LA ORACIÓN QUE JESÚS NOS ENSEÑÓ
26 de Enero del 2005
Queridos Hermanos y Hermanas:
En mis numerosas visitas a las comunidades he hablado con frecuencia sobre la experiencia de la oración entendida como comunicación con Dios. Hasta el presente no he escrito una carta sobre esta realidad, aunque sí he escrito sobre la lectio divina. Muchos y muchas jóvenes me lo han solicitado, ha llegado el momento de hacerlo.
Quizás recuerden que en la carta circular del año pasado les decía que la calidad de la vida comunitaria depende de la calidad de la comunicación. Tanto la comunicación con Dios como la comunicación entre nosotros consisten en esta doble realidad: escucha y silencio, por un lado; y por otro, palabra y respeto
Ahora bien, nuestra comunión con Dios se fundamenta en nuestra comunicación con Él. La lectio divina, el Opus Dei y la intentio cordis son formas habituales en las que se encarna nuestra escucha-silencio y palabra-respeto. Es así como vivimos habitualmente el amor contemplativo hacia Él, fuente del amor cenobítico entre nosotros.
Mis dos predecesores han tratado el tema de la oración desde diferentes perspectivas. Contamos, pues, con buena doctrina y sanos principios prácticos. Presuponiendo lo dicho por ellos, y a fin de evitar repeticiones, la presente carta se centrará en un único tema: la oración que Jesús nos enseñó.
Tres motivos me impulsaron a tomar esta decisión. El primero: nuestro mundo pluricultural y el occidente que se descristianiza, nos invitan a “cristianizar” nuestra vida monástica. El segundo: oración y vida son y han de ser inseparables, no obstante los y las profesionales de la oración solemos divorciarla de la vida, ya sea por un pietismo intimista o por un vivir activista y sin sentido. El tercero (El Padrenuestro, oración utópica), les será evidente si concluyen la lectura de esta carta.
En efecto, vida cristiana no es equivalente a vida monástica. Hay monjes que no son cristianos y hay cristianos que no son monjes. La vida monástica existe en todas las grandes tradiciones religiosas y es una forma de vida que precede temporalmente al cristianismo en cuanto fenómeno histórico. En nuestro caso particular, en contexto cristiano, nos identificamos como monjes; en contexto monástico universal, nos identificamos como cristianos. No obstante, en toda circunstancia, solemos decir: somos monjes y monjas cristianos. Sería mejor decir: somos cristianos y cristianas que vivimos como monjes y monjas. La vida cristiana es substancial a nuestras vidas, la vida monástica es algo que la especifica.
Jesús enseñó a orar a sus discípulos, y su enseñanza sobre la oración fue totalmente coherente con su vida, palabra y misión. No enseñó oraciones, sino que enseñó a vivir orando y a orar la vida. Cuando Jesús nos enseñó a orar, ¡nos entregó su vida orante! Básicamente, Jesús nos dejó la Oración Eucarística como memorial de su vida pascual, y nos enseñó a orar diciendo “Padre nuestro” a fin de apresurar la venida del Reino del Padre Dios. Toda la vida de Jesús fue un constante desvelo y pasión por la implantación de este Reinado divino. Oramos según vivimos y vivimos según oramos.
El texto del Padrenuestro aparece dos veces en el Nuevo Testamento en dos versiones diferentes. Si ponemos las versiones de Mateo (6:9-13) y Lucas (11:2-4) en dos columnas paralelas se constatan fácilmente las semejanzas y diferencias.
Algunos exégetas contemporáneos nos dicen que la versión de Lucas parece más antigua en cuanto a su longitud, pero el texto de Mateo podría estar más cerca del original en cuanto a la formulación de la parte común a ambas versiones. Para encontrar el Padrenuestro original hay que mantener sólo las peticiones contenidas en Lucas pero según la formulación de Mateo. Pero hay otros exégetas que piensan de modo diferente y opinan que la versión lucana está más cerca de las palabras salidas de la boca de Jesús. Cuestión discutible y que otros pueden discutir.
