Roma, 20 de marzo de 2000
SIGLO XX Y JESÚS RESUCITADO
(Carta circular a los miembros de la Orden, 20-III-2000)
Queridos Hermanos y Hermanas:
Hemos abandonado el «Novecientos» y comenzado el «Dos mil». Esto no significa aún un cambio de siglo sino sólo de cifras. Recién al comenzar el 2001 podremos decir que nos encontramos en el siglo XXI. De todos modos esto tiene poca importancia; nuestro modo de medir el tiempo no es el único modo; existen otros calendarios en otras culturas más allá de la nuestra.
El ser humano es un ser en el tiempo, su vida está ritmada por la sucesión: antes, ahora, después. El homo viator sólo puede madurar peregrinando en el tiempo, dejándose plasmar por los acontecimientos, siendo actor de los mismos y contribuyendo al quehacer de la historia. Pero esto no es todo. Como cristianos afirmamos que el tiempo ha llegado a una cierta plenitud y cumplimiento (Cf. Gál.4:4) por el hecho mismo de que Dios se ha introducido en la historia humana, es así como la eternidad ha entrado en el tiempo.
En este sentido el año 2000 tiene para nosotros un sentido muy particular. Prescindiendo de la exactitud de los cálculos cronológicos, celebramos los dos mil años del nacimiento de Cristo. Esto es causa de alegría y júbilo especial. A fin de santificar y celebrar mejor este tiempo la Iglesia nos convoca al Gran Jubileo del Año 2000.
El Gran Jubileo guarda relación con las tres dimensiones del tiempo y con la esperanza en la eternidad. Pero esto implica también volver a mirar el fundamento permanente y básico de nuestra vida y de nuestra historia, y abrirnos nuevamente a él. En este sentido, significa tomar una orientación para el futuro y, al mismo tiempo, abrir la prisión del tiempo y encontrar el acceso a lo que permanece para siempre: Jesús muerto y resucitado para nuestra glorificación.
Deseo comenzar esta carta circular con un par de textos conciliares tomados de la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et spes:
Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. No hay nada humano que no encuentre eco en su corazón (…) La iglesia, por ello, se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia. (GS 1; cf. 4).
La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación (…) Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos (GS 10).
Estas palabras nos invitan a cruzar el umbral del Milenio, tomados del brazo con toda la humanidad, siguiendo a Jesús Resucitado y Señor de todos los tiempos. En cuanto Orden Cisterciense de la Estricta Observancia, somos conscientes de estar hondamente hermanados con el siglo XX. Hemos nacido juntos, por eso: sus dolores y gozos, sus progresos, retrocesos y viscicitudes han sido y son también nuestros.
Ya en dos cartas circulares precedentes contemplamos juntos el contexto mundial y eclesial, como también el momento cultural actual. Todo ello nos sirvió de marco de comprensión de nuestra identidad cisterciense sellada entrañablemente por la dimensión mística de la vida cristiana.
Les invito ahora a hacer memoria a fin de pisar firme en el presente y arrojarnos hacia adelante. Contemplemos el siglo XX y descubramos detrás de tantos acontecimientos y personas a Jesús Resucitado. Despertemos nuestra fe en el Señor de la historia, tanto la de ayer, como la de hoy y la de siempre, y obremos en consecuencia.
1. Nuestro Siglo XX
1.1. Una primera mirada
El «Novecientos» ha sido un siglo no carente de contradicciones. Ha sido, al mismo tiempo, un siglo de grandes exterminios y de gran desarrollo económico, siglo de las democracias de masas y de las dictaduras totalitarias, de la mundialización y de los nacionalismos agresivos, de la tecnología al servicio de la vida y de la muerte, de la paz atómica y de guerras incontables.
A lo largo del siglo se fueron acuñando y escuchando algunas palabras claves. Cada una de ellas representaba con sencillez una realidad compleja. No todas serán conocidas hoy por parte de todos. Pero vale la pena recordarlas: nación, psicoanálisis, liberalismo, proteccionismo, socialismo, comunismo, democracia, totalitarismo, populismo, progreso, modernización, radicalismo, desarrollo, secularización, nuclear, genocidio, paz, ecología, tecnología, cibernética, bioética, globalización… Y la lista podría continuar.
Ya desde el comienzo de la década del 60 se nos anunciaba: El género humano se halla hoy en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero (GS 4). Y esta afirmación resulta más valida aún para los años que siguieron después. Por eso se puede afirmar que nunca hasta ahora la historia había sufrido una aceleración tal, ni los cambios habían sido tan rápidos y profundos, ni con tanta variedad de protagonistas.
