ABBAS GENERALIS
Prot. N1 98/AG/01 Roma, 26 de Enero de 1998
Queridos Hermanos y Hermanas:
Estamos celebrando el noveno centenario de la fundación del Císter. Y dentro de un par de años la historia cristiana tornará la página hacia un nuevo milenio. La presente carta se ubica en este marco de referencia.
Deseo mirar con respeto al mundo, a la Iglesia y a la Orden desde nuestro presente y desde mi propia y limitada situación. Es importante conocer el contexto vital en el que se desarrolla nuestra existencia. Siempre y para todos es válido este dicho: todo punto de vista es la vista de un punto, pero sin puntos de vista se pierden de vista el presente y el futuro.
Los cambios acelerados de los últimos tiempos nos permiten decir que no sólo estamos en una época de cambio (paso cronológico al año 2000) sino en un cambio de época (cambios culturales profundos). Vivimos, además, en una cultura de cambio como estilo de vida, ya que vivimos en el cambio, con el cambio y en expectativa de cambio permanente.
Estas profundas mutaciones son, simultáneamente, un tiempo de crisis y de gracia. Son momentos de discernimiento apocalíptico y de hora de Dios que desea intervenir con mayor peso de voluntad salvadora.
De la misma manera, y más hondamente aún, la celebración de los 900 años de la fundación del monasterio del Císter, Madre de todos nosotros, es una ocasión de vivir el tiempo como liturgia, es decir, como acción de gracias y ocasión de conversión.
La intención de esta carta es ayudar a la reflexión, a la oración y a la acción. Me propongo ayudar a comprender los tiempos y sus signos, sabiendo que vuestras respuestas y reacciones me serán a mi mismo de ayuda.
CONTEXTO MUNDIAL
Nuestros monasterios, esparcidos en los cinco continentes, se encuentran dentro de este cuadro mundial: la modernización neoliberal y la exclusión de los empobrecidos; la mundialización de la cultura y el pluralismo cultural en reivindicación; la búsqueda de nuevos dioses, la sed de Dios y la necesidad de una nueva evangelización…
Una mirada lúcida a la situación mundial nos permite detectar, al menos, una serie de megatendencias que caracterizan hondamente nuestro hoy. Estas tendencias mayores que siguen a continuación permiten trazar un marco de referencia que nos muestra un camino, aunque no sabemos la meta o el lugar de arribo.
‑Se terminó la guerra fría y la carrera armamentista entre los dos bloques hegemónicos: Rusia y los países socialistas, por un lado, Estados Unidos y sus aliados occidentales, por el otro. Rusia, en cuanto superpotencia, ha dejado de existir. Vivimos bajo un sistema geopolítico monopolar: nadie pone el duda el control universal de los Estados Unidos. Es todavía prematuro vaticinar lo que pueda suceder cuando China termine de emerger en el océano del ámbito mundial.
‑La disolución del bloque de los países hegemoneizados por la Unión Soviética ha dado lugar al surgimiento de nacionalidades y nacionalismos. Este surgimiento, en algunos lugares, está teniendo su precio de sangre. Baste recordar la pasada guerra en los Balcanes. Y otro tanto podemos decir respecto a las recientes y actuales guerras étnicas alimentadas por intereses externos en el Africa centro‑oriental.
‑La revolución industrial ha dado paso a la revolución tecnológica. Lo que esto significa para las relaciones laborales y formas de producción de bienes ya estamos comenzando a verlo: la mano de obra ha dejado de ser prioritaria y otro tanto vale para la materia prima y los países exportadores de la misma. La ciencia y la técnica comandan el área laboral. En consecuencia, se agranda el abismo entre el norte desarrollado y el sur en vías de desarrollo.
‑En relación con lo precedente, se ha operado otro cambio significativo: la interdependencia o planetarización o aparición de un «único sistema mundial» en el que todos nos afectamos a todos a escala planetaria. Si bien se trata básicamente de un fenómeno estructural y tecnológico abierto a múltiples posibilidades, al momento presente va produciendo frutos en el ámbito económico y regional. Es así como han ido naciendo: La comunidad económica europea, El mercado común norteamericano, El bloque del Japón y sudeste asiático, El mercado común del cono sur de América.
