de la razón y éste es iluminado por el reino del amor y del Espíritu Santo. Los sentidos son vida, pero nos mantienen en una vida meramente animal. La razón debe guiar a los sentidos, a los que necesita para expresar su verdadera condición humana, al mismo tiempo que se debe guiar por el amor y el Espíritu si no quiere terminar siendo fría, dura y generadora de muerte por su insensibilidad y falta de lucidez espiritual. Finalmente, el Espíritu entra plenamente en el ámbito humano por la razón y los sentidos del hombre en los que actúa. La tercera etapa es la que nos descubre nuestro yo profundo u origen divino. En esta tercera etapa la inteligencia que contempla y el amor que ama son una misma cosa que participan del conocimiento y del amor divino. En este nivel no hay algo estricta y exclusivamente “propio”, sino que se puede decir que el Espíritu de Dios vive en mí y yo en Él, pensando, deseando, amando al unísono. Es una actitud más pasiva que activa, a diferencia del razonamiento intelectual que busca comprender y expresar el pensamiento. Se “percibe” “algo” real de Dios. Es pregusto del beso eterno que solo espera atravesar la puerta de la muerte. Ambas realidades están en continuidad, pero, al mismo tiempo, su distancia es infinita. Es una experiencia transformante pero fugaz, si bien deja en quien la tiene un “estado de piedad”, un sosiego interior, un recuerdo de Dios, una pacificación del alma que va renovando la vida y asentándola en Dios. Estamos invitados a entrar en esa dimensión sin quedarnos como águilas dando saltos en el corral de las gallinas.