Algunas fechas parecen haber marcado transiciones irreversibles: la guerra de 1914-1918, la revolución bolchevique de 1917, la crisis económica y comercial de los años 30, la gran guerra de 1939-1945, la descolonización asiática (1946-1948) y africana (1957-1967), el Concilio Vaticano II (1962-1965), la conquista de la luna en 1969, la caída del comunismo junto con el muro de Berlín y el fin de la «guerra fría» en 1989, el gran «boom» del comercio mundial en los inicios de la década del 90, el nuevo orden mundial luego de la «guerra del Golfo» en 1991.
En relación con lo precedente hay también que mencionar el cruce de algunas fronteras y ciertos desarrollos o progresos que años atrás parecían imposibles o impensables: la derrota de ciertas enfermedades milenarias, los viajes interplanetarios, la investigación atómica, la manipulación de los genes humanos, la comunicación casi instantánea a lo largo y ancho de todo el planeta, el crecimiento demográfico y de la edad media de vida, la rápida alfabetización de la población, las nuevas megápolis o ciudades gigantes…
A pesar de todo lo recién dicho, constatamos otra realidad muy propia de nuestro siglo XX: las desigualdades de ayer perduran en nuestro hoy; las transformaciones sufridas no han alterado las jerarquías existentes al inicio del siglo. Las naciones más ricas siguen siendo las de América del Norte y Europa occidental, aunque el Japón y algunos países del Este asiático y del mundo árabe han accedido a un estado de prosperidad antes desconocido. Las desigualdades ya existentes son ahora casi abismales: una quinta parte de la población mundial rica controla el 80% de los recursos, mientras otra quinta parte más pobre apenas goza del 1%, las otras tres quintas partes viven con el 19%.
Desde el punto de vista del «género» las desigualdades son aún más contrastantes. Las mujeres ejecutan el 63 % del trabajo realizado en el mundo, pero sólo poseen el 1% de las tierras de cultivo y sólo reciben el 10% del beneficio mundial. El 75% de los pobres del mundo son mujeres y el 70% de analfabetos también lo son…
La mayoría de los intérpretes e historiadores están de acuerdo en que el siglo XX ha estado marcado, por un lado, por la violencia y la guerra y, por otro lado, nadie niega los notables progresos: científicos (desarrollo de la informática, de las comunicaciones, de la medicina), civiles (difusión de la democracia, nuevo rol social de la mujer, desarrollo de las organizaciones internacionales) y ecológicos (cuidado del ambiente) que han jalonado los últimos cien años de nuestra existencia. Unas palabras de nuestro actual Pontífice sintetizan intuitivamente la situación de nuestro siglo: nuestro mundo es dramático y al mismo tiempo fascinador (Redemptoris missio 38).
1.2. Características globales
Las características que darían un rostro particular y una identidad definida a nuestro siglo son muchas. Quizás demasiadas. Probablemente, si las tomamos en conjunto podremos concluir con algo concreto. Mirando hacia el pasado y centrando luego nuestra mirada en el presente constatamos que el siglo XX es el:
-Siglo de la libertad: no sólo por el fin del imperialismo colonialista en Asia y África, sino también porque los sistemas democráticos, habiendo vencido a diferentes totalitarismos, han ganado a más de la mitad de la humanidad.
-Siglo del capitalismo: la libertad política suele ir de la mano con la libertad económica; vencido el sistema comunista, el capitalismo es la estructura económica de la mayoría de las sociedades del mundo.
-Siglo de la electrónica: si la imprenta redujo el costo de la comunicación y de la información en 1/1000, la radio transistor la redujo el 1/1.000.000. El resultado ha sido la transición de la era industrial a la era informática y tecnológica.
-Siglo del mercado masivo y de masas: todo se fabrica al por mayor y para la mayor cantidad de consumidores posibles.
-Siglo de los genocidios: desde el drama del genocidio de los armenios oculto bajo el eufemismo «evacuación militarmente necesaria de la zona de guerra» (1915), pasando por el «holocausto» del pueblo judío, hasta las versiones más reciente de «limpieza étnica», «crímenes contra la humanidad» y «deportación forzada»; los nombres cambian pero no cambia la brutalidad de la realidad.
-Siglo de los, así llamados, «nuevos pueblos bárbaros» (del Tercer Mundo): que invaden pacíficamente emigrando hacia los países del primer mundo técnico-industrial, modificando así la composición de las sociedades y dando lugar a minoritarias reacciones racistas.
