Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia (Trapenses)
ABBAS GENERALIS Prot. N 01/AG/01
CARTA CIRCULAR DE 2001
NUESTRO SEGUIMIENTO MONÁSTICO DEL SEÑOR JESÚS
(Carta circular a los miembros de la Orden)
Roma, 26 de enero de 2001
Muy queridos Hermanos y Hermanas:
Mis tres cartas circulares precedentes se ubicaban en un contexto Jubilar y de fin de siglo. Tenían, por lo mismo, mucho en común. Su extensión y el hecho de presentar cada una dos partes bien diferenciadas ya era un mensaje.
En mi intención ellas formaban una unidad, algo así como tres capítulos de un mismo libro. En síntesis quise decirles que nuestra identidad monástica hunde sus raíces en la mística; ésta, en el misterio; y el misterio se revela en la resurrección. La identidad, la mística, el misterio y la resurrección existen y actúan en la cultura y la historia de nuestro mundo humano, en la iglesia, en la vida consagrada y en cada uno de nosotros. Una identidad definida y abierta, una experiencia mística substancial del misterio y una fe crucificada en el Resucitado, nos permiten confrontar el futuro incierto y cambiante con creatividad y sin temor.
Ya hemos entrado en el nuevo milenio. Si la «renovación», de la que hablé tantas veces en el pasado, era una invitación, hoy es una exigencia. Y no importa como la llamemos: renovación, reforma, refundación… Se trata de algo fontal que ha de cambiar formas y aportar nueva vida.
No ignoro, además, la necesidad que tenemos de una reflexión teológica sobre nuestra vida monástica. Y cualquier buena teología actual de la vida monástica ha de subrayar un tema unificador que ensamble todo el conjunto. Este tema unificador ha ido variando a lo largo de nuestra historia. En este momento los principales temas que han de orientar la visión y encauzar nuestras energías son:
-La consagración: comprendida como acción divina santificante que suscita nuestra respuesta y ofrecimiento a Dios nuestro Padre.
-El seguimiento de Jesús: o adhesión a la persona del Maestro, alimentada y manifestada en una vida de radicalidad evangélica.
-El carisma: poniendo en el centro la persona del Espíritu Santo que nos hace monásticamente cristianos, caracterizados por la espontaneidad, fortaleza, audacia, docilidad, libertad, originalidad y flexibilidad ante el Espíritu.
Partiendo de uno de estos temas la teología de nuestra vida cisterciense ha de integrar todos los otros y aterrizar finalmente en la vida cotidiana.
En este doble contexto — el de la renovación y el de la teología — deseo escribirles ahora sobre el seguimiento de Jesús tomando por guía el Evangelio. Se trata de la primera característica o idea-fuerza en nuestro actual empeZo de renovación espiritual e inculturada.
1. Seguimiento y vocación
Escuchando, durante los últimos aZos, «relatos vocacionales» de labios de hermanos y hermanas de la Orden, he quedado maravillado por la diversidad de los mismos. El SeZor Resucitado se valió y vale de mil circunstancias, ordinarias y extraordinarias, para hacer oír su invitación al seguimiento. Algunas veces la voz de Quien nos busca suena imperativa e irresistible, otras, hay que discernirla en medio de muchas otras voces. Y nuestras respuestas son también variadísimas: pronta y clara, demorada y cuestionadora, confusa y a regaZadientes…
Las riquezas materiales suelen ser un obstáculo para responder al llamado: ¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios! (Mc.10:23). Las renuncias a la familia y a la profesión permiten iniciar el camino del seguimiento dando una respuesta positiva a la llamada: Y ellos (Santiago y Juan) al instante dejando la barca y a su padre le siguieron (Mt.4:22). Lucas presenta tres historias de vocación y seguimiento en las que incluye tres dichos de Jesús que ilustran esto mismo, el más radical de estos dichos reza así: Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el reino de Dios (Lc.9:60). La libertad necesaria para seguir a Jesús debe pasar siempre por la renuncia y la liberación. .