‑La discusión entre socialismo y capitalismo ha dejado de existir. La hegemonía del sistema capitalista, bajo su forma «neoliberal», es un hecho. El neoliberalismo económico se ha servido del fenómeno de la interdependencia a fin de intentar globalizar la economía mundial y convertir el mundo en un inmenso mercado libre. Para los países pobres del Tercer Mundo el dilema es: inclusión o exclusión en el nuevo y único modelo socio‑económico de desarrollo y explotación. Sea como sea, un 30 % de los pobres quedan excluidos. (Es el precio de la inclusión: las masas empobrecidas se han convertido en la basura humana del mundo! Este neoliberalismo está mostrando una gran preocupación y eficacia productiva económica y una ineficacia y despreocupación por la distribución social de los bienes producidos; no sólo no resuelve los problemas que ya existían, sino que los agrava.
‑Nos encontramos también ante un cambio cultural de hondas consecuencias. Constatamos:
‑El crecimiento de una cultura «de masas» o cultura «universal» invadiente nacida y exportada desde América del norte.
‑El auge de los medios de comunicación que transmiten formas culturales al mismo tiempo que determinan y condicionan la cultura.
‑El paso y contrapaso, en el occidente nord‑atlántico, de la cultura «moderna» a la cultura «postmoderna».
‑La creciente influencia de la mujer vinculada a protagonismos en términos de servicio, autoridad y poder.
‑La descristianización de la Europa cristiana, la proliferación de cristianos sin iglesia para quienes el cristianismo es lugar de referencia pero no de pertenencia, la rápida emergencia del catolicismo africano y la lenta cristianización del Asia plurireligiosa.
CONTEXTO ECLESIAL
La Iglesia contemporánea no es ajena a los gozos y dolores del mundo en el que habita y al que trata de servir con la luz y fuerza del Evangelio. No es extraña a los profundos cambios y a la transición acelerada que vive el mundo de hoy.
Algunos hablan de una primavera eclesial y otros de un invierno. El proyecto global de una nueva evangelización inculturada sería un signo de lo primero; el uniformismo católico regido desde el centro sería un exponente de lo segundo.
Un análisis más particular nos permite hablar de tendencias básicas, categorías analíticas o modelos teóricos que ayudan a comprender y describir la realidad eclesial contemporánea. En su realidad histórica las diferentes iglesias locales ‑‑al igual que las órdenes y congregaciones religiosas‑‑ participan de varios de los distintos modelos, aunque con énfasis diferente de los cuales uno es dominante. Se pueden así distinguir tres modelos eclesiales.
‑Un modelo tradicional que enfatiza lo institucional y que comunica la verdad a un mundo lejos y alejado de Dios.
‑Un modelo moderno que acentúa la organización y presenta una doctrina como respuesta a las preguntas de las personas y sociedades secularizadas.
‑Un modelo encarnado que privilegia el seguimiento de Jesús y anuncia a todos la buena noticia procurando encarnarla desde la pobreza y los empobrecidos.
Si nos ubicamos en el centro del mundo cristiano, Roma‑Vaticano, podemos discernir dos programas que comienzan a dibujarse en los fines del presente milenio. Se trata, una vez más, de programas que no se excluyen mutuamente pero que caracterizan en cierto sentido al colegio cardenalicio.
‑Un programa religioso‑político: que procura la visibilidad política de la fe a fin de reforzar la función ético‑política de la Iglesia en la sociedad; su enemigo sería el lado sombrío de la modernidad y el secularismo que impide modelos sociales cristianos.
‑Un programa dialogal‑reformista: que estimula el diálogo con las otras grandes religiones, la apertura ecuménica, los cambios en el ejercicio del papado y la reforma de la estructura de la curia romana para facilitar un sistema más colegial.
No hay duda alguna que la Iglesia de este fin de milenio ha estado fuertemente marcada por el pontificado de Juan Pablo II. Figura integral y polifacética: hombre dulce y fuerte, sufrido y resistente, con gran capacidad de liderazgo, buenas cualidades de actor y comunicador, con facilidad para las lenguas y la retórica, artista y poeta… Un «retrato» del mismo va más allá de él mismo y puede, por consiguiente, decirnos mucho de la Iglesia de hoy y, quizás, de la Iglesia de mañana. Los casi veinte años de pontificado de Juan Pablo II nos permiten señalar las siguientes notas características de nuestro Papa.
‑Filósofo‑teólogo: de formación tomista y personalista. Claramente cristocéntrico y, por lo mismo, con fuerte inclinación a la antropología.
‑Entrañablemente devoto de la Madre de Jesús y de la Iglesia, es el Papa de las consagraciones a María de personas, ciudades, naciones y de todo el mundo.