-El siglo de lo imprevisible: sencillamente, pues muchas veces acaecieron muchas cosas inesperadas, confirmando la afirmación popular: lo inesperado reorienta la historia.
Y también podemos agregar esta otra característica que sella la identidad de nuestro siglo XX: se trata de una época que se abre hacia una nueva era revolucionaria.
-Revolución digital: vamos de la «voice recognition» hacia la «artificial intelligence».
-Revolución biotecnológica: lo cual llevará a hacer milagros o a crear nuevos monstruos.
-Revolución contra el sistema democrático: sea bajo forma de tribalismo (minorías que se hacen fuertes), fundamentalismo (simplificación manipuladora de la sociedad), totalitarismo (rechazo de libertades individuales)…
-Revolución contra el sistema capitalista: patrocinada por la ecología (para defender la salud planetaria acosada por el «progreso»), a causa de diferentes socialismos (pues pocos viven a costa de muchos, y muchos quedan excluidos del sistema mundialmente vigente) y del feminismo integral (con su visión más global de lo humano y su proyecto de transformación profunda del sistema relacional).
Pero, ¿es posible hacer una interpretación unitaria del siglo XX? Es decir, ¿es posible encontrar una característica que revele por sí sola la identidad de nuestro siglo? Muchos historiadores han tratado de dar respuesta a este desafío. Todos ellos están de acuerdo en que: el estudio de la historia ha de procurar comprender la responsabilidad individual y colectiva de los acontecimientos, sus motivaciones y consecuencias humanas; procurará asimismo hacer una síntesis unitaria de las grandes orientaciones de fondo. De igual forma, los historiadores contemporáneos concuerdan en lo siguiente: con el año 2000 está por concluir no sólo un siglo sino también una época histórica, es decir, un tiempo dotado de un carácter específico o pleno, algunas veces representado por la figura emblemática de algún protagonista eminente.
Las interpretaciones unitarias del siglo XX son varias. Desde un punto de vista nord-occidental se ha hablado de:
-Un «siglo corto»: el sentido unitario de este siglo se encuentra en los acontecimientos que tienen lugar entre la primera guerra mundial y el fin del imperio soviético.
-El siglo de la «gran ilusión»: esta ilusión consistió en la afirmación siguiente: la historia de la humanidad posee una intrínseca necesidad racional, la cual conduce al comunismo bolchevique.
-El siglo del «fin de la historia»: con el fin del conflicto ideológico y la victoria del capitalismo sobre el comunismo la historia ha alcanzado su culmen y, en consecuencia, su fin.
-El siglo del «miedo»: miedo de la guerra, del hambre, del robo, del terrorismo, de las dictaduras…
-Un siglo de «pasiones civiles»: desde el sufragio femenino a los derechos humanos, pasando por las indepenencias coloniales.
-Un siglo «nulo»: pues al fin se reencuentran los mismos fantasmas del incio: nacionalismo, racismo, violencia, falta de respeto por la persona humana…
-El siglo de las «guerras ideológicas»: entre 1914 y 1945 tiene lugar el conflicto europeo y mundial con dos cruentas guerras; y entre 1945 y 1991 tienen lugar otros numerosos conflictos nacionales: Corea, Vietnam, Afganistán, etc.
-El siglo del «mundo bipolar»: centrado en dos grandes superpotencias, Estados Unidos y Rusia, con sus respectivas zonas de influencia y países satélites.
Esta diversidad de respuestas nos está diciendo claramente que no es fácil evaluar y sintetizar unitariamente cien años de historia humana. Y ¿qué sucedería si nos ubicáramos en el Oriente o en el Sur del mundo?
1.3. Primacía y responsabilidad compartida
Corriendo la mitad del presente siglo, más precisamente en 1945, las democracias liberales y capitalistas de Inglaterra, Francia y Estados Unidos, junto con la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, derrotaban la amenaza totalitarista e imperialista de Alemania, Italia y Japón. Luego de la guerra comenzó la confrontación callada, pero no menos real, entre Rusia y los Estados Unidos. Al mismo tiempo, las ex-potencias vencidas eran ayudadas a fin de reconstruir la democracia y el bienestar económico. Las nuevas naciones asiáticas y africanas liberadas del yugo colonial no crearon nuevas alternativas sociales, políticas y económicas. Casi todas se alinearon detrás de los sistemas comunista o capitalista. La caída del comunismo ruso ha sido una demostración de la superior eficacia de la economía liberal capitalista y de la mayor adaptabilidad de los sistemas democráticos.