La llamada al seguimiento radical suele fundarse en una experiencia de fe radical. San Pablo es ejemplo cabal de ello: Se levantó del suelo, y aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Lo tomaron de la mano y lo llevaron a Damasco. Allí estuvo tres días sin ver, y sin comer ni beber. (Hech.9:8-9). Esta llamada radical es asimismo una llamada a la conversión. Esta conversión demanda la radicalidad de una íntima y total mudanza de nuestro sentir, juzgar y disponer. La vocación o llamada, una vez acogida, es el primer paso en el camino del seguimiento.
El seguimiento de Jesús presupone siempre alguna forma de llamada: no se trata, pues, de buena voluntad, generosidad o voluntarismo. Esta llamada nunca es fuente de privilegios sino de exigencias y responsabilidades. El SeZor Jesús tiene siempre la iniciativa: cuando no hay una llamada antecedente, Él puede desaconsejar ciertas formas de seguimiento.
El discernimiento de la vocación al seguimiento monástico del SeZor no es fácil. Las motivaciones que impulsan a entrar en un monasterio suelen ser muchas, tanto naturales cuanto espirituales. Es necesario descubrir la acción de Dios en el conjunto de la atracción que se experimenta. La simple atracción a una vida más profunda de oración no es en sí misma un criterio que indique una llamada a la vida monástica contemplativa
Se impone, pues, discernir seriamente la posible vocación divina al monasterio. Hoy día es indispensable ayudar a discernir las motivaciones inconscientes, más o menos egocéntricas, que impiden una opción libre y verdadera. Este discernimiento es difícil, los criterios o signos positivos de vocación monástica nos ayudan en este arte. Estos criterios son:
_ Deseo sincero de abrazar la vida de la comunidad como medio para ir a Dios.
_ Salud física, mental y emocional para vivir plenamente esta vida.
_ Humilde docilidad, basada en una vida teologal, que permite aprender a vivir sin tensiones tanto en soledad cuanto en comunidad.
La madurez humana, centrada en la afectividad, es la base sobre la que la gracia monástica edificará. La semilla de la vocación monástica producirá el ciento, el ochenta, el sesenta o el treinta por ciento, según la tierra que la reciba. La madurez afectiva necesaria en estos inicios consiste básicamente en esto: cierta estabilidad en los estados emotivos, identificación serena con el propio sexo, y la capacidad de acoger a los otros en cuanto diferentes.
2. Seguimiento y monacato
El verbo seguir, en el Nuevo Testamento, implica una realidad estática o relación de cercanía, y una realidad dinámica o de movimiento subordinado. Es decir, se trata de: estar con Jesús y moverse con Jesús. La cercanía depende del movimiento: el que se detiene deja de estar cerca. Esto significa que no hay cercanía sin disponibilidad, no hay seguimiento sin libertad.
El seguimiento presupone un camino (Mc.1:2; 8:27; 9:33-34; 10:32,52), marcado por Aquel a quien se sigue: Jesús. El camino, en sentido figurado, se refiere a la vida, al modo de proceder y al modo de vivir. Es así como la cercanía se convierte en semejanza y el seguidor se convierte en discípulo.
El culmen del estar-con-Jesús consiste en compartir su destino (destino de negación y cruz para alcanzar la gloria). Por eso, la cruz del seguidor consiste en negarse a sí mismo para estar con Él, compartir su misión y su gloria.
En síntesis, para cualquier cristiano, seguir a Jesús significa imitarlo, lo cual no quiere decir «repetirlo», sino poder llegar a decir: Vivo yo, pero no yo, sino Cristo vive en mí (Gal. 2:20). Esto equivale a configurarnos con Él y revestirnos de Él.
La experiencia cristiana del seguimiento de Jesús es polifacética, por eso podemos considerarla como:
-Asumir creativamente sus actitudes y opciones básicas: el Padre, el Reino, los pobres; la Filiación, la Fraternidad, la Kénosis.
-Abrazar su destino: gastarse por los otros hasta la muerte, clavado en la voluntad del Padre.
-Adherirse al Reino de Dios y al Dios del Reino, renunciando al antirreino y otros reinos.
-Moverse para no perderlo de vista, caminar con y en Él, fijar en Él la mirada. Pero el seguidor no es un simple admirador, pues éste no se deja mover por el Admirado; el seguidor, por el contrario, se deja llevar…
-Gustar el misterio de Dios: ¡Abba, Padre!, y rendirse a la voluntad divina: ¡Fiat voluntas tua!
