Hemos visto cómo el sermón del monte de las bienaventuranzas nos ha enseñado a ir más allá del decálogo que nos dio Moisés en el monte del Sinaí. Ahora Jesús va a refrendar la autenticidad de su predicación con una serie de milagros que dejan ver la acción de Dios en él. Todos necesitamos un motivo para creer a alguien que nos habla. Su credibilidad puede basarse en una relación de amor y confianza, pero ante un desconocido necesitamos tener algún motivo para creer en él. En los evangelios los milagros se presentan como signos que corroboran que Jesús es el Mesías de Dios y actúa como un profeta en nombre de Dios.
La fuerza del signo no está tanto en su espectacularidad -como si estuviésemos viendo actuar a un mago- cuanto en la carga salvífica que conlleva para uno mismo, la vivencia que tengamos del signo como algo que me libera, me cura, que me saca de la angustia y de la pena, iluminando mi vida y llenándola de sentido y felicidad. Por eso, los signos que hace Jesús necesitan una acogida en la fe, lo que supone ya una adhesión a su persona. El simple milagro no produce la fe, como recordaba Abraham al rico en la parábola del pobre Lázaro: Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto (Lc 16, 31). No basta quedar impresionado por lo que se ve si no se abre el oído del corazón.
La dimensión salvífica del mensaje de Jesús hace que sus signos y milagros se centren especialmente en curaciones, pues la curación del cuerpo es signo de la curación del alma, así como la liberación de nuestras ataduras emocionales y psicológicas reflejan la liberación de nuestro espíritu frente al mal espíritu. Tras el sermón de la montaña, el evangelista Mateo nos relata diez signos o milagros: la curación de un leproso, del criado del centurión, de la suegra de Pedro, de un paralítico, de la hemorroísa, de dos ciegos; además de relatarnos la resurrección de la hija de Jairo y la liberación de los endemoniados gadarenos y de un endemoniado mudo. Solo uno de esos signos no está en relación con la salud de la persona: la tempestad calmada, pero todos ellos dan credibilidad a su persona y a su misión.
Jesús manifiesta su poder sobre todo sobre la enfermedad, sobre la muerte y sobre los malos espíritus. También se manifiesta poderoso sobre la naturaleza, que le obedece, pero no suele alterar su curso. Si se fija en la enfermedad, la muerte y los malos espíritus es porque se centra en el hombre mismo, tratando de sanarle desde dentro sin privarle de los acontecimientos que ha de vivir. Querer modificar el curso de la naturaleza o de las cosas está más en el ámbito de la magia y la superstición. Lo verdaderamente importante es ponernos unas botas para caminar y no alfombrar los caminos de nuestra vida, capacitarnos para afrontar todo lo que nos toque vivir y no buscar una vida fácil sin complicaciones. Sanar el corazón y enseñarnos a combatir los malos espíritus que nos llevan a la muerte, es el milagro más saludable y beneficioso.
Hoy somos un poco precavidos ante los supuestos milagros, pues sabemos que hay muchos engaños y que la ciencia nos va descubriendo muchas cosas que antes desconocíamos. Pero resulta curioso cómo mucha gente es más crédula de lo que imaginamos frente a visionarios y echadores de cartas, escrutadores de astros o adivinos de posos de café. Paradójicamente, todos los vaticinios que estos suelen anticipar no importan nada al creyente ni son la función de los signos y milagros que el Espíritu de Jesús nos concede hacer. Lo que se busca en esos adivinos es conocer el futuro para intentar controlarlo, usando muchas veces amuletos de la buena suerte. Los signos de Jesús buscan capacitar al hombre para afrontar su futuro, su vida, haciéndole experimentar la salvación o salud del que cree.
Cuando Jesús baja del monte, donde ha expuesto su nueva ley para ser verdaderamente libres y vivir según el corazón de Dios, nos dice el evangelista que lo siguió una gran muchedumbre y comenzó a realizar milagros con los que se le acercaban. Es el mismo poder que dio a los apóstoles: Habiendo convocado Jesús a los Doce, les dio poder y autoridad sobre toda clase de demonios y para curar enfermedades (Lc 9, 1); y les dijo: Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios (Mt 10, 8).
Hoy día esas palabras nos desconciertan. Si alguien las entiende al pie de la letra le podemos tomar por un iluminado capaz de hacer barbaridades y cometer imprudencias. Si nos mantenemos en una mentalidad más en sintonía con nuestra cultura científica, nos vemos obligados a darle un sentido estrictamente espiritual o metafórico. Quizás ambas realidades se den de la mano. Algo parecido sucede con la enfermedad. Quien la percibe como algo malo que se debe evitar a toda costa, buscará con obsesión la curación, y se sentirá “disminuido” mientras la padezca, llegando a buscar una muerte supuestamente “digna” en los casos más graves que le postren en cama, lo que significa que entendemos el dolor y la enfermedad como algo indigno. Pero bien sabemos que la enfermedad no es una mera limitación física. Todos tenemos alguna limitación física que nos impide realizar determinadas cosas. La enfermedad será algo indigno o no según la visión que tengamos del ser humano y el valor que le demos. En una cultura donde se prioriza la eterna juventud o la estética, los viejos son como los enfermos porque les salen arrugas y no pueden correr como los jóvenes.
Más importante que las limitaciones es cómo vivimos nuestra realidad limitada. Ciertamente que debemos tratar de paliar nuestro dolor para vivir de forma más saludable, pero no tenemos por qué tratar de suprimir toda enfermedad de forma obsesiva, pues es imposible. Así como se debe buscar el alivio o los cuidados paliativos para el enfermo terminal, atacando la enfermedad y manteniendo vivo al enfermo, así debemos de buscar el sentido para vivir lo que vivimos de forma realista. Tener un sentido para vivir, tener esperanza y confianza en la vida, es la mayor sanación posible, pues nos permitirá vivir toda circunstancia adversa sin anularnos como personas. Podemos vivir postrados en nuestra camilla o podemos caminar llevando con garbo nuestra propia camilla. De nada vale perder el tiempo lamentando nuestra mala suerte. Dejemos de estar postrados en nuestra camilla para cogerla y caminar con ella.
Visto así, el poder del Señor Jesús fue sanador, como lo es el que nos da a sus discípulos. Fue algo realmente sanador más allá del hecho de ser curados físicamente o conseguir que desaparezca la adversidad. Lo verdaderamente sanador es el cambio de actitud ante todo lo que nos sucede, la forma cómo afrontamos todos los acontecimientos de nuestra vida con esperanza y alegría, apartando de nosotros las inclinaciones que nos mantienen postrados en la muerte de la desesperación. Y es que la enfermedad no es solo corporal, sino muy especialmente psicológica y espiritual.
Es por eso por lo que la buena noticia de Jesús, al llenarnos de esperanza, al mostrarnos el camino del amor, al permitirnos conocer el amor del Padre para con nosotros y verlo plasmado en la donación de su Hijo, nos sana y vivifica pudiendo llenar de vida la aparente muerte del dolor, la enfermedad o la adversidad. Pero esto solo es eficaz en los que tienen abierto el oído del corazón, no en los que esperan signos espectaculares.