CARTA CIRCULAR DE 2003
SOBRE EL CELIBATO Y VIRGINIDAD CONSAGRADOS
Roma, 26 de Enero del 2003
Queridos hermanas y hermanos:
Mis dos cartas circulares precedentes tuvieron como tema el seguimiento de Jesús (2001) y el radicalismo evangélico (2002). La presente carta sobre el celibato y la virginidad consagrados se ubica en ese contexto a fin de completar el tríptico. Considero que nuestro celibato y virginidad son signos elocuentes de radicalismo evangélico en el seguimiento del Señor Jesús.
Intento una nueva aportación a la antropología cisterciense de corte cenobita. Es decir que el enfoque de esta carta será prevalentemente antropológico, aunque no cerrado en sí mismo sino abierto a la espiritualidad o fe existencial. Esto explica que retome la corriente del discurso muy en el origen de las aguas y lo eleve a las alturas de la comunión mística con el Señor.
Por otro lado, se darán cuenta que he dejado de lado temas tales como la homosexualidad y la homofobia, la amistad y el enamoramiento, la castidad y la comunidad, la virginidad-celibato y la comunión fraterna, la vida consagrada y la vida matrimonial. Incluir todo ello hubiese excedido y complicado la presente carta que tiene pretensiones más modestas.
En la media de lo posible tendré en cuenta las diferencias de sexo y de género, aunque por motivos obvios el discurso estará varonilmente coloreado o sellado. Me hubiera gustado usar un lenguaje consistentemente inclusivo, pero el genio de mi propia lengua materna no lo permite sin caer en formulaciones engorrosas o complicadas. Por otro lado, soy bien consciente de que la doctrina expuesta tendría que ser enriquecida con aportes provenientes de otras culturas diferentes de la mía. A medida que pasan los años me doy cuenta en forma creciente de esta última limitación.
Y concluyo esta introducción con una advertencia medio en broma medio en serio. Esta carta es prohibida para personas menores de 18 y mayores de 95 años de edad. Es desaconsejable para quienes sufren de miopía espiritual y parálisis mental. Es recomendable para aquellos y aquellas que tengan buena voluntad y, sobre todo, tiempo.
La revelación judeo-cristiana nos enseña sobre nuestros orígenes. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Por eso somos “alguien” y no algo. Somos capaces de conocer y conocernos, poseernos y donarnos, somos capaces de comulgar con otros y otras. Creados a imagen y semejanza de Dios, somos personas humanas, varones y mujeres. La experiencia cotidiana nos confirma estos datos elementales de la antropología bíblica. Es que Dios se revela y nos enseña mediante nuestras experiencias más profundas.
Dios nos creó varones y mujeres. No aisladamente sino en relación recíproca o esponsal, respetando la igualdad personal y la diferencia de sexos sin ningún tipo de subordinación o nivelación. Él mismo, Dios, nos dice además que la igualdad personal y la diferencia sexual entre el varón y la mujer remiten al misterio de la Trinidad. En la Trinidad se da la máxima diferencia en el seno de una identidad absoluta. Hemos sido creados a imagen de ese único Dios Trinitario.
Yo y cada uno de nosotros somos personas pues somos íntimamente un “yo” y existimos en relación con un “tú” y muchos otros. En otras palabras, somos autónomos e independientes a fin de vivir en solidaridad e interdependencia.
En cuanto varón puedo decir que ella, la mujer, es otra. Esta diferencia irreductible es para mi el signo más radical del totalmente Otro, Dios. Supongo que ellas podrían decir lo mismo de mí y de cada uno de nosotros.
Todos y cada uno nos vamos personalizando a lo largo de la vida. En este proceso de personalización entran numerosas relaciones individuales, familiares y grupales. Aún más, somos el producto de las historias y culturas de nuestros respectivos países y continentes. Si no fuera por los otros y las otras no seríamos nadie ni nada.