El seguimiento evangélico del SeZor Jesucristo constituye la misma esencia de la Vida consagrada en cualquiera de sus diferentes formas. La relación entre Vida consagrada y seguimiento radical de Jesús no es una relación de monopolio, sino de servicio y animación que posibilita y muestra el seguimiento al que todos están llamados. Por eso, cuando todos los fieles cristianos sigan auténticamente a Jesús el Cristo, podremos decir que la Vida consagrada ha cumplido su misión, y no pensar que ha perdido su identidad.
En consecuencia, nuestro seguimiento monástico del SeZor ha de estar al servicio del único seguimiento de Cristo por parte de toda la Iglesia: se trata de un servicio que permite la realización y el testimonio de dicho seguimiento.
Los monjes y monjas cistercienses son llamados por Dios a seguir a Cristo por el camino del Evangelio, interpretado por la Regla de san Benito y la tradición del Císter.(Estatuto de Formación 1).
Este seguimiento monástico y cenobítico es una realidad experiencial, se identifica con lo que vivimos cotidianamente. Podemos presentarlo como:
-Una convocación: pues más que una simple vocación se trata de una invitación a vivir con Él conviviendo con otros.
-Un vivir como Él: siendo consagrados y consagrándonos mediante los votos de nuestra profesión monástica.
-Un vivir hacia Él: buscándole y encontrándole, entrando en su Misterio y siendo místicamente transformados por él.
-Un compartir su misión: mediante el testimonio evangélico y contemplativo de nuestra conversatio morum.
Isaac, el filósofo y teólogo Abad del monasterio de Estrella, nos enseZa con pocas y concisas palabras en qué consiste el doble movimiento de nuestro seguimiento del SeZor.
Hermanos, que éste sea para vosotros el modelo de vida, la verdadera norma de vuestra vida santa: vivir con Cristo por el pensamiento y el deseo en esa patria eterna; y en esta fatigosa peregrinación no rehusar, por Cristo, ningún ejercicio de caridad. Seguir a Cristo, el SeZor, subiendo al Padre: afinarse, simplificarse, vivificarse en el ocio de la meditación. Seguir a Cristo bajando hacia su hermano: distenderse por la acción, dividirse de mil maneras, hacerse todo a todos. No menospreciar nada de lo que concierne a Cristo; no tener nada más precioso que Cristo. Tener sed de una sola cosa, ocuparse sólo de una cosa, cuando se trata del Cristo único; querer estar al servicio de Cristo, cuando se trata del Cristo múltiple. (Sermón 12)
Es fácil constatar que nuestro seguimiento del SeZor es nuestro «proyecto de vida», proyecto que adquiere además una cierta institucionalización para convertirse en forma institucionalizada e histórica de vida. Aún más, nuestra profesión monástica, no sólo nos permite un seguimiento radical del SeZor, sino que también nos ubica en una estructura de vida sociológicamente marginal. Somos una ínfima minoría invitada a ser un signo preclaro del Reino en las condiciones cambiantes de los tiempos (Perfectae caritatis 1 y 2). La «relevancia» es exigencia de nuestra propia identidad. Por eso, nuestra forma visible, nuestra presencia, puede ayudar o traicionar los anhelos más profundos de trascendencia propios de la humanidad.
3. Seguimiento y abnegación
No hay seguimiento evangélico del SeZor sin renuncia y abnegación. Los monjes y las monjas de todos los tiempos, sobre todo en los tiempos áureos del monacato y en los momentos de renovación, supieron llevar al extremo la renuncia bautismal al mundo y al demonio. Por eso los primeros monjes y monjas eran conocidos como «los renunciantes».
Soy consciente de que la renuncia no se cotiza demasiado alto en la escala de valores de una cultura hedonista o amante del placere, trátese o no de una affluent society o sociedad de consumo. Hay que reconocer, además, que ciertas extravagancias y exageraciones del pasado han contribuido a este descrédito. Pero, por otro lado, la experiencia nos muestra que la pérdida de fe o de identidad monástica hacen imposible o insoportable la renuncia que implica el seguimiento.