‑Se suele mover en un doble registro: hacia afuera es el Papa de las minorías étnicas, de los derechos humanos, de la paz, de los marginados y pobres; hacia adentro: es el Papa defensor de la doctrina tradicional, custodio de la disciplina eclesiástica y creador de nuevos proyectos pastorales.
‑Papa de gran apertura al diálogo ecuménico y al diálogo interreligioso.
‑Un Papa viajero y misionero como ninguno de sus predecesores: el 20% de su tiempo lo ha pasado viajando.
‑Sus nombramientos episcopales han dado lugar a un tipo de Obispo: con solidez teológica y ortodoxia, con una fuerte identidad católica, fieles a Roma, centrados en la espiritualidad.
‑Papa que ha condenado tanto el comunismo cuanto el capitalismo salvaje a fin de «humanizar» el sentido del trabajo. Cuando se oponía al comunismo era aplaudido por el Occidente y los del otro bando querían asesinarle físicamente; ahora que critica al capitalismo y sus consecuencias culturales es anulado moralmente por muchos occidentales.
‑El Papa con mayor incidencia política de todos los tiempos: mediador en los conflictos del Beagle, Líbano, Panamá y, sobre todo, Polonia…, activo participante en diferentes asambleas patrocinadas por las Naciones Unidas: Cairo, Beijing, Río de Janeiro.
‑Gran amigo y defensor como ninguno de la causa de la mujer en el mundo de hoy. Lo más curioso es que un buen número de mujeres, que sólo conocen las opiniones del Papa por medio de la prensa, consideran al Papa como antifeminista.
Volvamos ahora nuestra mirada a la Vida consagrada. Ella es el medio vital más inmediato en el que se ubica nuestra vida monástica. Según los diferentes contextos geográficos podemos destacar las siguientes situaciones caracterizantes.
‑En el Africa virgen y tantas veces violada, pero siempre fiel a sí misma, la vida consagrada se caracteriza por: un fuerte espíritu festivo y de comunidad, un hondo sentido de lo autóctono y la necesidad de la inculturación.
‑En el Asia secularmente armónica, aunque tensa en el presente y ante un futuro incierto, la vida consagrada destaca por: ser una minoría significativa, buscar nuevas formas monásticas y abrirse a las experiencias religiosas temporales como preparación a una vida secular.
‑En la América del Norte tecnológica, secularizada y religiosa, defensora de libertades y crisol de tantas razas, la vida consagrada manifiesta: una aguda sensibilidad en favor del pluralismo cultural y de la situación de la mujer en la sociedad y las iglesias.
‑En la América Latina continente mayoritariamente católico, cuna de tantos mártires, y deseosa de una justicia social largamente esperada, la vida consagrada busca: nuevos estilos con sentido de historia y una inserción en los medios pobres y marginados de la sociedad.
‑En Europa occidental exportadora de formas culturales clásicas, siempre sabia en su vejez, la vida consagrada intenta: redimensionar sus obras, superar la crisis vocacional y ser un grito profético ante el aburguesamiento social.
‑En Europa central y oriental rica en tradiciones de largo aliento y separada durante largos años de su hermana de occidente, la vida consagrada experimenta: la centralidad del monaquismo, los estigmas gloriosos de su fidelidad al Señor y un aggiornamento sin traición a su propia índole e historia.
‑En esa Oceanía que no es un continente de agua sino formado por numerosísimas islas que alegran el océano pacífico, la vida consagrada vive: dificultades en la formación y estabilidad del personal debido a las inmensas distancias y, al mismo tiempo, una gran esperanza hacia el futuro debido a su juventud y fidelidad evangélica.
EL PRESENTE Y FUTURO DE LA ORDEN
Hay muchas maneras de mirar la Orden en su presente histórico y proyección futura. Una forma posible, entre otras, es desde la perspectiva de los valores, los desafíos y las utopías. Durante el último Capítulo General hablé sobre las utopías o sueños. Parece ser ahora el momento de detenernos en los valores y desafíos, aunque sin olvidar la importancia del soñar creativamente despiertos.
UN DON VALIOSO: IDENTIDAD MONÁSTICA
Los valores son «bienes atrayentes» y, por lo mismo, fuerzas motivantes de nuestra conducta que nos permiten avanzar y perseverar en el camino emprendido. Los valores son elementos constitutivos de la gracia cisterciense que motivan a las personas en cuanto tales, a las comunidades y a toda la Orden en su conjunto. Podemos decir que estos valores son como los dones de una conquista. Son gracias o regalos del Señor que implican no poco sudor en su acogida, vivencia y conservación siempre creciente.