Pero la historia humana es también dramática. El pecado nos separó de Dios, hizo opaca su imagen en nuestro ser y quebró la semejanza con Él. Por eso el pecado hirió y hiere de muerte la reciprocidad entre el varón y la mujer. Este pecado se vale del poder a fin de dividir: poder de dominio y poder de seducción. El Hijo de Dios se hizo hombre para devolvernos la semejanza perdida y hacer brillar la imagen en todo su esplendor, para restituirnos a la integridad y comunión originales.
Gordos o flacos, altas o bajas… somos personas corporales y cuerpos personales. Nuestra corporalidad nos afecta totalmente, tanto en lo relacional cuanto en lo íntimo de nuestro ser. Mediante mi cuerpo transformo la creación: sin manos no podría trabajar; mediante el cuerpo me manifiesto ante los demás o me escondo: no soy un fantasma ni siquiera cuando intento ocultar el corazón.
El cuerpo que soy me individualiza en forma permanente, mi cuerpo lleva las huellas del paso del tiempo, mi cuerpo testimonia que la vida me ha curtido con su experiencia. Cualquiera que me haya encontrado podrá decir, Bernardo es flaco, de mediana estatura, cargado de espaldas, canoso, de orejas y nariz grandes, tiene la frente surcada de arrugas… Quienes me ven me identifican. La policía también, no existen dos personas que tengan las mismas impresiones digitales.
Somos cuerpo y espíritu, tan inconfusamente unidos, que resulta difícil establecer la frontera. Nuestro espíritu se hace visible y vulnerable en nuestro cuerpo, nuestro cuerpo se interioriza hasta hacerse espíritu. Yo-cuerpo-espíritu soy relación a todos los niveles: cuando como, cuando hablo, cuando amo, cuando resucite en el último día.
Los varones y las mujeres nos distinguimos por dos formas de “ser cuerpo”. Ambas formas son esponsales: capaces de expresar el amor como don de sí mismo, capaces de acoger el don que se dona. Nuestra existencia corpórea alcanza su ápice y su epifanía en los gestos de amor: caricia, beso, abrazo, unión, éxtasis. Yo-cuerpo soy capaz de comunión.
Ningún libro de la Sagrada Escritura valora tanto la igualdad entre la mujer y el varón, el amor y el cuerpo humano como el Cantar de los Cantares. La “autora” del Cantar habla del cuerpo con toda naturalidad y sin ninguna malicia, no hay parte del cuerpo que sea indecente, cada parte da lugar a la poesía y a la canción. Interpretar el Cantar de los Cantares sólo como una alegoría y símbolo del amor de Yahvéh por su pueblo es vaciarlo de realismo y misterio. El sentido literal del texto también nos remite a Dios, pues siendo la mujer y el varón imágenes de Dios, la experiencia del amor interpersonal humano hace presente el fuego del Señor Dios.
Somos humanos pues hemos sido tomados del humus o polvo de la tierra, por eso mismo somos corpóreos. Y también somos capax Dei, abiertos a Dios pues Él insufló en nosotros su aliento de vida haciéndonos a imagen y semejanza con Él Por otro lado, Dios es capax hominis, tanto que se encarnó y habitó entre nosotros. Los humanos somos imago Dei, reflejamos la soledad de una Persona creadora de todo lo existente y, más aún, reflejamos una inescrutable comunión de Personas divinas. Supongo que nadie se escandalizará al escuchar decir que la Trinidad se refleja en esa unión “en una sola carne” abierta al don de la vida.
La ciencia y la fe nos dicen que nuestra energía vital –insuflada por Dios al crearnos y participativa de la energía primordial o cósmica– es procesada en la consciencia y da lugar a todas las manifestaciones y funciones de nuestra vida humana, muy especialmente la vida afectiva y sexual.
Y nuestra experiencia cotidiana nos muestra que nuestros cuerpos humanos son cuerpos diferentemente sexuados. Esto nos permite decir que somos, con lenguaje biológico: machos y hembras; con lenguaje personal: varones y mujeres y con lenguaje de género: masculinos y femeninos.