Una lectura atenta del Padrenuestro permite establecer una doble estructuración del mismo. La estructura más común es la bipartita: una invocación solemne, seguida de tres (dos en Lucas) peticiones en relación con Dios (peticiones-Tú); y una fórmula de transición, seguida de cuatro peticiones (tres en Lucas) en relación con los seres humanos (peticiones-nosotros).
Pero, quizás, la estructura concéntrica del texto mateano es la más interesante. No hace falta señalar todos los criterios literales y doctrinales, internos y externos, que la fundamentan. Veamos como se muestra el texto ante nuestros ojos, en versión más literal, teniendo en cuenta la forma concéntrica del mismo.
Padre nuestro que estás en los cielos |
Santificado sea tu nombre |
Venga tu Reino |
Hágase tu voluntad como en el cielo también en la tierra |
El pan nuestro que necesitamos, dános a nosotros hoy |
Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden |
No nos dejes caer en tentación |
Mas líbranos del Mal |
Les será fácil advertir que, tratándose de siete peticiones, la cuarta es la petición central. Notemos, al menos, una peculiaridad de esta petición central en relación con las otras: es la única que se refiere a algo material, como es el pan.
Cada una de las peticiones evoca un nombre divino. Por ejemplo: Santo, Rey, Señor, Maestro, Misericordioso, Salvador. Y, la petición del pan, ¿qué Nombre de Dios evoca? Si tenemos en cuenta que en la sociedad judía es el padre de familia quien gana y distribuye el pan a sus hijos e hijas, podemos decir que esta petición nos envía directamente al nombre de quien se dirige la oración: ¡Padre!
3. Oración de Jesús y del discípulo
El Padrenuestro es la oración que Jesús enseña a petición de uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar (Lc.11:1). Hasta podemos decir que es la oración que identifica a los discípulos y discípulas de Jesús, distinta de la oración que identificaba a los discípulos de Juan el Bautista: Vosotros orad así (Lc.11:2).
Si esta oración identifica a los discípulos y discípulas de Jesús, habrá que decir también que ella es la oración evangélica por excelencia. Aquello que es central en la Buena Noticia de Jesús lo encontramos resumido en el Padrenuestro: el agradecimiento dirigido al Padre, en la esperanza de la venida de su Reinado; la petición de lo necesario para vivir y convivir en el Reino; la gracia del perdón mutuo, fuente de libertad y liberación; la esperanza, dado que nuestra fe se funda en la certeza de la victoria final de Dios y la realización de su plan salvífico universal.
De hecho, podemos decir que el Padrenuestro es como un resumen de todo el evangelio pues hace evidentes los rasgos más notables de la vida del Maestro: su ilimitada confianza e intimidad con Dios a quien llama Abba; la unión indisoluble que estableció entre su ocupación por la causa de Dios y su ocupación por la causa de los seres humanos; la proclamación del Reinado de Dios como centro de su mensaje; su sometimiento incuestionable y hasta el extremo a la voluntad divina; su perdón incondicional hasta a sus más acérrimos enemigos; su preocupación por la integralidad humana con la debida importancia al aspecto material de nuestras vidas; la urgencia escatológica que selló su persona y misión; su lucha contra el mal y la superación de la tentación gracias a la asistencia del Espíritu Santo.
Es interesante constatar como la tradición eclesial vinculada con el discípulo Juan Boanerges relaciona el Padrenuestro con la oración “sacerdotal” de Jesús la noche de la despedida pascual. La oración de los discípulos no puede ser otra sino la oración del mismo Jesús. Y la oración de Jesús, llegada “su Hora”, es la misma oración que sintetizaba su vida y misión. Quizás nos encontremos aquí con el primer “comentario teológico” de la oración del Señor. Los siguientes textos, útiles para alimentar nuestra meditación, ilustran lo que estamos diciendo.