En consecuencia, desde el punto de vista geopolítico y socioeconómico, todo parece indicar que el occidente euroamericano ha resultado vencedor en este siglo tan marcado por los conflictos. Siendo más precisos, constatamos que los Estados Unidos de NorteAmérica ejercen hoy día la mayor influencia mundial en el orden económico, social, político y cultural. La globalización del capitalismo industrial y tecnológico se debe a su indiscutible supremacía. En la «villa global», que es nuestro mundo contemporáneo, la cultura norteamericana domina los lenguajes y las comunicaciones, todos dependen de ella de alguna u otra forma.
Sin embargo, el occidente euroamericano no ha sido el único protagonista del siglo que ya concluye. Otros actores han influido e influirán quizá en forma creciente. El capitalismo global de hoy es impensable sin la autodeterminación de los países latinoamericanos, asiáticos y africanos. Esto ha impuesto una mayor democracia en los intercambios internacionales. De igual forma, la inclusión en el juego democrático de sujetos antes excluidos —tales como las mujeres, los obreros, las razas de color, las minorías religiosas– ha sido posible gracias a sus reivindicaciones y luchas. Por lo demás, realidades y fenómenos tales como el resurgimiento de China, la riqueza tradicional y tecnológica del Japón, las reservas de valores humanos y espirituales de la India, el hondo sentido de lo autóctono africano, el capitalismo del sud-este asiático y el crecimiento del mundo islámico… nos recuerdan que el futuro del mundo no está sólo en el occidente americano-europeo.
Todos somos cada vez más conscientes de que el mundo «policéntrico» del siglo XXI — aunque una sola superpotencia haga de «gendarme internacional»– exige un esfuerzoconjunto en favor de la paz y la concordia universal mediante el diálogo, el reconocimiento de la dignidad de todos los interlocutores, y un reforzamiento de las instituciones internacionales. Y, sobre todo, debemos también decir que la concordia universal sólo podrá realizarse mediante un esfuerzo de reconciliación y perdón recíprocos.
Escuchemos a alguien que ha sido compañero de camino de varias generaciones durante el siglo que concluye; alguien que se siente investido de una paternidad universal que abraza sin distinción a todos los hombres y mujeres de esta época:
Podemos preguntarnos si este siglo ha sido también un «siglo de fraternidad». No se puede ciertamente dar una respuesta sin matices (…) Por este motivo me parece que el siglo que se inicia deberá ser un siglo de solidaridad. Lo sabemos hoy mejor que ayer: jamás seremos felices ni tendremos paz si continuamos sin contar con los otros y, peor todavía, unos contra otros (…) ¡Nunca más unos separados de otros! Nunca más unos contra otros! ¡Todos juntos, solidarios, bajo la mirada de Dios! Todos somos responsables de todos (Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo diplomático, 10-01-2000).
1.4. La Iglesia y la OCSO
No es ahora el momento de mostrar como los grandes acontecimientos políticos, sociales, económicos y culturales del siglo que expira han marcado y marcan nuestra propia historia monástica y cisterciense. No me detendré tampoco a hacer una crónica de la vida de la Iglesia y de la Orden a lo largo del siglo. Todo esto sobrapasaría una simple carta como la presente.
Aunque sí parece oportuno recordar que nuestra interpretación de la historia no puede ser una mera interpretación secular o sacral. En cuanto habitantes de la frontera entre el más allá y el más acá, hemos de leer la historia como lugar de gracia y encuentro salvador entre Dios y los hombres y como lugar de desgracia entre la ciudad de Dios y la ciudad de Satán.
Por eso podemos decir que la historia de la humanidad no es la que se ve y lee cada día en los periódicos y noticieros de actualidad. Ni unos ni otros tienen en cuenta la mano de la divina Providencia que guía el curso final de los acontecimientos. No podemos negar que: la compenetración de la ciudad terrena y de la ciudad eterna sólo puede captarse por la fe; más aún, es el misterio permanente de la historia humana (GS 40). Lo que verdaderamente orienta y endereza el camino histórico de la humanidad es la búsqueda radical del Reino de Dios y su justicia, siguiendo al Resucitado, confiando que el resto será dado por añadidura.
Con más razón aún hay que decir que la historia de la Iglesia es simultáneamente una historia humana y una historia teologal: ella existe en las coordenadas de tiempos y lugares y vive del misterio revelado y acogido con fe. La historia de la Orden es parte de la historia de la Iglesia; por eso podemos decir que lo que es válido para ésta última es también válido de alguna forma para la primera. La historia de la Orden es historia humanamente contextualizada y, al mismo tiempo, historia divinamente asumida en el plan de salvación del Dios-Amor. Nuestra historia tiene dos grandes actores que cooperan y coactúan: el Espíritu de Cristo y cada uno de nosotros. Es fácil detectar nuestras propias huellas impresas en diversos lugares a lo largo del tiempo, es difícil discernir las improntas de Dios pues ellas escapan al «cuándo» y al «dónde».