Hablar de la sexualidad humana es mucho más que hablar de la genitalidad. La sexualidad es una condición fundamental de nuestras vidas personales; ella configura nuestro ser, nuestro estar y obrar como personas humanas. Hasta nuestro pensar, querer y sentir; el mismo creer, amar y esperar se expresan según una forma de individuación sexuada.
Para lo que ahora nos interesa diremos que la sexualidad es energía vital, relacional y creativa. Se refiere particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otros. Es posible, sin distorsionar la realidad, distinguir tres niveles en la unidad de nuestra sexualidad:
-El nivel de la sexualidad primaria implica varias dimensiones, entre ellas: la configuración masculina o femenina de nuestro ser personal y corporal, la percepción de toda la realidad con ojos masculinos o femeninos, la orientación propia del varón hacia la mujer y de ésta hacia aquél y los comportamientos naturales y culturales propios de cada uno de los dos géneros.
-El nivel de la sexualidad afectiva: o sea todo ese mundo de sentimientos sexuados, con mayor o menor presencia del deseo o eros, que tienden hacia o incorporan algún tipo de intimidad. Aquí se ubica toda una gama de amores, tales como: el amor paternal, maternal, filial y fraterno; el amor de amistad y el amor erótico de enamoramiento. Me adelanto a decir que en las personas célibes este nivel es un fin en sí mismo; en las personas casadas puede ser camino hacia comportamientos genitales.
-El nivel de la sexualidad genital: en el cual podemos distinguir entre fantasías y comportamientos genitales. Las primeras se sitúan originalmente en la imaginación y la afectividad con resonancia consecuente en los órganos genitales; los segundos están destinados a activar directamente la apetencia sexual. En este nivel se sitúa el amor conyugal que lleva a hacerse una sola carne y que encuentra su plenitud en el orgasmo.
La experiencia concreta de la sexualidad suele diferir entre los varones y las mujeres. Si bien la mujer suele tener más necesidad de contacto corporal, no obstante su necesidad de relaciones genitales parece ser menor que la del varón; para ellas la genitalidad es sólo un aspecto más de la relación afectiva y de la intimidad. Los varones, por el contrario, tendemos a “genitalizar” la sexualidad. Cuando esto acontece, empobrecemos el eros, la sensualidad corporal y la capacidad de intimidad afectiva.
Nuestra sexualidad evoluciona al compás de los grandes ciclos de nuestra vida personal. No podría ser de otra manera: somos personas sexuadas. Cada uno de nosotros, según su capacidad de autoconocimiento, podrá constatar una evolución que a grandes rasgos puede presentarse así:
-En la niñez y adolescencia se establecieron las bases y había poca posibilidad de interpretar el sentido de la sexualidad.
-Durante la juventud hay incertidumbre y confusión, se conoce la pasión del amor sexual y los encantos del enamoramiento, pero casi se ignoran las riquezas de la intimidad heterosexuada y la potencialidad espiritual de la sexualidad y de la castidad. Los varones tememos perder nuestra independencia y pienso que las mujeres temen permanecer solas o ser abandonadas. En este momento de la vida se toman decisiones básicas: vivir la sexualidad en la conyugalidad matrimonial o vivirla en el celibato y virginidad consagrados.
-En la edad adulta se descubre en plenitud la fuerza de la fecundidad física y de la generatividad entendida como cuidado solícito, acompañamiento y orientación de otros más jóvenes. Se crece en la capacidad de intimidad y ternura. Se revaloriza el eros o deseo. Se consolidan las amistades. Se impone la necesidad de encontrar el sentido humano y espiritual de la sexualidad y de la castidad y se va aprendiendo que ellas encuentran su último sentido en el amor humano y en el Amor divino. Se va finalmente integrando la propia historia sexual y las opciones hechas. La experiencia de la menopausia (aún en los varones) suele marcar un antes y un después.
-Por último, en la ancianidad, es la hora de vivirse en paz y plenitud como persona corporal y sexuada abierta y lanzada hacia lo trascedente y el totalmente Otro/a.