Aclaremos, entonces, que la renuncia, verdaderamente cristiana y evangélica, implica dejar valores sin desvalorizarlos sino por preferir valores más altos. Es decir, que la renuncia no se justifica por sí misma sino por el bien mayor que se persigue. El bien mayor y la preferencia que justifica la renuncia es el Dios del Reino y el Reino de Dios, es Jesús el Cristo muerto y resucitado por nuestra salvación.
El corazón del seguimiento y de la renuncia consiste en tomar la cruz de la abnegación para que venga el Reino. Escuchemos al Maestro: si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará (Mt.16:24-26; Cf. 6:10).
Estas palabras de Jesús son tan importantes para nuestro seguimiento ascético y conformación mística con su persona que exigen unas notas de comentario.
Han de ser entendidas, ante todo, en su contexto precedente, dado que allí encuentran su causa. Pedro quiere evitar a toda costa que Jesús suba a Jerusalén pues allí lo espera el sufrimiento; con esta actitud está interfiriendo la misión de Jesús y los planes de Dios. Por eso Jesús le dice: tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres. Y en ese preciso momento, Jesús comenzó a enseZar a sus discípulos cómo pensar según Dios y no según los hombres: si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese…
Notar el condicional «si»: seguir a Jesús es una opción libre, hay que quererlo. Aunque el simple querer no basta, hay que confirmar su autenticidad. El hecho de negarse y tomar la cruz pone en evidencia la veracidad de la opción. El seguimiento y la abnegación van siempre juntos.
Todo parece indicar que los discípulos quedaron sorprendidos ante la exigencia de Jesús. Quizás esto explica que Él recurra a un proverbio sapiencial para justificar su demanda: quien quiera salvar su vida, la perderá… Aunque la única justificación valedera reside en perder la vida «por Él, por Jesús». Notemos que el «querer» seguir a Jesús es paralelo al «querer» salvar la propia vida. Y notar también la subversión de situación: el que quiere ganar, pierde; y que el que está dispuesto a perder, gana.
Quizás la parábola del tesoro escondido en el campo nos pueda iluminar esta palabra radical y paradójica de Jesús. El hombre (¡o la mujer!) que encuentra un tesoro (el Reino de los cielos) escondido en un campo, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo (Mt.13:44). Quien pierde y deja todo, aunque lo venda, para adquirir o ganar a Jesús y a su Reino, nada pierde sino que gana todo, por eso exulta de gozo.
A la luz de lo dicho me gusta redefinir al monje y a la monja, no sólo como un o una renunciante, sino como alguien que libre y radicalmente opta por pensar y sentir como Dios piensa y siente; por eso está bien dispuesto para arriesgar y perderlo todo para ganarlo todo; y así poder saltar de alegría por poder estar con Jesús, ser de Jesús, ser Jesús.
San Benito es bien claro respecto a la necesidad de la abnegación. El décimo instrumento de las buenas obras dice: negarse a sí mismo para seguir a Cristo (RB 4:10). Y bajo esta luz se han de entender otros textos de la Regla: nadie busque lo que juzgue útil para sí, sino más bien lo que es útil para los otros (72:7); aborrecer la propia voluntad (4:60); que se obedezcan a porfía unos a otros (72:6); y no antepongan nada absolutamente a Cristo (72:11 y 4:21). Por eso, la Regla que redacta Benito está dirigida a los «renunciantes» de sus propios deseos o voluntades (Pról.3).