-Padre nuestro: Jn.17:1,5,11,21,24,25
-La santificación del Nombre: Jn.17:6,11,12,17,19,26
-Venida del reino: Jn.17:1,5,10,24
-En la tierra como en el cielo: Jn.17:4,5,22
-No nos dejes caer en la tentación: Jn.17:12
-Líbranos del mal: Jn.17:12,15
-Cumplimiento de la voluntad divina: Jn.17:2,4,6,9,11,12,24
-El perdón y el amor: Jn.17:23,26
-La unidad como hijos del mismo Dios: Jn.17:21,23
Y podemos avanzar aún un poco mas. La oración que Jesús nos enseñó alcanza su cumbre en el “memorial” que Él nos dejó. El Padrenuestro expresa todo su sentido en el contexto de la Eucaristía en cuanto sacrificio de acción de gracias.
-El Nombre del Padre es santificado y su Reino es realizado irrevocablemente en la cruz y en el Mesías crucificado.
-Su voluntad llega a cumplimiento definitivo en el consumatum est.
-La petición perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos… es confirmada plenamente en las palabras del Crucificado: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen.
-La petición del pan cotidiano se hace aún más elocuente en la Comunión eucarística cuando, bajo la especie del “pan partido”, recibimos el Cuerpo de Cristo.
-Y la súplica no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal alcanza su máxima eficacia en el momento en que la Iglesia ofrece al Padre el don supremo que nos libera de todo mal.
La oración comienza con una solemne invocación: Padre nuestro. Jesús deja de lado otros nombres y títulos divinos típicos de la cultura religiosa de su pueblo. Nuestro Maestro, cuando nos enseña a orar, nos pone a todos y cada uno sin excepción en situación igualitaria ante Dios. Notemos, además, que se trata del mismísimo Padre de Jesús. Se trata del Padre de Él, mío, tuyo y de todos. De Él, consubstancialmente; de nosotros, por adopción en Él.
Nuestro Dios no es alguien lejano y desconocido. Es Alguien íntimo, gozosamente encontrado y afectuosamente conocido. Quienes así lo conocen saben que es también Madre por la acción maternal de su Espíritu. Él siempre se nos adelanta y toma la iniciativa. La fe enamorada nos permite verlo actuar en todo y saber por experiencia que nuestras vidas están sostenidas y vivificadas por un Padre omnipotente y Madre misericordiosa. Por esto sabemos que nuestras peticiones serán oídas y respondidas.
Esta invocación, que supera toda capacidad humana, es posible gracias a la asistencia del Espíritu Santo y a nuestra incorporación en Cristo. Es la realidad más íntima y santa del Evangelio, en ella se unen entrañablemente las experiencias de paternidad, filiación, fraternidad-sororidad universales. La filiación nos diviniza, la fraternidad-sororidad nos humaniza. Ambas experiencias nos permiten vivir como divinamente humanos.
Algunas culturas contemporáneas sufren la ausencia de la figura paterna; otras, una suplantación distorsionada en forma de prepotentes “machismos”. Sin pretender sublimaciones inconsistentes, milagros irreales, ni compensaciones vacías, la experiencia enseña que la gracia de la oración del Padrenuestro suele traer consigo tres preciosos dones: capacidad de acción creativa, apertura al riesgo audaz y visión de la realidad con proyección futura. Paradójicamente, cuando los varones encarnan y viven estos dones, típicamente varoniles, las mujeres pueden ser auténticamente femeninas. Por otro lado, la experiencia filial es la más radical de las terapias que permite gustar el sentido de la vida, en aquello que ella tiene de: confianza, afirmación, superación y trascendencia.
Veamos ahora las tres peticiones-Tú. Tengamos presente que en el original griego los verbos de cada petición están en voz pasiva. Esto tiene un sentido especial: el sujeto de la acción es ante todo Dios mismo. Sin descartar la acción de los orantes, el Padre tiene la iniciativa, es Él quien santifica su propio Nombre, posibilita la llegada de su Reino e implanta su Voluntad.