No hace falta viajar demasiado o haber vivido largos años para constatar que las diferentes culturas y épocas regulan e interpretan la sexualidad de forma distinta. Muchos somos testigos de una evolución sobre la valoración de la sexualidad en el mundo occidental: de la represión condenatoria al permisivismo justificado y la comercialización consumística. Los medios de comunicación de masas están universalizando dicha comercialización.
La cultura machista y el desenfreno sexual esclavizan al eros y ensalzan a la genitalidad. Es decir, el nivel de la sexualidad genital desplaza y ocupa el nivel de la sexualidad afectiva. Entonces, el eros, en cuanto pasión y vigor vivificante que tiende hacia el gozo de la comunión, queda reducido a mero erotismo. Es así como los humanos nos animalizamos, desintegramos y oponemos, especialmente unos contra otras y otras contra unos.
El eros es deseo de comunión, plenitud y gozo interpersonal, permite sentirse pleno y regalar plenitud. El eros, así considerado, es atractivo y temible. Atractivo, por su promesa de plenitud. Temible, pues pide bajar los controles o dejar de lado todo control. La intimidad afectiva despierta al eros, todo esto es atractivo; pero, al mismo tiempo, la intimidad a la que el eros invita pide bajar aún más los controles, esto es causa da miedo. Si bien no hay que jugar con el peligro, una vida sin riesgo alguno es una pobre vida. Quien extingue el fuego del eros-deseo se convierte en ceniza.
La persona humana tiene necesidad, en un cierto sentido, del lenguaje del cuerpo y de la sexualidad a fin de poder manifestarse. La persona-cuerpo-sexo es fundamentalmente capacidad de relación y artífice de comunión. La sexualidad, en su sentido más profundo, es la evidencia tangible de la esponsalidad de la persona-cuerpo. Los monjes y monjas, por más “vida angélica” que vivamos, no somos ángeles, y quienes pretenden serlo terminan siendo demonios.
Pretender “definir” el amor es como pretender “comprender” a Dios. Digamos, no obstante una palabra sobre el amor, con respeto, humildad y amor. Todas las manifestaciones del amor implican, de una u otra manera, la afectividad, el deseo y la sexualidad. Más allá de sus diversas manifestaciones o formas, el amor es: atracción y decisión de donarse y acoger a otro/a, para afirmarlo/a y para que crezca y exista aún más. Las principales manifestaciones del amor, que todos podemos fácilmente reconocer, son las siguientes:
-Amor materno: es misericordioso y naturalmente incondicional, predominando lo afectivo.
-Amor paterno: es veraz y espontáneamente condicional, acentúa lo efectivo.
-Amor filial: es dependiente, subraya la acogida y el respeto.
-Amor fraterno: es universal y amigable, destaca lo promocional.
-Amor esponsal: es heterosexuado, predomina la mutua donación y acogida fecundas en una sola carne.
-Amor social: es justo y equitativo, busca el bien común.
¿Cuál de estas manifestaciones del amor puede tomarse como paradigmática del amor y como signo más cabal del Amor divino? Arriesgo una respuesta respetando opiniones diferentes. Si es verdad que la imagen de Dios en el ser humano hace referencia al varón y a la mujer, si es verdad que la relación entre ellos es una relación esponsal, y si podemos decir que hasta el mismo cuerpo sexuado es cuerpo esponsal, entonces podemos concluir con esta afirmación: el amor esponsal entre el varón y la mujer es forma paradigmática del amor humano.
El amor esponsal humano conoce dos formas existenciales concretas. Una, la esponsalidad conyugal vivida en el matrimonio. Otra, la esponsalidad virginal o celibataria vivida en la comunión con Cristo. Tanto en una como en otra forma lo esencial consiste en el don de sí y la acogida del otro. Este amor nos asemeja a Dios pues purifica la imagen permitiendo reflejar al Amor.