En la historia de la Iglesia, y otro tanto vale para la Orden, cada Jubileo o aniversario es preparado por la divina Providencia. Invito –a cada uno según su gracia y en el momento que juzgue apropiado– a dar una mirada con ojos creyentes a la historia de la Iglesia y de la Orden, sobre todo a los últimos cien años, a fin de agradecer y convertirnos, asumir y alabar.
Agradecer y alabar, sobre todo por esos signos de esperanza que brillan en el cielo eclesial al fin del segundo milenio: acogida de los carismas y promoción eclesial del laicado; reconocimiento del papel de la mujer en la Iglesia; florecimiento de movimientos eclesiales; dedicación a la causa de la unidad entre los cristianos; apertura al diálogo interreligioso; diálogo con la cultura moderna o contemporánea; catolicidad o universalidad respetuosa de las diferentes culturas; apoyo incondicional a la paz, justicia, dignidad y vida humana; emergencia del «perfil mariano» de la Iglesia…
Alabar y agradecer, pues tampoco faltan destellos de resurrección en el hoy de la Orden, como frutos de un ayer vivido con fidelidad a la gracia: numerosos mártires que sellaron la ofrenda de sus vidas con su propia sangre, un cuerpo de documentos legislativos inspiradores por su espíritu y claros en su normatividad, fidelidad hasta el heroísmo en situaciones extremas, inculturación del patrimonio en nuevos contextos culturales, fundaciones en las jóvenes iglesias, deseos de radicalidad evangélica y monástica como aporte a la nueva evangelización, colaboración creciente entre monjes y monjas en el servicio de autoridad, apertura afectiva y efectiva a la Familia Cisterciense, participación del carisma cisterciense con grupos laicales…
Una mirada contemplativa a nuestra propia historia nos recordará asimismo estas palabras del Patriarca Benito: cuando vieren en sí mismos algo bueno, atribuirlo a Dios, no a sí mismos; saber, en cambio, que el mal es siempre obra propia y atribuírselo a sí mismos (Regla 4:42-43).
2. Jesús Resucitado
Abramos ahora los ojos a la luz deífica, a esa luz de la vida que ilumina nuestro pasos y nos permite correr hacia adelante sin que nos sorprendan las tinieblas de la muerte (San Benito, Regla, pról, 9-10,13).
Jesucristo, plenitud de los tiempos, es el Señor de los siglos y, más aún quizá, de nuestro siglo XX. Él confiere su sentido definitivo a toda la historia convirtiéndola en historia de salvación. Es decir: sucesión de hechos divinos y de respuestas humanas a fin de que se cumpla el designio de Dios. Cuando Dios se hace hombre y resucita de entre los muertos, lo divino irrumpe como nunca antes en la historia humana. Por eso, Dios hecho hombre y resucitado de entre los muertos por el poder de lo alto: -Da sentido al pasado del cual Él mismo es la plenitud. -Transforma el presente en momento favorable. -Da sentido al futuro al abrirlo a la esperanza que vence a la muerte.
2.1. Acontecimiento meta-histórico
Los testigos de la resurrección la presentan como un acontecimiento límite: lo que la precede está encarnado en la historia, pero ella misma y lo que sigue salta por encima de las fronteras de lo histórico. El Resucitado se encuentra en un estado de vida que supera las coordenadas de tiempo y espacio, en este sentido es «trans-histórico».
Por otro lado, los testigos del Resucitado y los testimonios sobre la resurrección son datables y localizables. Otro tanto se puede decir sobre el impacto y consecuencias de este acontecimiento a lo largo de la historia humana. La existencia y presencia secular de la Iglesia es prueba de ello. De aquí la gran paradoja de la fe cristiana: se funda en un acontecimiento meta-histórico con consecuencias históricas revolucionarias.
Luego del Calvario todo hubiera terminado si Jesús, resucitado por el Padre, no hubiera comenzado a: dejarse ver, mostrarse, revelarse, aparecerse (Lc.24:34; Hech.7:2,30; 13:39; I Cor.15:5-8). Se trata de algo que se impone desde fuera y contra la experiencia objetivamente verificable de la cruz y la muerte. Es decir, que la iniciativa pertenece a Él, a Jesús, las discípulas y los discípulos lo acogen, lo reciben.