Encontramos en nuestra Orden numerosas realidades valiosas que pueden ser consideradas como relativamente adquiridas o en vías de adquisición y, por ello, motivantes del camino de la Orden en la actualidad. Pero esto no significa que haya que dormirse en los laureles; por el contrario, hemos de saber cuestionarnos a fin de continuar caminando y avanzando.
Quisiera ahora detenerme en uno de esos dones valiosos, regalos de una conquista, que caracterizan nuestro hoy: la clara afirmación, existencial y jurídica, de nuestra identidad monástica contemplativa en el seno de la Iglesia y de cara a la sociedad. Poder hacer esta afirmación, después de tantos años de renovación, aggiornamento y reforma institucional, nos ha de mover a la acción de gracias al Espíritu del Señor que siempre nos ha acompañado y guiado.
La importancia de una identidad bien definida se comprende al considerar que sin identidad bien perfilada a lo largo de una historia:
‑No puede haber sentido de sí‑mismo, continuidad en el tiempo y coherencia en un momento determinado, tanto como persona cuanto como monje o monja.
‑Tampoco puede haber existencia continua, a pesar de los cambios en la vivencia concreta de las observancias monásticas y en las estructuras pastorales de la Orden.
‑Y sería imposible el sentido de comunidad y de la existencia continua compartida.
No ignoro que hay numerosas formas de entender la identidad. Pero ahora sólo nos interesa hablar de la identidad entendida como: modo significativo y relación dinámica.
La identidad en las diferentes formas de vida en el Pueblo de Dios emerge en el proceso relacional de la existencia eclesial. La distinción de cada carisma se da en el contexto de la tensión entre la convergencia y la divergencia, la comunión y la separación.
Por consiguiente podemos afirmar: nuestra identidad es una realidad que nos permite autoidentificarnos por aquello que nos hace significativos, en un entramado de relaciones, sin falsas inclusiones o exclusiones.
Por eso podemos decir que nos identificamos como: seguidores significativos de Jesús en el seno de la comunidad eclesial. Pero obviamente esto no es suficiente. Los años postconciliares nos han enseñado a remontarnos hacia los orígenes y hacia la profundidad. Recordemos que para perfilar mejor nuestra propia identidad cisterciense tuvimos que consultar a los Padres fundadores del Císter. Volvamos entonces a hacer memoria de las lecciones aprendidas.
Recordemos, en primer lugar, la intención o el «propósito» de nuestros primeros Padres. Digamos, ante todo, que la reforma que ellos emprendieron fue sobre todo un movimiento de renovación espiritual. Tal proyecto de renovación sólo pudo sostenerse sobre ideales precisos y bien precisados. )Cuáles eran estos ideales? )Qué caracterizaba al carisma fundacional recibido por nuestros Padres?
La documentación primitiva del Císter, más allá de todos los problemas que ella presenta a los historiadores, nos dice claramente lo siguiente:
‑Autenticidad en la observancia monástica, en la vida espiritual y en la vida litúrgica.
‑Simplicidad y pobreza en todo a fin de seguir y ser pobres con Cristo pobre.
‑Soledad a fin de poder vivir para Dios edificando la comunión fraterna.
‑Austeridad de vida y trabajo a fin de promover el crecimiento del Hombre nuevo.
‑Conformidad absoluta con la Regla de san Benito sin adiciones contrarias a su espíritu o a la letra.
En realidad, todo esto era muy semejante a lo que intentaban todos los reformadores y renovadores de los siglos undécimo y duodécimo. No obstante, el acento del Nuevo Monasterio sobre la Regla de san Benito observada con «más rigor y perfección» ‑‑artius atque perfectius‑‑ parece haber sido la clave de su éxito. De hecho, los primeros Padres encontraron en la conformidad a la Regla la identidad monástica que deseaban y, sobre todo, el necesario equilibrio y armonía que implica una búsqueda de Dios de largo aliento.
En los documentos primitivos no se habla de una observancia literal de la Regla. Se trata de guardarla en todas sus exigencias y de seguirla según la pureza y rectitud de la misma. La rectitud y pureza de la Regla es aquello que esencialmente la constituye, es decir: una forma práctica y monástica de vivir el Evangelio. La Regla ofreció a nuestros fundadores un camino recto de perfección evangélica gracias a un discreto equilibrio entre las observancias monásticas tradicionales. Los dura et aspera y las observancias son mediaciones, es decir, instrumentos y expresiones aptos para la puritas cordis y la unitas spiritus con Dios.