En este contexto de la abnegación deseo volver nuevamente a lo ya dicho sobre los criterios de discernimiento de vocación monástica. San Benito lo presenta así: Tengan cuidado en observar si de veras busca a Dios, si es solícito para la obra de Dios, la obediencia, las humillaciones (RB 58:7). Más allá de las discusiones exegéticas sobre este texto, parece claro que la forma de discernir la autenticidad de la búsqueda, consiste en verificar la donación a la vida de oración, la aceptación de la voluntad ajena sobre la propia y todo aquello que pone el orgullo bajo los pies. Benito es muy concreto y práctico: la búsqueda de Dios se demuestra buscándolo y combatiendo el egoísmo y el orgullo. San Bernardo se refiere a estas raíces de los pecados capitales con estas palabras:
Existen en el corazón dos clases de lepras: la voluntad propia (egoísmo) y el juicio propio (orgullo) (…) Llamo voluntad propia a la que no es común con Dios y con los hombres, sino únicamente nuestra. Queremos algo, no para gloria de Dios o utilidad de los hermanos, sino para nuestro provecho personal; nuestro fin no es agradar a Dios y ser útiles a los demás, sino satisfacer nuestras ambiciones(…) La lepra del juicio propio es (…) de aquellos que tienen un gran fervor religioso, pero mal entendido. Viven tan envueltos y obstinados en el error que no aceptan el consejo de los demás. Destrozan la unidad y la paz (…) Son temerarios y llenos de suficiencia, rechazan el plan de Dios y se empeZan en implantar el suyo. ¿Existe algo peor que la soberbia…? (Pasc 3:3-4).
Esta enseZanza de Jesús y de Benito puede sonar dura y exigente. Pero, debemos reconocerlo, nuestro egoísmo y orgullo son mucho más duros y exigentes con nuestros hermanos y hermanas que esta palabra evangélica. Considero máxima indiscreción profesar o aceptar a alguien a la profesión monástica cuando la voluntas propia no ha recibido todavía ningún golpe mortal y subyuga absolutamente a la voluntad común.
Todos conocemos bien la doctrina cisterciense sobre la «voluntad propia» y la «voluntad común». La renuncia a la voluntad propia, egoísta, centrada en sí mismo, para sí mismo y en oposición a los otros, es el camino hacia la voluntad común o comunión mística con Dios y con el prójimo. Nuestra ascesis consiste en la progresiva eliminación del proprium o desemejanza con Dios a fin de adherirnos a Él y reflejar su imagen. Sólo así se puede tener un solo corazón y un solo espíritu con los otros y el Otro.
Por otro lado, no hemos de olvidar que los jóvenes monjes y monjas de nuestras comunidades tienen necesidad de autoafirmación, de protagonismo y de realización personal. Necesitan ser alguien, sentirse alguien y ser reconocidos como alguien. Esto da lugar a una tensión básica e inevitable: la tensión entre la afirmación de sí mismo y la afirmación de la conversatio monástica, sobre todo en sus aspectos de renuncia y abnegación. La experiencia demuestra que sólo la relación interpersonal profunda con Jesucristo es el puente que permite unir estas dos realidades que, algunas veces, corren el riesgo de anularse mutuamente. Un joven monje o una joven monja perpetuamente «sumisos» pueden ser más negativos para la comunidad que tres jóvenes monjes o monjas temporalmente rebeldes.
Negarse es, básicamente, reconocer la vida como don-recibido para convertirla en don-ofrecido, y actuar sabiendo que la vida surge copiosa cuando se la entrega. Quien se descentra de sí mismo encuentra el centro que no tiene confines; el que se desata negándose puede encadenarse amando.
4. Seguimiento y seguidoras
Bien dice el refrán popular: las ideas motivan pero los ejemplos arrastran. Es fácil encontrar numerosos modelos evangélicos y eclesiales del seguimiento de Jesús. Hasta se podría presentar al mismo Jesús como fiel seguidor de la voluntad de su Padre. Dejo de lado a los seguidores varones pues, salvo excepción, huyeron ante la cruz y el Calvario y opto por las seguidoras dado que ellas no flaquearon en el momento del dolor y de la muerte.
Veamos lo que nos cuentan los Evangelistas. Lucas asocia un grupo de mujeres a los Doce que siguen a Jesús: le acompaZaban los Doce y algunas mujeres. Estas mujeres son presentadas como beneficiarias de curaciones y exorcismos y se nos dice que servían a Jesús y al grupo con sus bienes (Lc.8:1-3).
Debemos reconocer que los Evangelios no nos cuentan la vocación de ninguna de estas mujeres. Los Apóstoles «son elegidos» por Jesús y lo siguen en respuesta a esa llamada. Las mujeres «eligen» a Jesús y lo siguen por motivos de amor. Lo eligen y lo siguen porque han experimentado su amor redentor: habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades… (Lc. 8:2). Han experimentado la victoria del amor sobre el pecado, la enfermedad, la influencia del mal espíritu y la muerte; han creído en la llegada del Reino de Dios y han intuido la trascendencia de la persona de Jesús. Por todo esto se convierten más fácilmente en mediadoras de amor.