La primera petición dice así: Santificado sea tu Nombre. La santidad de Dios consiste en su gloriosa identidad comunional y paterna. Le pedimos que nos la revele, es decir: que reúna a los hijos e hijas de Dios que andan dispersos. También sabemos que santificamos el nombre de Dios cuando lo alabamos y adoramos como único Padre. Más concretamente aún cuando cooperamos con su obra de santificación en nuestros corazones.
Los tres principales misterios de la revelación y de la fe cristiana son estos: La Santísima Trinidad, la Encarnación pascual redentora y nuestra santificación divinizante. Muchas veces nos resulta más fácil creer en aquello que no nos toca directamente, la constatación de nuestra miseria nos impide creer en la obra divinizadora de Dios en nuestros corazones. Pero, precisamente, el reconocimiento y aceptación de nuestra miseria es condición para nuestra divinización. La fe en esta verdad es fuente de paz y felicidad.
La segunda petición, ¡Venga tu reino!, es como un poderoso clamor de esperanza. Un grito de fe presente abierto al abismo del futuro: ¡Revélate, vence y sálvanos definitivamente! Ese Reino deseado y anhelado es Dios mismo reinando; es la presencia de un Soberano que ofrece infinita misericordia e invita con urgencia a la conversión. Sabemos que si Dios no instaura su Reino, si Él mismo no reina, nuestras vidas y nuestra misión son vanas.
El Reino de Dios fue la razón de vivir y de morir de Jesús. Su proyecto fue un mundo nuevo en el que todos podamos ser hermanos y hermanas, hijos e hijas de un mismo Padre divino. Nuestra vida monástica cenobítica se ubica en línea de continuidad con este proyecto. La experiencia de comunión comunitaria en el amor es garantía del Reino futuro. Sin filiación, sororidad y fraternidad somos nada.
Hágase tu voluntad, como en el cielo también en la tierra, decimos en la tercera petición relacionada con Dios. Con otras palabras: ¡Que venga definitiva y finalmente tu Reino!, ¡Que se acepte tu designio de salvación!, ¡Que cumplamos tu voluntad, manifestada en el mandamiento del amor sin exclusión, con un corazón libre y filial!
La voluntad de Dios consiste en nuestra salvación y felicidad en Cristo. Sólo se nos pide consentir con Aquel que dijo en agonía: no se haga mi voluntad sino la tuya (Lc.22:41). La unión con Jesucristo es comunión de amor, es decir: acuerdo de voluntades, en un mismo querer y un mismo no querer. El consentimiento de amor con Él es un beso que une dos alientos, dos espíritus: el que así se adhiere a Dios se hace un solo espíritu con Él (I Cor.6:17). Esta perfecta armonía de voluntades, esta adhesión en un solo espíritu, es un verdadero matrimonio espiritual, indisoluble y eterno.
La autoridad cristiana es una mediación de la voluntad divina; y la obediencia monástica está también llamada a manifestarla. Pero, lamentablemente, no es siempre así. Hay autoridades que a veces no están al servicio de la vida y/o multiplican trivialmente los mandatos. Por otro lado, no faltan monjes y monjas que se han encerrado en sus propias vidas y/o han confundido la obediencia con la petición de permisos. Cuando esto sucede, ¡qué lejos estamos de Cristo Esposo y del amor esponsal!
En el cielo, ámbito de quienes ya participan de la vida divina, el Nombre de Dios es santificado, su Reino ha llegado plenamente, su voluntad ha sido cumplida. Deseamos y pedimos que, de igual modo, suceda en esta tierra que habitamos y que aún gime con dolores de parto en la esperanza de la manifestación gloriosa de los hijos e hijas de Dios.