He aquí las convicciones básicas acerca de la Regla de san Benito que deseaban encarnar los Padres cistercienses de la primera hora:
‑La búsqueda de Dios es la finalidad de la vida monástica (RB 58:7).
‑A Dios se lo encuentra en Cristo (RB 4:21; 72:11).
‑El cenobita lo busca bajo una Regla y un Abad (RB 1:2).
‑El Opus Dei ocupa un lugar prioritario (RB 43:1‑3).
‑La oración privada es preparación y prolongación del Opus Dei (RB 4:56; 52:1‑5).
‑La lectura y meditación alternando con el trabajo equilibran la jornada (RB 48).
‑La obediencia, taciturnidad y humildad son los pilares de la vida ascética (RB 5‑7).
‑La caridad fraterna bajo forma de buen celo domina la moral de la Regla (RB 72).
‑El monasterio es un taller en cuyo recinto el monje trabaja toda su vida bajo las órdenes del Señor y es trabajado por El (RB 4:78).
‑La discreción es virtud esencial para que haya paz en la Casa de Dios (RB 64:17‑19).
‑La estabilidad es requisito para la fecundidad de esta vida (RB 4:78; 58:9,17).
La Regla enseñó además a nuestros Padres ‑‑así como nos enseña a nosotros hoy día‑‑ a vivir una vida integral, armónica, equilibrada, holística. En efecto, en la Regla encontramos varios pares de polos complementariamente equilibrados:
Oración: Oír de grado las lecturas santas,darse con frecuencia a la oración, confesar a Dios todos los días en la oración con lágrimas y gemidos las culpas pasadas (4:55‑57).Trabajo: La ociosidad es enemiga del alma; por eso en determinados tiempos deben los monjes ocuparse en el trabajo manual y a ciertas horas en la lección divina (48:1).Bien común: Nadie busque lo que juzgue útil para sí, sino más bien para los demás (72:7).Propio bien: Si hay artífices en el monasterio, ejerzan sus artes con toda humildad (57:1).Oración común: Nada se anteponga a la Obra de Dios (43:3). Oración privada: Si alguien quiere orar con más recogimiento, entre al oratorio y ore (52:3).Disciplina: Castigar el cuerpo, no abrazarse a los deleites, amar el ayuno (4:11‑13).Dispensas: Téngase consideración de las flaquezas (34:2; 55:21).Silencio: En todo tiempo los monjes deben guardar silencio (42:1). Comunicación: Emitan los monjes su consejo con toda sumisión y humildad (3:4).Clausura: Nadie se atreva a salir del recinto del monasterio sin permiso del Abad (67:7). Hospitalidad: Se acogerá como a Cristo a todos los huéspedes (53:1).Desapropiación: Nadie se atreva a poseer nada en propiedad, absolutamente nada (33:2).Necesidades: Para extirpar de raíz el vicio de la propiedad, dará el Abad todas
las cosas necesarias (55:18).Ancianos: Veneren los jóvenes a sus ancianos (63:10). Jóvenes: Amen los ancianos a los jóvenes (63:10).Sobriedad: Cuando el monje hable, hágalo suavemente y sin risa, humildemente y con gravedad (7:60).Alegría: Que nadie se perturbe ni contriste en la casa de Dios (31:19).
Los primeros discípulos de nuestros «fundadores» y la segunda generación cisterciense ‑‑Bernardo, Guillermo, Guerrico, Elredo, Isaac, Amadeo, Gilberto, Balduino, Juan, Adam‑‑ conciben la Regla como un texto que ofrece dirección y consejos para la vida interior. Benito ofrece doctrina abundante sobre la humildad, la obediencia, el amor, el temor de Dios. Y, más aún, invita a beber directamente del Evangelio y de los Padres de la Iglesia. Nuestros maestros del siglo XII releen la Regla a la luz de la tradición espiritual precedente sin descuidar los signos de sus propios tiempos. Es así como desarrollan algunos aspectos de la vida en el Espíritu que apenas se encontraban en san Benito: doctrina sobre el alma humana y la imagen y semejanza de Dios, énfasis en el autoconocimiento, enseñanzas sobre el amor y la contemplación mística. La dominici schola servitii se convierte también en una schola caritatis.
