En la nueva ley que Jesús nos trae se nos pide superar el formalismo de la ley antigua y no conformarnos con una justicia meramente humana. La justicia del mundo conlleva cierto deseo de venganza y, en el mejor de los casos, busca la equidad, la respuesta proporcionada. Al hablarnos del quinto, del sexto y del segundo mandamiento, Jesús nos ha pedido ir más allá de la letra, implicar al corazón. Ahora nos va a tocar un tema especialmente comprometido que supone una hondura espiritual, un compromiso vital y un dominio del propio ego que es de pocos, solo al alcance de los que viven del amor, desde Dios y de cara a Dios.
¿Qué hacer cuando alguien me hace mal o trata de aprovecharse de mí? ¿Qué hacemos? La primera reacción es defendernos. Es la reacción más instintiva, la que llevamos inscrita en nuestros genes como instinto de supervivencia. Y cuando el miedo o la inseguridad nos dominan vamos incluso más allá, tratamos de eliminar al que vemos como un peligro para nosotros. Es una actitud desproporcionada fruto de nuestra inseguridad. Quizá no lo haremos acudiendo a la violencia física, pues podemos temer la respuesta más violenta del otro o el castigo social, pero sí podemos utilizar otras muchas formas para aniquilar al que vemos como enemigo, denigrándolo ante los demás o buscando apartarlo de nuestro camino.
A lo largo de la historia de la salvación encontramos un progreso en este tema que nos va llevando a niveles más evangélicos. En el libro del Génesis, cuando se nos refieren los primeros estadios de la humanidad, se nos comenta la barbaridad que decía Lamec: Yo maté a un hombre por una herida que me hizo y a un muchacho por un cardenal que recibí. Caín será vengado siete veces, mas Lamec lo será setenta y siete (Gn 4, 23-24). Lamec era descendiente de Caín, quien mató a su hermano Abel, transformando la fraternidad en fratricidio a causa de la envidia, pecado por el cual entró la muerte en el mundo, según la Escritura: Por la envidia del diablo (= calumniador, acusador) entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen (Sab 2, 24). Es decir, que quien se deja llevar por la envidia y trata de matar a su hermano de algún modo, forma parte de los que pertenecen al acusador y calumniador, aunque vistan traje talar.
Ante esta reacción tan desproporcionada, el mensaje salvador de la Biblia va evolucionando. Primero se apropia de lo que se dice en el Código de Hammurabi, rey de Babilonia en 1750 a.C., que recoge la llamada ley de Talión, y que viene a decir: “serás tratado como trates a los demás”. Hay una proporcionalidad en el daño hecho y el castigo recibido. Así nos dice el libro del Éxodo: Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal (Ex 21, 24-25; Dt 19,21). Y también el libro del Levítico: Si alguno causa una lesión a su prójimo, se le hará lo mismo que hizo él: fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente; se le hará la misma lesión que él haya causado al otro (Lv 24, 19-20). Esta forma de actuar es la expresión pasiva de lo que se nos dirá después: “trata a los demás como quisieras que ellos te tratasen a ti”.
Jesús ha venido a enseñarnos el camino que lleva a Dios, cómo vivir según el corazón de Dios, pero es consciente que estamos enredados en las redes del mal que nos atan. Por eso nos enseña que primero hemos de combatir el mal engañoso que se nos pone delante: Pues yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al mal no se le combate con la misma moneda, sino que se le neutraliza con el bien, se le resiste parándolo como un colchón, no entrando en la espiral de violencia que caracteriza al mal. No sé por qué, en mis tiempos de estudiante se me quedó grabada la tercera ley de la física que dice que, si un cuerpo A ejerce una acción sobre otro cuerpo B, éste realiza sobre A otra acción igual y de sentido contrario (puñetazo a la pared). Del mismo modo hay que enfrentar al mal: hay que frenarlo sin dejarse abatir por él ni responderle con la misma moneda.
La forma concreta de realizarlo es de nota. El Señor Jesús nos propone algo que nos impacta, lo vemos deseable, pero difícilmente lo realizamos. Para poder llevarlo a cabo se necesita un desapego tal de uno mismo, una mirada tan trascendente, un amor por el bien del otro tal que lo anteponga al nuestro, que es algo de muy pocos, algo solo al alcance de los que aman de corazón y se han dejado atrapar por el amor de Dios. Jesús es claro y contundente, sin posibilidad de relativizar sus palabras, aunque lo intentemos:
- Si te abofetean en una mejilla, pon la otra
- Da tu capa al que te quiera quitar la túnica
- Acompaña dos millas al que te pida le acompañes una
- Da al que te pide sin rehuirle.
¿Qué hacemos cuando alguien nos agravia mínimamente, y más si lo hace en público? ¿Qué hacemos cuando alguien toma una cosa nuestra sin nuestro permiso? ¿Qué hacemos cuando alguien nos pide ayuda sin percatarse de nuestras ocupaciones? ¿Qué hacemos cuando sabemos que alguien trata de pedirnos algo que no deseamos entregarle? ¿Cuántas razones válidas y prudentes nos vienen a la mente y al corazón para no cumplir el mandato del Señor? Es verdad, el mensaje de Jesús es solo para locos y enamorados, que es otra forma de enajenación. Contemplemos nuestra forma de actuar y sabremos qué espacio hemos dejado al evangelio en nuestro interior, hasta qué punto el espíritu del Señor nos habita y ha dominado a nuestro natural ego y liberado nuestros apegos.
Es en este punto cuando el Señor Jesús nos presenta el culmen del amor, de la relación con el prójimo, de la victoria sobre el mal que se introduce en nosotros, algo tan alejado de las palabras de Lamec en el libro del Génesis.
Ya en el libro del Levítico se pedía al pueblo de Dios que amara a los suyos y no fuera rencoroso: No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Lv 19, 18). Esta expresión la recoge el evangelista Mateo, atribuyendo a continuación al AT algo que en realidad no dice: Y aborrecerás a tu enemigo. Esta expresión que no existe como tal, puede ser una mala traducción de su original en arameo –lengua pobre en matices-, pudiendo traducirse mejor por: Y no tienes por qué amar a tu enemigo. En cualquier caso, Jesús utiliza esa expresión para lanzarnos a un reto mayor: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen.
Y para ello nos vuelve a remitir a Dios Padre, pues solo imbuidos del amor y conocimiento de Dios seremos capaces de ello: Actuando así seremos hijos de Dios Padre, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Amar solo a los que nos aman o hacer el bien solo a los que nos lo hacen no tiene mérito, es lo que hace todo el mundo. Jesús nos invita a ser perfectos en el amor como lo es nuestro Padre Dios. Esa es la perfección que debe buscar todo cristiano y todo “instituto de perfección”. Esa es la perfección que no genera personas neuróticas, obsesivas ni maledicentes con sus hermanos. Esa es la perfección que alcanza el que se olvidó de sí mismo para dar su vida en el amor. Su equivalencia en el evangelista Lucas es la misericordia, como nos dice final de su discurso sobre las bienaventuranzas y la necesidad de amar a los enemigos: Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo (Lc 6, 36). Si la perfección de Dios es la misericordia, esa es la perfección que los cristianos debemos buscar.