Desde el inicio de estas charlas sobre una espiritualidad desde el silenciamiento, he resaltado la importancia de silenciar nuestra mente que nos hace vivir en un mundo de fantasmas, un mundo irreal que nos atormenta recordando cosas pasadas, paralizándonos o enojándonos ante las cosas que estamos viviendo con frustración y atemorizándonos por lo que nos pueda suceder en el futuro, por cuáles pueden ser las intenciones de los otros o por su forma de actuar que nos desquicia.
Todo esto nos viene alocadamente también cuando nos ponemos a hacer oración. Y tanto más nos viene cuanta más rienda suelta le damos a la imaginación durante la jornada. De ahí la importancia de frenar nuestra mente y centrarnos en tratar de vivir lo que estamos viviendo en cada instante. La imaginación suele estimularse en el que vive fuera de sí, interesado por las vidas ajenas o la última novedad, y también en el que experimenta algún temor. En el primer caso necesitamos un empeño por habitar nuestro propio corazón. En el segundo caso, cuando nos embargan los miedos personales o el temor a un futuro incierto, la mejor medicina es el abandono confiado en el Señor. Cuando todo va bien no solemos temer y estamos más seguros de nosotros mismos. Pero necesitamos pasar por la prueba de la incertidumbre para ejercitar nuestro abandono y confianza en el Señor, que será lo único que nos transforme interiormente según Dios. A pesar de todo, hemos de contar con la presencia de esta agitación mental en mayor o menor medida según sea cada uno y su historia personal. Y lo hemos de hacer sin desanimarnos, sabiendo que en la oración hay algo todavía más importante que conseguir la quietud mental.
Santa Teresa sufría por los muchos pensamientos que le venían en la oración a la “loca de la casa”. Hasta que entendió que hay un entendimiento superior que recibimos en la oración más allá de los pensamientos: “Yo he andado preocupada algunas veces por la barahúnda del pensamiento y hará poco más de cuatro años que vine a entender por experiencia que el pensamiento o la imaginación no es el entendimiento… Con frecuencia el pensamiento se dispara y solo Dios puede atarle… A mí me parecía que veía a veces a las potencias del alma empleadas en Dios y que estaban recogidas con Él y, por otra parte, el pensamiento, alborotado, me traía tonta” (Las Moradas IV, 1,8).
Santa Teresa no ve imprescindible que se acallen completamente los pensamientos para recibir el entendimiento, que es una potencia del alma y un don de Dios. Basta con no dar importancia a los pensamientos, aunque nos molesten, sabiendo que el entendimiento puede estar, al mismo tiempo, descansando en Dios: “Y así como no podemos detener el movimiento del cielo, sino que anda aprisa con toda su velocidad, tampoco podemos detener nuestro pensamiento y enseguida metemos las potencias del alma con él y nos parece que estamos perdidas y que hemos gastado mal el tiempo que estamos delante de Dios. Y el alma se está por ventura junto con Él en las moradas muy cercanas. Y el pensamiento está en el arrabal del Castillo padeciendo con mil bestias y mereciendo con este padecer. Y, así, ni nos ha de turbar ni lo hemos de dejar, que eso es lo que pretende el demonio” (Las Moradas IV, 1,9). Y nos cuenta su propia experiencia: “Mientras escribo esto, estoy considerando lo que pasa en mi cabeza con el gran ruido que hay en ella… con toda esta barahúnda de ella, no me estorba a la oración ni a lo que estoy diciendo, sino que el alma se está muy entera en su quietud y amor y deseos y claro conocimiento”. Y concluye: “Tengamos paciencia y sufrámoslo por amor de Dios, pues estamos también sujetas a comer y dormir, sin poderlo excusar” (Las Moradas, IV, 1,10-11).
A fin de cuentas, como nos recuerda ella misma, el ascenso en el camino espiritual “no está en pensar mucho, sino en amar mucho” (Las Moradas IV, 1,7). De ahí que esas dificultades mentales en la oración pueden transformarse en virtud cuando lo llevamos con paciencia.
Sin duda que Santa Teresa nos invita a vivir centrados y no dispersos en una continua distracción. No obstante, hace una distinción. El pensamiento que brota del deseo de Dios sí que es bueno y no lo debemos silenciar, pues no es un pensamiento centrado en nosotros mismos, en nuestros miedos o en nuestros gustos personales. Así nos dice: “El mismo cuidado que se pone en no pensar nada, quizás despertará el pensamiento a pensar mucho”. “Lo más agradable a Dios es que nos acordemos de su honra y gloria y nos olvidemos de nosotros mismos y de nuestro provecho y regalo y gusto. Y ¿cómo puede estar olvidado de sí el que pone mucho empeño en no inmutarse y ni siquiera deja a su entendimiento y deseos que se afanen en desear la mayor gloria de Dios ni que se gocen de la que ya tienen? Cuando su Majestad quiere que el entendimiento cese, lo ocupa de otra manera y le da una luz que le hace quedar absorto. Y, entonces, sin saber cómo, queda mucho mejor enseñado que no con todas nuestras diligencias para echarle más a perder. Dios nos dio las potencias para que con ellas trabajemos y obtengamos todo su premio. De manera que no hay por qué encantarlas (acallarlas), sino dejarlas hacer su oficio hasta que Dios las ponga en otro oficio mayor” (Las Moradas IV, 3,6). Y continúa la Santa diciendo que hay que procurar atajar la distracción del entendimiento, pero sin esfuerzos tratando de suspenderlo, ni siquiera al pensamiento. Mejor hacerlo en positivo, sabiendo que se está delante de Dios. sin tratar de entender esa presencia cuando la engolfa. Basta estar sin más, sin pensar, gozándose y sabiendo que dura poco tiempo (cf. Las Moradas IV, 3,7). Como vemos, Santa Teresa no es una maestra de técnicas psicológicas, sino una maestra del espíritu. Las técnicas que nos ayudan a silenciar la mente no son malas, muy al contrario, pueden ser verdaderamente útiles, pero si queremos hacer un recorrido espiritual que nos trascienda, el verdadero camino es el de la fe. Una fe existencial y no solamente doctrinal. Quizás por esto lo más valioso es la perseverancia, la perseverancia del que sabe esperar confiadamente, pasando los momentos oscuros y dolorosos con paz en el corazón, no con una paz sensible, sino con la paz que da el saberse en manos del Dios que le ama y por el que está dispuestos a darlo todo. Una perseverancia que se ha trabajado no aferrándose a las cosas buenas de la vida, sino limitándose a vivirlas con agradecimiento, pero siempre dispuesto a dejarlas, pues ellas no son Dios. Quien así se ejercita, no sufrirá tanto cuando desparezcan para dejar paso a la escasez, el desierto o la oscuridad que nos preparan haciendo hueco al mismo Dios.