He aquí que Jesucristo se deja ver o es mostrado en una nueva condición de gloria (Hech.22:11; II Cor.4:6). Se trata de un apocalipsis (revelación) de Jesucristo (Gál.1:12,16). La gloria revelada es anticipación de lo escatológico, es decir: de lo último y definitivo.
La experiencia de encuentro con el Resucitado es única en su género, no tiene ningún punto de contacto o comparación con otras experiencias espirituales. Da lugar a un «conocimiento» que no es un simple conocimiento objetivo que permanece fuera de quien experimenta; quien se encuentra con el Resucitado resulta totalmente afectado y poseído por la vida del Señor. Este conocimiento no es independiente de la fe, pero no es consecuencia de la fe, sino que el Resucitado fundamenta nuestra fe: si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe (I Cor.15:17).
Nuestra fe en el Resucitado se basa en el testimonio apostólico, no tenemos dudas al respecto. Pero esto no es todo. Nuestro testimonio de Jesús Resucitado, para ser verdaderamente tal, no ha de basarse en algo simplemente oído; ha de apoyarse también en nuestra propia «experiencia» del Resucitado, por mediación del Espíritu Santo en el ámbito de la Iglesia creyente.
Conocemos a Dios por la fe, como de oídas; pero mediante el amor contemplativo se nos revela como por una manifestación de su presencia. Aquel que se dió a conocer por la palabra y la escucha, ahora se lo descubre como si estuviera realmente presente. Aquel de quien sólo se había oído hablar, y que no nos había manifestado su presencia, nos resultaba antes un desconocido (San Gregorio Magno, Comentario al Primer libro de los Reyes, SCh, 391).
Es así como la Iglesia, en cada momento de su historia, experimenta a Cristo en sí misma y se siente florecer con plenitud de vida. Por eso puede testimoniar con confianza y osadía el mensaje de salvación (Pablo VI, Ecclesiam suam 6).
La experiencia sólo es posible cuando la fe acepta a Cristo: sentado a la derecha del Padre, no en la forma de siervo, sino en un cuerpo celestial idéntico al anterior, aunque de forma distinta. Esta fe purifica el corazón y permite experienciar al Resucitado: con la mano de la fe, con el dedo del deseo, con el abrazo del amor, con la mirada del espíritu (San Bernardo, SC 28:10).
La comunidad, en cuanto comunión fraterna de amor en el Espíritu, es un espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor Resucitado (Vita consecrata 42; cf. Mt.18:20). El Abad de Claraval tiene algo que decir a este propósito: Te engañas, Tomás, te engañas si pretendes ver al Señor alejándote del colegio apostólico. A la Verdad no le gustan los rincones ni los escondrijos. Está en el medio, esto es, se goza en la observancia, en la vida común y en la voluntad de la mayoría (San Bernardo, Asc 6:13).
Estas experiencias no quitan absolutamente nada a nuestra vida de fe; todo lo contrario: la hacen posible con toda la carga de despojo y olvido de sí mismo que demanda el vivir de fe y amor. Quien ha tocado al Resucitado con la mano de la fe podrá afirmar: ¡Me basta que Jesús viva! Si Ël vive, vivo yo, porque de Él pende mi alma, aún más, Él es mi vida, Él sólo me basta. Pues ¿qué podría faltarme si Jesús vive? Que me falten todas las cosas –nada me importa–, con tal de que Jesús viva. Por tanto, si fuere de su agrado que yo me faltara a mí mismo, me basta que él viva, aunque sólo fuera para Sí (Guerrico, Sermón 33:5).
Hay que decir finalmente que nuestra experiencia es parecida pero no idéntica a la de los primeros testigos: la nuestra presupone la de ellos; la de ellos se apoya sobre los años de convivencia con el Maestro. De todos modos, si sólo existiera el testimonio experiencial de los apóstoles, el Resucitado sería un personaje del pasado, inoperante en nuestro presente y difícilmente podría ser causa de nuestra esperanza futura.
Recuerdo haber dicho en la conferencia de clausura de los Capítulos Generales de 1990 alguna palabra respecto a mis «puntos débiles y fuertes». Entre estos últimos indiqué el siguiente: «Poder testimoniar la presencia constante y activa del Resucitado y de su Madre en el seno de la iglesia». ¿Puedo hoy, diez años más tarde, afirmar lo mismo? Gracias al testimonio evangélico de nuestros siete Hermanos del Atlas, respondo, con más convicción y osadía que antes: ¡Sí! Esta afirmación es un acto de fe que convierte una vez más mi libertad y consciencia bajo el influjo de la gracia divina. Esta afirmación será creíble y aceptada si la encarno en una vida dócil y fructífera en el Espíritu Santo.