No hay duda de que estas mujeres son verdaderas discípulas, pues han seguido a Jesús desde Galilea hasta Jerusalén (Lc.23:49). Todas ellas permanecieron firmes en el momento de la cruz. Por eso serán las portadoras del primer anuncio de la resurrección.
En este grupo de mujeres destaca María de Magdala. Magdalena, así se la conocía entre los discípulos, participa en la vida itinerante del grupo de Jesús. Su nombre indica que había abandonado su pueblo, pues difícilmente los habitantes de Magdala la llamarían así, Magdalena, si aún viviese entre ellos. Todo parece indicar que, en ese momento, no estaba unida a un marido, caso contrario se la designaría con el nombre del mismo y no del pueblo de origen. Es testigo de la muerte y sepultura de Jesús, es quien descubre la tumba vacía y recibe el anuncio pascual. Es la primera que se encuentra con el SeZor resucitado y la primera en proclamar la buena noticia de la resurrección. Pero veamos algunos de estos acontecimientos con más detalle.
Mateo nos dice, al presentar la escena del Calvario,: Había allí muchas mujeres contemplando desde lejos (…) entre ellas estaba María Magdalena (Mt.27:55-56). Allí estaba, tratando de mirar más hondo, procurando entrar en el misterio de Jesús muerto en la cruz, el misterio del amor crucificado. Lucas, por su parte, nos hace saber que las mujeres permanecían y observaban, con lo cual se refuerza su condición de contemplativas y de testigos (Lc.23:49).
El Evangelista Juan agrega un detalle importante: Estaba junto a la cruz… María, la Magdalena (Jn.19:25). Es decir que dejó al grupo de mujeres que contemplaban desde lejos y avanzó para estar junto a Jesús y a su Madre. Se acercó para estar más cerca del misterio, del amor y del Amado. Ella es también testigo del diálogo de Jesús con su Madre y con Juan y del doble hecho que dio cumplimiento a las Escrituras (Jn.19:33-37):
-No se le quebrará hueso alguno: se refiere al cordero pascual por el que se realiza la nueva alianza y son perdonados los pecados (Ex.12:46). Y se refiere también al Justo, liberado por Yahvé, en quien son saldadas todas las deudas (Sal.34:21; Is.52:13-53:12).
-Mirarán al que traspasaron (Zac.12:10): la muerte del Traspasado se sitúa en un contexto escatológico, el levantamiento del asedio de Jerusalén, un duelo nacional (Zac.12:10-14) y la apertura de una fuente para lavar el pecado y la impureza (Zac.13:1; Cf. Jn.19:34, salió sangre y agua).
Podemos preguntarnos en qué medida María de Magdala — la que contemplaba desde lejos y que luego se acercó y ubicó junto al misterio — habrá ayudado al discípulo amado a comprender el sentido profundo de los hechos que llevaban a cumplimiento las Escrituras.
Llegando el momento del entierro, una vez más: María, la Magdalena… contemplaba donde era puesto (Mc.15:47). El adverbio donde refuerza el papel de testigo: conoce el lugar exacto donde el cuerpo de Jesús fue depositado. Lo mismo da entender Lucas cuando dice que contemplaban como era puesto su cuerpo (23:55).
Y, pasado el sábado, María, la Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a ungirlo (Mc.16:1). Es decir, prolongar y completar la unción que había comenzado María de Betania (Jn.12:1-8), días antes, en casa de Simón el leproso (Mc.14:3-9) y que había omitido José de Arimatea. Magdalena quería ahora no sólo contemplarlo sino también tocarlo.
Inmediatamente, al alborear el primer día de la semana, María, la Magdalena y la otra María fueron a contemplar el sepulcro (Mt.28:1-8). Continúa la contemplación, cuando en apariencia no hay ya nada que contemplar. Quizás recordaría aquellas palabras del Profeta: Sabréis que yo soy Yahvéh cuando abra vuestros sepulcros y os haga salir de vuestras sepulcros (Ez.37:1-14). Y mientras contemplaba el sepulcro sucedió algo inesperado: se produjo un gran terremoto, pues el Ángel del SeZor… hizo rodar la piedra y se sentó encima de ella.