No hace falta tener sesenta años para saber que los varones y las mujeres amamos de modo diferente. Cuando la mujer ama se entrega totalmente: cuerpo, alma y espíritu; lo que es, será y hasta lo que podría ser según los deseos de aquel a quien ama. Los varones deseamos ser amados así, pero rara vez amamos así. Al varón lo atrae ante todo la belleza corporal, la mujer comienza admirando el ingenio, el valor y la caballerosidad. Nuestra inteligencia masculina puede desconocer al amor; la mujer lo reconoce siempre, conociendo o ignorando.
Aprendimos en el catecismo que las virtudes humanas son actitudes firmes y estables. Perfeccionan nuestra inteligencia y voluntad, regulan nuestros actos, ordenan nuestra afectividad, guían nuestra conducta. Gracias a ellas podemos actuar con facilidad, dominio y gozo a fin de vivir bien y felices. Cuando practicamos libre y gozosamente el bien podemos decir que somos virtuosos.
Antes de hablar de la castidad se impone una palabra sobre su hermano menor: el pudor. El pudor es una virtud que hoy día tiene poca o mala prensa. La mojigatería o temor obsesivo ante lo sexual de un pasado reciente en ciertos ámbitos culturales no le prestó ningún buen servicio. Es verdad que el pudor es algo relativo y convencional, sus formas varían según épocas y lugares. No obstante, considero que el pudor es un sentimiento innato y connatural a la persona humana.
El pudor, así entendido, es un instinto de defensa de los valores de la sexualidad integrada en sí misma y armónica en sus relaciones. Es un sentimiento ligado a la encarnación del espíritu, dice referencia a la intimidad personal inherente al amor, al eros y al sexo. Sin pudor no hay amor verdadero. El amor dialoga con el pudor, el pudor oculta y protege la intimidad hasta el momento en que uno se siente amado y aceptado en totalidad, y no sólo por la atracción que despierta la hermosura o el vigor del cuerpo. Finalmente, cuando el amor ha mostrado su verdad, el pudor pierde su propia razón de ser y queda asumido e integrado en él.
La práctica y la reflexión sobre la castidad quedó en un pasado reciente reducida a la continencia sexual. Esta minimización priva a la castidad de su importancia y valor. La castidad es una virtud, fuerza o poder que permite amar como personas sexuadas; y amar personal y sexuadamente significa amar de una forma ordenada y armónica.
La castidad ordena en cada uno el sexo, el eros y el amor, poniéndolos al servicio de la caridad y la comunión. Ser persona humana exige un constante dominio y encauzamiento de los impulsos meramente instintivos y sexuales, demanda una impregnación de lo sexual por lo erótico, reclama la expansión de ambos en el amor interpersonal y el coronamiento de todo este dinamismo por la caridad.
La castidad permite entablar relaciones armónicas con los demás. Esta armonía consiste básicamente en: aceptar la diferencia, respetar la intimidad, discernir la distancia y los gestos, comunicarse de persona a persona, estar totalmente presentes en la relación.
La pedagogía de la castidad nos enseña que la primera lección que hay que aprender a fin de ordenar y armonizar nuestra sexualidad consiste simplemente en esto: contemplar con lucidez, paz y despojo lo que acontece en nuestra afectividad y, más particularmente, en nuestra sexualidad. Se trata de reconocer y dejar pasar.
Cada uno de nosotros, varones y mujeres, sabemos por instinto espiritual lo que la castidad exige y aconseja. De todos modos, la experiencia nos ha enseñado a nosotros, monjes y monjas, aquello que ayuda:
-Respeto por los otros, sobre todo por el otro de sexo diferente del propio. Quien respeta mira más hondo: comulga con un tú. Las personas respetuosas consideran la genitalidad como manifestación de toda la persona, no se identifica ni identifica a otros con una parte del cuerpo.
-Vida en comunión fraterna y no sólo vida en común. El clima afectivo de la comunidad, cuando es positivo, facilita la integración interior y la armonía relacional.
-Amistad y relación profunda con personas que comparten un mismo ideal de vida casta, sobre todo la vocación al celibato y virginidad consagrados.