2.3. Acontecimiento inexpresable
No fue fácil para nuestros primeros hermanos en la fe encontrar palabras apropiadas para la nueva realidad experimentada. Ya desde el primer anuncio los testigos utilizan un vocabulario variado que se puede agrupar en tres categorías: resurrección, exaltación y vivificación. Estos textos ilustran lo dicho. -Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo (Rom.10:9). -Por eso Dios lo sobre-exaltó y le dio el nombre que está por encima de todo nombre (Fil.2:9). -Muerto en la carne, vivificado en el espíritu (I Ped.3:18).
Como se puede constatar los primeros testigos comunicaron el hecho mediante fórmulas que se hicieron pronto públicas y vinculantes. Estas fórmulas provienen de contextos diferentes: predicación, catequesis, liturgia y misión. Aquí tenemos otras dos, muy primitivas, asumidas años más tarde por el apóstol Pablo en sus cartas:
-Porque os transmití en primer lugar lo que a mi vez recibí: ‘que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce…’ (I Cor.15:3-5).
-Nacido de la estirpe de David en cuanto hombre, y constituido por su resurrección de entre los muertos Hijo poderoso de Dios según el Espíritu santificador: Jesucristo, Señor nuestro… (Rom.1:3-5).
A continuación se fueron componiendo los relatos pascuales que encontramos en los evangelios, ellos se refieren a la tumba vacía, al testimonio de las mujeres (datos ausentes en el primer anuncio o kerygma) y a las apariciones del Resucitado (con diferencias de tiempo, lugar, destinatarios, reacciones). Estos relatos completan apologéticamente el kerygma (corporeidad de la resurrección).
Tenemos, finalmente, los discursos kerigmáticos de Pedro y Pablo incluídos en los Hechos de los Apóstoles (Hech.2; 3; 4; 10 y 13). Estos discursos, más allá de la elaboración lucana, reflejan un núcleo arcaico (presencia de semitismos) propio del anuncio presentado a la primitiva comunidad. Encontramos en ellos tres elementos típicos: contraposición entre el rechazo de los dirigentes judíos y la acción eficaz de Dios que resucita a Jesús; conversión de los discípulos, gracias a las apariciones, en testigos de la proeza escatológica con que Dios ha obrado la salvación; confirmación de la actuación divina por el testimonio de la Escritura.
Todos estos textos, más allá de su variedad de formas, nos comunican un único mensaje de importancia vital, pues sobre él se funda nuestra fe cristiana: -Jesús se apareció después de su muerte a determinados discípulos. -Fue anunciado como resucitado de entre los muertos. -El Resucitado es el mismo Crucificado, aunque no lo mismo. -Su cuerpo físico es ahora un cuerpo espiritual y glorificado.
Y no sólo nuestra fe se funda sobre esta verdad. Nuestra vida monástica, en cuanto vida de fe, carecería de identidad cristiana y estaría privada absolutamente de sentido sin Jesucristo glorificado. ¡Nuestra vida monástica es una resurreccion progresiva en Cristo Resucitado! (Cf. Guerrico, Sermón 35:5).
2.4. Acontecimiento pleno de sentido
Todos los escritos neotestamentarios son una «relectura» del hecho de la resurrección y de la realidad del Resucitado. Esto significa que la resurrección y el Resucitado sintetizan en sí toda la realidad. Este núcleo fundamental del hecho y mensaje cristiano es de una riqueza inagotable. Tratemos de entrar en este misterio en búsqueda de su sentido.
La resurrección de Jesucristo, considerada globalmente, puede entenderse como la irrupción de lo escatológico (lo último, insuperable y definitivo) en nuestra historia humana. Es decir, el Espíritu irrumpe en la carne mortal y la vida absorbe totalmente a la muerte. Se trata de la definitiva revolución en la evolución cósmica, humana e histórica.
Desde el punto de vista del Padre y del Espíritu Santo, aunque parezca osado afirmarlo, podemos decir que: la Paternidad divina, virginalmente fecunda, alcanza su cumbre de un modo humanamente imprevisible, en la resurrección del Hijo unigénito. Ella es la obra suprema de creación y espiritualización: ¡la primera creación salió de la nada, la segunda de la muerte! La resurrección revela la autodonación amorosa del Padre y del Espíritu en respuesta a una vida donada hasta el vaciamiento total en la cruz. Es así como se cumplió la profecía sálmica: no permitió que su Santo experimentara la corrupción, no lo abandonó en el Hades, le hizo conocer caminos de vida, lo llenó de gozo con su rostro.