En las tres primeras peticiones nos hemos ocupado de la causa de Dios, en las cuatro restantes suplicamos a Dios que se ocupe de nuestra causa y en nuestro favor. Por eso podemos hablar de “peticiones-nosotros”. En estas peticiones el Padre es el protagonista principal y nosotros somos sus colaboradores: sin la colaboración humana se frustra el proyecto divino. La realización de lo pedido comienza ya hoy, pero se realizará plenamente en el futuro. Las peticiones integran el presente y el futuro: ¡ni presentismos ni escatologismos!
Llegamos a la petición central, la cuarta: El pan nuestro que necesitamos, dános a nosotros hoy. Es la única petición de algo material en beneficio nuestro. Surge la pregunta: ¿Qué significa el pan en el Padrenuestro?
El pan es una realidad material y simbólica: siendo lo que es, envía a algo más. El pan, al igual que otros alimentos básicos en otras culturas, junta en sí mismo naturaleza (cereales y agua) y cultura (horneada, mesa, familia, comensales). Este pan que pedimos a Dios tiene la peculiaridad de ser nuestro pan, es decir: el pan que el Padre Dios nos da y que nosotros hacemos.
Remontémonos a los orígenes. Dios bendijo a nuestros primeros padres con una bendición de fecundidad y les donó casi todo tipo de alimento. Pero, luego del pecado de origen, el suelo es maldito y precisa ser trabajado con esfuerzo y sudor, sólo así el ser humano logra obtener su pan para alimentarse (Gn.1:28-30; 3:17-19).
Es evidente que nuestros cuerpos se alimentan de pan material. No es tan evidente, que nuestro espíritu también necesita alimento. Recordemos las palabras de Jesús al tentador que le proponía convertir piedras en panes: no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt.4:3-4). El primer alimento espiritual que nos ofrece el Padre Dios es su Palabra, pero no es el único. El pan que Jesús desea que pidamos es su cuerpo donado (Lc.22:19)… para la remisión de los pecados (Mt.26:28). El discípulo Juan, el que reposaba la cabeza en el pecho de Jesús durante la cena del adiós, comprendió bien que: el pan que ha bajado del cielo, que nos da vida eterna, es el mismo Jesús (Jn.6:33-35).
El pan material es don de Dios y fruto de las manos humanas: lo recibimos como hijos y lo donamos como padres y madres. El espíritu también necesita ese pan que es la Palabra de Dios y el Cuerpo de Cristo donados para nuestra salvación. En dos ocasiones Jesús multiplicó panes para alimentar a la muchedumbre y, cuando el mismo se donó, se entregó hasta la consumación total. Los seguidores de tal Maestro estamos invitados a hacer otro tanto: procurar que a nadie le falte pan y Pan. Nuestras comunidades monásticas viven en comunión de amor gracias al Pan de Vida; y, a causa de este mismo Pan, están invitadas a una generosa solidaridad a fin de que a nadie le falte el pan. Cuando esto suceda, muchos serán bienaventurados por poder comer pan en el Reino de Dios (Lc.14:15; cf. 13:29).
La quinta petición dice: Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Dios, en Cristo, nos amó primero; y nos amó perdonándonos. Jesús, destrozado en cruz, pide al Padre nos perdone pues somos unos ignorantes. Un miserable ladrón, atormentado y moribundo, es el primer salvado por este perdón. Pedir perdón a Dios es lo mismo que reconocerse pecador.
Para poder pedir perdón sin hipocresía también nosotros hemos de perdonar a nuestros ofensores. Es así como se rompe la cadena de la violencia y del odio. Nuestro perdón es testimonio de nuestra fe y amor, gracias al mismo podremos presentarnos con confianza ante el Padre el último día.
El Patriarca San Benito sabe por experiencia que sólo el perdón es capaz de restablecer la paz entre los hermanos rota por el odio y el rencor, por eso desea que esta oración, sobre todo la petición del perdón de los pecados y ofensas, sea siempre rezada por el Superior al final de los oficios de Laudes y Vísperas (RB, 13:12-14).