El carisma fundacional de nuestros primeros Padres, carisma fundante de nuestra identidad cisterciense, quedó plasmado en los documentos primitivos. Pero, obviamente, los documentos no son el carisma ni la identidad. El carisma, como experiencia del Espíritu que configura de una forma especial con Cristo dando una específica identidad, reside en los corazones humanos: en el de ellos y en el nuestro.
Ahora bien, vengamos a nuestro presente. El carisma cisterciense, como específica forma evangélica de vida y don impulsor y transformante del Espíritu, se encuentra en el corazón de cada uno de nosotros. De hecho, nuestra vocación a un monasterio cisterciense puede ser considerada como el descubrimiento de nuestra identidad espiritual profunda, como el hallazgo de la impronta del carisma en nuestro interior y el deseo de que este gracia llegue a su máxima plenitud. Aunque pueda sonar exagerado hemos de decir que cuando llegamos al monasterio poseíamos la identidad cisterciense y el carisma fundacional del Císter en estado puro, original y germinal.
El carisma de los fundadores y la consecuente identidad han sido trasmitidos a cada uno de nosotros a fin de que lo vivamos, custodiemos, profundicemos y desarrollemos constantemente en comunión con el Cuerpo de Cristo siempre en crecimiento.
El bien de la Iglesia y del mundo reclaman nuestra fidelidad a los dones recibidos. El carisma y la identidad cistercienses son un don del Espíritu para la Iglesia y, a travéz de ella, para el mundo. Las nuevas Constituciones de la Orden son nuestra carta de identidad que nos permite identificarnos en el seno de la comunión eclesial. Nuestro esfuerzo por un nuevo paso de renovación espiritual se apoya sobre estas convicciones.
Me permito, una vez más, presentar sintéticamente las líneas fuerza de esta nueva etapa, de renovación espiritual inculturada, en el contexto de un mundo en profundo cambio y de una Iglesia que nos invita a participar en el proceso de una nueva evangelización.
‑Seguimiento de Jesús.
‑Orientación hacia el Misterio.
‑Formación cenobítica.
‑Pertenencia a la Orden.
‑Comunión eclesial.
‑Solidaridad humana.
‑Discernimiento cultural.
‑Inculturación del Patrimonio.
‑Diálogo ecuménico y interreligioso
Todo lo precedente, que puede parecer un tanto abstracto, es fácil encarnarlo si volvemos nuestra mirada sobre cada uno de nosotros, si contemplamos con respeto ‑‑única forma de mirar a las personas humanas‑‑ a los 4350 monjes y monjas que forman hoy día la Orden. No hay la más mínima duda de que nosotros mismos somos el gran valor, el gran don mutuo, que hace la riqueza de la Orden al día presente, luego de nueve siglos de peregrinar en la historia guiados por el Señor.
En efecto, nuestra riqueza, fuente de acción de gracias, son las 165 comunidades de personas de toda edad y condición social llamadas por el mismo y único Señor. En algunas comunidades hay hasta 4 o 5 generaciones, lo cual significa una riqueza incomparable en nuestro mundo de hoy.
Nuestra riqueza son tantísimos ancianos y ancianas, personas llenas de sabiduría y dedicación al prójimo, gozosas de haber vivido y de vivir, unidas al Señor Jesús por años de fidelidad silenciosa. Nuestra riqueza son los y las jóvenes llamados por el Señor para ser configurados a su imagen monástica, ellos y ellas son la vitalidad del presente y la esperanza del futuro. Nuestra riqueza son tantas personas de edad media que llevan hoy el peso de la jornada, pero también la alegría de verse como sólidos eslabones entre un antes y un después cargado de promesas.
Y )cómo no mencionar, entre tantas personas conocidas y desconocidas, a esos santos y santas que alegran la casa de Dios? En este siglo que ya concluye el Señor nos ha regalado además el testimonio irrefutable de los mártires de la China, España y Argelia. Y existen además otros motivos para tener bien presentes a la Beata Gabriela Saghedu de Grottaferrata‑Vitorchiano, al Beato Rafael Arnáiz Barón de San Isidro de Dueñas, al Beato Cyprian Michael Tansi de Monte San Bernardo y al Venerable Marie‑Joseph Cassant de Nuestra Señora del Desierto.