Para Jesús, la resurrección es, ante todo, su total rehabilitación luego de haber sido vergonzosamente condenado: es el luminoso «Sí» de Dios en oposición al tenebroso «no» de los seres humanos. Se trata, por esto mismo, del testimonio incontestable de que Jesús es el Profeta de Dios último y definitivo. Al sufrir el abandono y ponerse en manos del Padre, Jesús corrió una aventura que no pudo sino terminar bien, por eso es bienaventurado y sus bienaventuranzas son verdaderas. El pecado y la muerte,asumidos por Jesús en su propia carne, fueron así destronados y definitivamente vencidos. Jesús experimenta la resurrección como una: -Transformación en un cuerpo espiritual y espíritu que da vida (I Cor.15:44-45). -Recreación como hombre nuevo, nuevo padre de la humanidad y primogénito de los resucitados (Rom.5:7; I Cor.15:20ss.). -Encarnación plena, en Él reside ahora la plenitud de la divinidad corporalmente (Col.2:9). -Donación del Espíritu que le convierte en el Dador del Espíritu (Jn.20:22). -Novedad y «renacimiento» en su filiación divina (Rom.1:3-4). -Recepción del Nombre que está sobre todo nombre (Fil.2:9).
A partir de su resurrección Jesús puede identificarse totalmente con los perseguidos y pequeños. Y goza de la posibilidad de una presencia sacramental bajo las especies de pan y vino para ser comido y bebido por los creyentes. En una palabra, el Resucitado es la Plenitud del que lo llena todo en todo (Ef.1:23).
Los apóstoles, por su parte, experimentaron la resurrección como una conversión del Jesús Nazareno al Jesucristo Señor y, de simples discípulos, se convirtieron en testigos del Resucitado. Comprendieron así que Dios ya estaba en el Crucificado en cuyo rostro se muestra, por la resurrección, la gloria divina. El Evangelio no nos habla de apariciones del Resucitado a su Madre. Quizás para que su felicidad llegara al culmen creyendo sin ver (Jn.20:29); y para poder ser así aún más grata a Dios (Heb.11:6). De todos modos, como madre que era, la resurrección de su hijo la afectó en lo más hondo de sus entrañas. Comenzó así, desde ese mismo momento, a experienciar su asunción gloriosa en seguimiento del primogénito de entre los muertos.
Si el Señor Resucitado sostiene y vivifica nuestra fe, su resurrección explica totalmente nuestravida en Él. En efecto, la resurrección está en el origen de la Iglesia y de nuestra fe. Al ser bautizados en su Pascua y al recibir su Espíritu hemos sido convertidos en el Cuerpo de Cristo Glorioso. Ella es motivo de nuestra esperanza y prenda de nuestra futura resurrección; nos asegura que nuestro trabajo y fatigas por el Reino no son estériles. Nos permite proclamar con fe el Padre nuestro, invocando la santificación del Nombre y la venida del Reino, es decir: la resurrección al fin de los días. Y ¿cómo no pensar que las mujeres han sido privilegiadas y promovidas al ser ellas las primeras testigos del Resucitado? Sea como sea, tanto ellas como nosotros, sabemos bien que creer en el Kyrios significa asimismo seguir al Crucificado, pero con la potencia y gracia del Resucitado. Gracias al Resucitado, vivimos sin temer morir y morimos sin perder la vida.
Hermanos, Hermanas, al inicio de esta carta os invitaba a contemplar el siglo XX, os invitaba a descubrir en sus entrañas al Resucitado. El tiempo está habitado por Aquél que es el Señor de la historia. Por eso nuestra esperanza no muere, cada momento de esta vida es semilla de eternidad. Todo lo que ha de suceder hasta el fin del mundo será una expansión y explicitación de lo que sucedió el día de la resurrección. Ese día el cuerpo del Crucificado fue transformado por la fuerza del Espíritu y se convirtió, a su vez, en fuente del mismo Espíritu para toda la humanidad.
El Domingo es el día en que se hace presente el Resucitado de entre los muertos. Por esta misma razón el Domingo es el día que revela el sentido del tiempo: brotando de la resurrección, atraviesa el tiempo humano, los meses, años y siglos, como una lanza que los orienta hacia la segunda venida de Cristo. El Domingo prefigura el día final, el de la Parusía, anticipada ya en el acontecimiento de la resurrección. Amén, marana tha, ¡ven Señor Jesús! ¡Sí, vengo pronto!
Con un abrazo fraterno, en María de san José.
Bernardo Olivera Abad General
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