En la sexta petición imploramos: No nos dejes caer en tentación. De lo contrario, si no sentimos la ayuda del Padre, aunque dicho auxilio jamás nos falte, caeríamos en la prueba y seríamos fácilmente tentados. Las tentaciones más infernales son: la incredulidad, el desamor y la desesperanza. También, cualquier tipo de arrogancia y riqueza que se oponga al Reino. Para nosotros, monjes y monjas: la murmuración, la propiedad privada y lo que hiera la comunión. Y, sobre todo y para todos, la apostasía al fin de los tiempos.
En la séptima y última petición oramos: Mas líbranos del Mal. No se trata de que el Padre nos saque del mundo, pero sí que nos haga extraños a la conducta mundana. Y, sobre todo, que nos libre del Maligno, ahora, mañana y siempre.
Si deseamos parafrasear y sintetizar la oración del Señor, podemos hacerlo así: ¡Abba, que venga tu reino y nos reúnas en él! Porque eres Abba, te queremos y proclamamos Rey. Cuando reines habrá pan, perdón y liberación definitivas para todos.
El radicalismo evangélico es algo utópico y el Padrenuestro lo expresa a la perfección. ¡Hace ya dos milenios que los cristianos rezamos esta oración, no obstante: la voluntad del Padre no es cumplida, su Reino no viene y el reino del mal parece prevalecer por doquier! ¿Qué más utópico que trabajar y procurar pan abundante para todos, cuando la realidad es que vivimos en un mundo en donde un tercio de la población se muere de hambre y otro tercio no tiene lo necesario? ¿Qué más utópico que apostar por el perdón y perdonar para instaurar el Reinado de Dios, cuando vivimos en un mundo en donde la justicia no tiene en cuenta el perdón y muchas veces está al servicio de la violencia?
Recordemos que utopía no es equivalente a lo inexistente o lo irrealizable. El sentido profundo de la utopía consiste en: la crítica de lo que existe y la proclamación de un proyecto de lo que podría existir para gozo de todos. Una utopía genuina provoca la imaginación prospectiva para percibir en el presente algo todavía ignorado que se encuentra inscrito en él, y para orientar hacia un futuro mejor. La auténtica utopía sostiene además la esperanza por la confianza que da a las fuerzas inventivas del espíritu y del corazón humano.
Si todos los humanos creyéramos en Dios y nos comportáramos como hijas e hijos suyos, existiría la fraternidad-sororidad universal, a nadie le faltaría el pan material y todos nos gozaríamos compartiendo el Pan espiritual. Si los cristianos oráramos y viviéramos como el Señor nos enseñó estaríamos más unidos, habría más comunión entre las iglesias, la religión no sería jamás el opio del pueblo, el mundo entero sería un cenobio y nosotros seríamos ya desde hoy las semillas de ese mundo nuevo. El que sea capaz de soñar, que sueñe.
Les confieso, hermanas y hermanos, que sigo soñando con la re-evangelización de nuestra vida monástica. Muchas veces me he preguntado: ¿son nuestra conversatio y testimonio “buena noticia” para nosotros, para la Iglesia y para el mundo? Tengo por cierto que no nos falta fidelidad al carisma de nuestros Padres del Císter, aunque quizás nos sobran tradiciones cistercienses, lo que sí nos falta es un poco más de creatividad evangélica. ¡Primero, el Reino de Dios y su justicia, el resto se nos dará por añadidura. ¡Aunque muchas veces somos nosotros los que añadimos sin más!
En la carta circular precedente les presenté cuatro formas diferenciadas, y con posibilidad de ser en alguna forma complementarias, de vivir algunos aspectos de nuestra vida comunitaria. Me interesa ahora la forma utópica y evangélica. Me limitaré a recordarla y agregar alguna palabra al respecto. Mi intención es estimular la intuición y reflexión.