El tema de la identidad irá creciendo en importancia en el futuro inmediato. Los cambios profundos que están ya teniendo lugar en el campo de las comunicaciones y de las interacciones humanas, como así también la conciencia de que toda vida está interconectada, traerá como consecuencia que la pregunta tradicional sobre la identidad personal, grupal y social tendrá que responderse bajo nuevas formas. El creciente pluralismo y globalismo ambiental nos exigirá delimitar mejor el núcleo irrenunciable de lo propio, discernir lo que puede ser absorbido y apropiado, renunciar a lo accidental o accesorio, entregar como don lo más valioso a fin de enriquecer a otros y, así, enriquecer lo propio.
DESAFIOS O PROVOCACIONES
El substantivo «desafío» viene del verbo desafiar, cuyo significado es: retar o provocar. Es sinónimo de acicate, de estímulo, que impulsa a afrontar dificultades con valentía y constancia.
Sociológicamente hablando, se trata del conjunto de rasgos influyentes en un contexto histórico‑socio‑cultural que interpela el comportamiento de los grupos humanos.
Desde un punto de vista teológico y en relación con la Orden hay que decir que los desafíos no son simples hechos históricos, sino que son también palabras de Dios para nuestro aquí y ahora. Podemos considerarlos como una invitación del Señor a fin de que obremos en conformidad con su proyecto de salvación para nosotros cistercienses de fines del siglo XX e inicios del XXI.
En su sentido más profundo los desafíos que confronta hoy la Orden son asimismo «signos de nuestros tiempos» o signos de Dios para nuestro hoy histórico.
Entre los diferentes desafíos que nos interpelan, centremos la atención solamente en uno de ellos: la necesidad de elaborar una nueva doctrina y visión del hombre, es decir, una nueva antropología al servicio de nuestra vida cenobítica.
Se trata de una realidad íntimamente ligada con el tema de la identidad monástica contemplativa. Todo cambio de época demanda un ajuste de sentidos y de visiones de la realidad. Y la primera realidad que pide un ajuste es la antropología, o sea la visión que tiene el ser humano sobre sí mismo. Y todo cambio de antropología trae consigo un cambio de espiritualidad. Si bien no es este el momento de elaborar este tema ‑‑respecto del cual ya les hablé en una carta precedente‑‑, parece sí oportuno presentar algunas sugerencias orientativas.
La antropología ‑‑o sea: la pregunta sobre el ser humano‑‑ ha sufrido en los últimos años una serie de desplazamientos importantes que no pueden ser ignorados a la hora de preguntarnos sobre nosotros mismos. En forma sintética podemos hablar de un paso:
‑De lo andropocéntrico a la humanocéntrico: la antropología se ha de referir a la humanidad varón‑mujer y no sólo al varón; y esto no por emancipación femenina sino para recuperar la integridad de la humanidad.
‑Del dualismo al unitarismo: el espíritu sólo se concibe y percibe en los confines de la materialidad; no somos espíritu y cuerpo sino espíritus encarnados.
‑Del idealismo al realismo: lo humano sólo se descubre realizado en las coordenadas históricas de tiempos, lugares y culturas.
‑De lo unidimensional a lo pluridimensional: lo que importa es no sólo lo esencial, simple y definido sino también lo existencial, complejo e ilimitado.
‑De lo inmanente y cerrado a la apertura trascendente: el ser humano se caracteriza por ir más allá de sí mismo, sólo se lo comprende desde el interior de sí mismo y desde fuera de sí mismo.
Deseo detenerme un momento en el primer desplazamiento mencionado; más explícitamente, en el despertar, emergencia y protagonismo de la mujer en el mundo y la Iglesia de hoy. Se trata de algo que puede tener una rica incidencia a la hora de enriquecer nuestra identidad humana y monástica. El hecho de ser una Orden formada por monjes y monjas nos hace más sensibles a esta realidad. Cada vez es más claro para más personas que la identidad masculina y femenina no se construye por separado, sino en la relación entre el varón y la mujer, dentro de una más amplia red de relaciones, en un continuo dinamismo de maduración. Es decir que la «relacionabilidad» es la nota esencial de las respectivas identidades personales y, por lo mismo, tema insoslayable para la elaboración de una antropología. Si esta elaboración no se efectúa, caeremos en los modelos estereotipados que divulgan los medios masivos de comunicación.
Ahora bien, si concentramos nuestra atención en la reflexión sobre las relaciones varón‑mujer, constatamos tres modelos generales de la misma:
‑Modelo de diferencia absoluta (dualismo polar): Este modelo no distingue entre persona (realidad común a todo ser humano) y la condición femenina y masculina (propia de cada uno de los géneros). Para quienes así piensan, las notas psico‑sociológicas y biológicas son determinantes y absolutas, por lo mismo, concluyen: hay una diferencia absoluta entre el varón y la mujer.