María Magdalena recibe una revelación e interpreta unos signos. El gran terremoto le recuerda lo sucedido cuando Jesús expiró: se abrieron entonces los sepulcros y muchos difuntos volvieron a la vida (Cf. Mt.27:51-52). Comprende que el Ángel del SeZor, símbolo de la potencia salvífica de Dios, se hace presente cuando hay una revelación importante por hacer. Y al ver que el Ángel «se sentó» sobre la piedra, intuye una victoria sobre la muerte.
No es raro entonces que, una vez que todos se retiraron, pues ya no había mucho que esperar, ella se quedó allí, junto al sepulcro, llorando (Jn.20:11). Llora pues busca y no encuentra, pero no desespera. Sus lágrimas de dolor y pena purifican sus ojos y corazón para el encuentro con el Amado.
Y el encuentro no se hace esperar. Juan nos lo cuenta, detrás de sus palabras suena la música esponsal del Cantar de los Cantares (Jn.20:11-18). He aquí que, mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro y contempla dos ángeles de blanco. La contemplación de la tumba se convierte ahora en contemplación de dos ángeles; la blancura de los ángeles es ya anuncio de vida. Los ángeles le dicen: Mujer, ¿porqué lloras? La llaman «Mujer», tal como Jesús llamó a su Madre en Caná y en la Cruz. La Magdalena simboliza a la «esposa fiel» de la nueva alianza: Por las noches he buscado al amor de mi alma, lo búsque y no lo hallé; los centinelas me encontraron, ¿habéis visto al amor de mi alma? (Cant.3:1-3). Magdalena responde a los ángeles: lloro porque se han llevado a mi SeZor, y no sé dónde lo han puesto. Llama a Jesús: «mi SeZor», habla como una mujer en relación con su marido.
Acto seguido: se volvió y contempló a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús está de pie, seZal de alguien que está vivo y no yacente. Magdalena no lo reconoce pues nunca antes lo había contemplado así, resucitado y como en otra «forma». El Resucitado pronuncia sus primeras palabras: Mujer, ¿porqué lloras? ¿A quién buscas? Jesús la llama también «Mujer» y repite la misma pregunta hecha por los ángeles. Buscar a Jesús es signo de discipulado (Cf. Jn.1:38) y de amor: por las noches, he buscado al amor de mi vida, lo busqué y no lo hallé (Cant.3:1). Magdalena es, para el Resucitado, la «esposa fiel» de la nueva alianza.
El diálogo crece en intimidad. Jesús la llama por su nombre, así como el Buen Pastor llama a sus ovejas por su nombre pues conoce las suyas (Jn.10:3-4), le dice: María. Esto es también signo de una especial predilección como discípula: y Él, que había amado a los suyos, que estaban en el mundo, llevó su amor hasta el fin (Jn.13:1). María de Magdala accede al mundo del resucitado mediante la intimidad de su nombre pronunciado; así como Lázaro al oír su nombre salió de la tumba (Jn.11:43).
Reconocida en el secreto de su ser, ella se volvió (se le acerca) y le dice Rabbuni (mi Maestro). María ha reconocido la voz del Buen Pastor y como discípula sigue a su Maestro y SeZor: y las ovejas escuchan su voz; y a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz (Jn.10:3-4).
El mutuo reconocimiento impulsa espontáneamente al abrazo. Para Magdalena no es suficiente oír y ver, necesita tocar. Le dice Jesús, deja de agarrarme, que todavía no he subido al Padre. El Evangelista continúa presentando la Buena Noticia. La relación de Jesús con Magdalena manifiesta la alianza esponsal de Dios con su pueblo elegido; durante la Pascua se solía leer en la sinagoga el Cantar de los Cantares, poema del mutuo amor entre Dios e Israel, poema que en el siglo I era también leído en clave mesiánica. Juan tiene todo esto en su mente al relatar el encuentro de Jesús con María de Magdala. Magdalena ha encontrado a su SeZor y no quiere soltar al amor de su alma: cuando encontré al amor de mi vida, le agarré y no le soltaré (Cf. Cant.3:1-4).