-Pobreza: Si nuestra pobreza no nos hace felices no es evangélica, pues no nos hace entrar en el Reino de Dios. No se trata de multiplicar miserias sino de acrecentar la misericordia para que la solidaridad sea real y eficiente. Los bienes compartidos en comunidad ya no son propios sino comunes. Y cuando estos bienes comunes se comparte hacia afuera se convierten en instrumentos de comunión, la solidaridad consiste precisamente en eso. La comunidad de bienes y la solidaridad con todos es el nombre nuevo de la pobreza consagrada en un mundo injusto y en el que prevalece la exclusión.
-Castidad: Jesús nos invitó a amar, no a ser castos sin fraternidad y sin amistad, es decir, careciendo de hermanos y hermanas, amigos y amigas. Menos aún, enterrando al amor por causa de la virginidad. La castidad es amor ordenado al servicio de la integración personal y la armonía interpersonal y comunitaria. El amor así entendido es místico pues conduce y permite entrar en el corazón del Misterio de Dios Amor.
-Obediencia: La obediencia es escucha con asentimiento a la voluntad misericordiosa de Dios.. El monje y la monja obedientes buscan comulgar con la voluntad divina gracias a una mediación humana purificada y responsable. Sin embargo, no es fácil discernir y ser mediador de esta voluntad. Si nuestro servicio de autoridad no está al servicio de la vida es autoritarismo, dictadura o solapada manipulación amparada por una institución que invoca lo sagrado para robustecer su control. La filiación divina y la fraternidad-sororidad son el ámbito y contexto de este escuchar para asentir con libertad y paz.
-Comunidad: Así como Cristo es sacramento del Padre, de igual modo la comunidad cristiana es sacramento de Cristo. La comunidad no es algo sino alguien. No importa cuántos somos, lo decisivo es cómo vivimos. Vivir en comunidad significa: abrirse a la diferencia y enriquecerse con ella para crear comunión. Muchos ojos mirando en la misma dirección con una visión multiforme y convergente. Separados del mundo para vivir en su misma entraña y a su servicio.
-Liturgia: Lo célebre de la celebración litúrgica es el Cristo pascual entre y en nosotros. Acción y signo, fiesta de salvación y comunión. Buena noticia que rompe los moldes cuando inspira la gracia genuina del Espíritu. Lugar de oración y contemplación que alcanza su cumbre en el éxtasis eucarístico hacia el Padre común. Más vale un suspiro de amor que cien salmos formales aunque sean palabras de Dios.
-Virtudes: Hay virtudes masculinas y femeninas, de jóvenes y ancianos, de rudos y cultos. Jesús las juntó todas en su corazón y acción. Todas reciben vida del amor. No es suficiente amar, el buen celo es amar con pasión, ardentísimo amor. Jesús, movido de pasión, sufrió la pasión, para que pudiéramos vivir y morir de amor.
La obra del Padre Dios y nuestra colaboración con ella se ubican en el “ahora” del tiempo presente y el “todavía no” pues se abre al futuro. El Padre ya está obrando, de aquí la urgencia e importancia del momento presente. Pero su acción todavía no ha desplegado todo su poder, el cual sólo se manifestará cuando irrumpa el Resucitado e implante definitivamente su Reino. La utopía cristiana y monástica se sitúa entre estos dos momentos, por eso abre a la esperanza futura desde el realismo del presente.
Concluyo recordándoles una palabra programática del Papa Juan Pablo para el nuevo milenio: nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también como acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón” […] Ciertamente, los fieles que han recibido el don de la vocación a una vida de especial consagración están llamados de manera particular a la oración: por su naturaleza, la consagración les hace más disponibles para la experiencia contemplativa, y es importante que ellos la cultiven con generosa dedicación (Novo Millennio Ineunte 33-34).
El Padrenuestro, orado en espíritu y en verdad, es sello de identidad cristiana, nudo de oración y acción, fuente de evangelización, anticipo de esperanza y umbral hacia la mística. Permite gozar y testimoniar la Buena Noticia del Reino e introduce en los misterios del Rey.
Con un abrazo fraterno y grande, en María de san José,
Bernardo Olivera
Abad General O.C.S.O.