-Creatividad en nuestros trabajos, aún en los más sencillos y cotidianos. Quien así obra se aplica gustosamente a lo que hace, coopera con otros y busca nuevas formas para mejorar su servicio al prójimo.
-Negación de gratificaciones inmediatas y pasajeras a fin de lograr otras más permanentes y profundas. Se trata de un “no”, a sabiendas y queriendo, basado en un “sí” afirmativo.
La castidad es un proceso que lleva tiempo. Este proceso es pocas veces lineal. Nuestra castidad -casi podríamos decir nuestro celibato o virginidad- es fruto de una historia que evoluciona a lo largo del tiempo. Los frutos de este árbol son preciosos, pero lentos en madurar. El día que podamos alabar a Dios cantando con el Poverello de Asís: Alabado seas mi Señor por la hermana agua, preciosa en su candor, que es útil, humilde y casta… Ese día, decía, seremos plenamente vírgenes y castos.
Virginal y celibatariamente consagrados
Llego, finalmente, al corazón de la presente carta. Al hablar de celibato y virginidad consagradas me refiero, no simplemente a una condición física o a una situación sociológica, sino a una forma estable de vida elegida en respuesta a un llamado en el contexto de la fe en Cristo Señor. En este estado de vida se da testimonio público de una forma de vivir la castidad y el amor.
Célibes, vírgenes y casados/as, todos estamos llamados a amar. El amor conyugal incluye la dimensión genital de la sexualidad libremente actuada. Nosotros, monjes y monjas, consagrados en virginidad o celibato, hemos renunciado al matrimonio con toda libertad, pero eso no significa que renunciemos a amar o que amemos seráficamente.
El celibato y la virginidad consagrados demandan un crecimiento permanente en una forma de vida que, gracias a la castidad, permite amar de una forma determinada. Esta forma determinada implica renunciar a todo tipo de amor genital. Más cabalmente, implica renunciar a una pertenencia mutua y exclusiva, estable y permanente, íntima y fecunda… con todo lo que esto trae consigo de diario convivir y de ayuda mutua para las propias soledades existenciales. Esta renuncia abre al don de otra forma de amar centrada en la oblación, la gratuidad y el servicio. Forma de amar que conoce también el gozo y el dolor que residen en la sexualidad afectiva.
Les expreso con sencillez mis convicciones personales sobre el celibato consagrado. Lo hago con la esperanza de que cada uno se pregunte sobre sus convicciones y motivaciones personales.
-Mi celibato es ante todo un don o carisma: es un don que invita a una tarea, un don a conquistar en paz. Es un carisma del Espíritu para mi propio bien personal, el enriquecimiento de mis hermanos y hermanas, la edificación de la Iglesia y el servicio a la humanidad. Es un carisma del Amor para amar.
-El motivo fundamental de mi celibato es Jesús y su Reino. Este carisma lo vivo en el ámbito existencial concreto de una vida en comunión fraterna, procurando así que “venga el Reino”: todos hermanos y hermanas bajo un mismo Padre.
-Se trata de una decisión siempre renovada de hacer real la utopía de Dios que nos creó en reciprocidad complementaria o esponsal a imagen y semejanza suya. En este sentido veo mi celibato como algo importante para el cultivo de las relaciones con las mujeres.
-En una historia humana de pecado y gracia mi celibato es renuncia a la manifestación genital del amor a fin de sanar al amor de todo egoísmo posesivo y agresividad dominante. Renuncio también a la satisfacción sexual a causa de una mayor bienaventuranza. El amor celibatario es mi forma de dar respuesta a la pregunta que todos hemos de responder: ¿cómo satisfago las necesidades de complementariedad y de pertenencia que están inscritas en mi sexualidad?
-Gracias al carisma del celibato consagrado puedo clarificar y testimoniar el profundo significado antropológico de los valores inherentes a la sexualidad. Vivo el celibato como un testimonio de la fuerza del amor de Dios en mi fragilidad humana. Es, para mí, una “terapia espiritual” que redunda en bien de toda la humanidad.