María Magdalena es también, por su fe inquebrantable, discípula amada. Por eso se encontraba al pie de la Cruz junto a la Madre de Jesús y al discípulo que Jesús amaba. Cuando Jesús dice a su Madre: ahí tienes a tu hijo, está también diciendo: ahí tienes a tu hija; la Magdalena acoge también a la Madre de Jesús como madre propia y es acogida por Ella (Jn.19:26).
El Padre es el fin del itinerario de Jesús y de sus seguidores, nada nos ha de detener antes de llegar a Él (Cf. Jn.14:18-20): vete donde mis hermanos y diles, subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios. Aunque Jesús es SeZor, Maestro y Esposo llama hermanos y hermanas a sus discípulos y seguidoras. Jesús va al Padre a fin de presentar a los suyos como hermanos y hermanas, hijos e hijas del único Padre (Jn.14:2-3). María Magdalena recibe la misión de anunciar al SeZor y su Reinado de filiación, fraternidad y sororidad universales; se trata de una nueva alianza (mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios): Pondré mi ley en sus corazones, la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo (Jer.31:33; Cf. Zac.13:9).
Obediente al Resucitado, María fue anunciando a los discípulos, he visto al SeZor y que le había dicho aquello. Anunciaba (y no sólo anunció) la buena noticia como mensajera y enviada, como apóstol de los apóstoles. Comprendió, en ese momento, las palabras de Jesús el día de las despedidas: Yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros (Jn.14:20). La que buscaba y contemplaba, finalmente encontró y «vio» porque profundamente creyó (Jn.20:8). En su corazón habita Jesús, y en el de Él, Ella.
Los Evangelios nos presentan a María de Magdala como seguidora y discípula esponsal de Jesús, la más importante del grupo de mujeres y la más apreciada y cercana al Maestro: testigo de la crucifixión, muerte, entierro y resurrección del SeZor. Persona de gran influencia en los inicios de la misión. María Magdalena es para nosotros, monjes y monjas, modelo por excelencia de la búsqueda contemplativa del SeZor y símbolo de la alianza nupcial de Dios con los suyos. Nos enseZa también que no hay encuentro sin testimonio. Salvada en el amor y por el Amor, María de Magdala se convierte en mediadora de la buena noticia por excelencia: ¡El Amor ha vencido a la muerte y nuestro amor humano es transformado por la gloria del Amor divino!
Las ideas mueven, los modelos arrastran. María de Magdala fue también arrastrada por un modelo. La Madre de Jesús, movida por la fe y el amor, fue la primera discípula en el seguimiento de su propio Hijo. Su ejemplo inspiró a los seguidores y seguidoras de la primera hora, y nos inspira también ahora. Oremos, con San Bernardo, para no frustrar su mediación ni la gracia del Espíritu.
¡Que pocos son los que te siguen, SeZor Jesús, los que se dejan atraer por ti, los que se dejan guiar por la senda de tus mandatos! Algunos se dejan seducir y exclaman: ‘atráeme en pos de ti’. Otros se dejan guiar y dicen: ‘condúceme a tu alcoba, rey mío’. Otros son arrebatados como lo fue el Apóstol al tercer cielo. Los primeros son felices, porque a base de paciencia consiguen la vida. Los segundos son más felices, porque le alaban espontáneamente. Y los últimos son totalmente felices: han sepultado ya su voluntad en la insondable misericordia de Dios y están transportados por el soplo ardiente a los tesoros de la gloria. No saben si con el cuerpo o sin él; pero lo cierto es que han sido arrebatados. ¡Dichoso quien te sigue siempre a ti, SeZor Jesús! Nosotros, pueblo tuyo y ovejas de tu rebaZo, queremos seguirte a ti, con tu ayuda, para llegar hasta ti. Porque tú eres el camino, la verdad y la vida. Camino con el ejemplo, verdad en las promesas y vida en el premio. Tienes palabras de vida eterna, y nosotros sabemos y creemos que eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Dios bendito por siempre. (Asc 2:6)
Con un abrazo fraterno en María de san José.
Bernardo Olivera Abad General