-Mi celibato por el Reino de los cielos es una invitación a potenciar en plenitud mi capacidad generativa en cuanto padre y madre de otros y otras. Si mi celibato no es fecundo sería castrador. ¡El Reino de los cielos no es una tumba para enterrar nuestra sexualidad!
La persona humana es libre para donarse a sí misma. La libertad y el dominio de sí son intrínsecas a la autodonación. El don de sí puede manifestarse en diversas formas. El don esponsal del propio cuerpo, para ser una sola carne fecunda, es la más habitual. El don esponsal de sí mismo a Dios en Cristo, para ser un solo espíritu fecundo, es una opción alternativa fruto de una gracia divina. Quienes hemos recibido esta gracia sabemos con certeza que el Amor es fiel y jamás defrauda.
Vírgenes, célibes y místicos/as
Leyendo con atención a los autores espirituales medievales –en especial nuestros padres y madres cistercienses– podemos distinguir dos grandes corrientes místicas.
-Mística de la esencia-unión: comunión con Dios en la integración profunda de la propia alma.
-Mística del amor-relación: comunión con el Tú divino en términos de amor esposal y de alianza.
Una y otra tienen algo en común y algo que permite diferenciarlas. Tanto la mística de la esencia-unión, cuanto la mística del amor-relación, encuentran su fuerza en el deseo-eros-amor. Pero la mística de la esencia se refiere menos al amor interpersonal consciente y más a la energía vital y básica del deseo. Este deseo atraviesa todo el ser, el cuerpo-alma-espíritu, y transforma toda la persona.
Lo esencial de la experiencia mística es la comunión de voluntades, la de Dios y la nuestra: un solo querer y un solo no querer. No importa si a esto lo llamamos unitas spiritus o matrimonio espiritual. Esta comunión reside en el amor y es hecha por el Amor. En esta experiencia refulge la imagen divina en toda su gloria y fulgor.
Los dones místicos de Dios son infinitos. Dios se amolda a la diversidad, nos considera en lo que cada uno es, tiene en cuenta la diferencia de sexo y género. No obstante, todos y cada uno hemos de dejarnos amar a fin de poder acoger su don. Esto implica potenciar nuestra capacidad receptiva. En cuanto criaturas humanas todos somos receptivos, pero la mujer lo es además en cuanto mujer. Tanto para el varón cuanto para la mujer la acogida mística del Amor es una experiencia “en el espíritu” que sólo existe encarnado en un cuerpo sexuado. Esta afirmación, que es evidente para los casados, no lo es siempre para los consagrados.
Permítanme concluir con una chispa de humor. Para vivir castamente en el celibato y la virginidad consagrados hemos de aprender a reír, la risa distiende humores y disipa humos. El sentido del humor nos enseña también que el Dios de la experiencia mística es Dios y no es Dios. Es Dios pues Él se nos comunica primero, no es Dios pues Él es Misterio insondable. Sólo así nuestro deseo se abrirá a un vuelo infinito y eterno insaciablemente saciado. Sin dejar de la lado la sonrisa, concluyamos, ahora así, con una oración.
¡Oh Verdad, patria de los desterrados y fin del exilio! Te veo, pero, retenido por la carne, no se me permite entrar; además no merezco ser admitido por estar manchado por los pecados. ¡Oh Sabiduría que alcanzas con vigor de extremo a extremo en la creación y conservación de las cosas, y dispones todo con suavidad, para felicidad y orden los afectos! Dirige nuestros actos como lo pide nuestra necesidad temporal, y ordena nuestros afectos como lo requiere tu verdad eterna, para que cada uno de nosotros pueda gloriarse en ti y decir: “Ha ordenado en mi el amor”. Porque Tú eres el Poder de Dios y la Sabiduría de Dios, Cristo Señor nuestro, Esposo de la Iglesia, Dios bendito por los siglos. Amén (San Bernardo, SC 50:8).
Con un abrazo fraterno, en María de San José.
Bernardo Olivera
Abad General OCSO