‑Modelo de igualdad total (unitarismo emancipatorio): El acento recae ahora sobre las semejanzas, de forma que desaparecen las diferencias. Se propone, en consecuencia, una existencia andrógina o unisexual.
‑Modelo interdependiente (reciprocidad diferenciada y equivalente): Este modelo acentúa la alteridad recíproca del varón y la mujer en la igualdad personal. Rechaza la igualdad por nivelación y la complementariedad por subordinación. Afirma que la persona se transforma en la relación y la comunidad.
El tercer modelo ‑‑interdependiente‑‑ integra todo lo positivo que puede haber en los otros dos y sabe evitar sus inconvenientes y limitaciones. Por lo mismo, resulta el más apropiado para repensarnos en forma integral y complementaria.
Pero quizás lo más interesante de la antropología de nuestros días es el descubrimiento de la mujer como arquetipo de lo humano. Por sorprendente que pueda parecer esta afirmación no proviene del feminismo radical ni de sus más lúcidos exponentes. Proviene del cristianismo, en su tradición católica, más precisamente, proviene del magisterio de la Iglesia haciéndose voz en la enseñanza del Papa Juan Pablo II.
Una renovada conciencia de lo femenino no puede reducirse a roles a reivindicar o derechos a conquistar; se refiere más bien al redescubrimiento de una dimensión humana que toca hondamente, aunque de diferente forma, tanto a las mujeres cuanto a los varones.
La mujer es representante y arquetipo de todo el género humano, es decir, representa aquella humanidad que es propia de todos los seres humanos, ya sean hombres o mujeres. Lo femenino es símbolo de todo lo humano; la feminidad de la mujer posee un carácter profético pues manifiesta la identidad del hombre; no se puede lograr una auténtica interpretación del hombre, de lo que es `humano’, sin una adecuada referencia a lo que es `femenino’; la identidad humana se caracteriza por el `ser para el otro’. (Juan Pablo II, Mulieris dignitatem 4,7,25,30,22).
Ahora bien, la mujer representa lo humano desde tres perspectivas diferentes y complementarias a la vez.
‑La esponsalidad: La cual es en sí misma reciprocidad y exigencia de ella; conciencia de poseer un don exclusivo y complementario a compartir; y capacidad de movilizar y capacitar al varón para la reciprocidad, automanifestación y acogida.
‑La maternidad: Es decir, primacía femenina en el área más propiamente humana de la vida, del dolor y del cuidado; don gratuito de sí al otro y plenitud que pasa por la pérdida propia y la aceptación del otro con todas sus limitaciones; capacidad congénita de saber esperar lo que demanda tiempo para realizarse y llegar a plenitud.
‑La feminidad: Modo general y característico del «ser mujer», centrado en «el cuidado», haciéndose y estando presente; capacidad de favorecer la manifestación del otro mediante la sim‑patía y la adaptación; concepción de la vida como posibilidad de un encuentro que permite un «cara a cara» personalizador.
La Madre Iglesia, y la Orden dentro de ella, tiene aún mucho que aprender sobre el ejercicio de la maternidad, la esponsalidad y la feminidad vividas y experienciadas por la mujer. (Ignorar a la mitad de la humanidad es la más aberrante forma de desconocerse a sí mismo!
Hoy día no se puede dudar que un signo de nuestros tiempos es el fortalecimiento del rol de la mujer en la sociedad y cultura actual. Esto nos remite a un elemento básico de la enseñanza y práctica de Jesús que jamás habríamos debido olvidar. Y esto no concierne sólo a las mujeres sino también a los varones: «la nueva conciencia femenina ayuda a los hombres a revisar esquemas mentales, su manera de autocomprenderse, de situarse en la historia e interpretarla, y de organizar la vida social, política, económica, religiosa y eclesial» (Vita consecrata 57).
Si volvemos la mirada sobre nuestra propia realidad, descubrimos que muchas monjas de la Orden entienden el carisma que las habita y se entienden a sí mismas en clave de «fecundidad». La mejor parte que ellas han elegido es ser madres y hermanas de Jesús, acogiendo y poniendo en práctica su palabra. Todo su ser late al ritmo de la acogida, del fructificar y donar vida. Son ellas quienes nos dicen con Guerrico de Igny: Oh alma fiel, expande tu seno, dilata tu afecto, no estreches tu corazón, concibe a quien el universo no puede contener. Abre a la Palabra de Dios un oído que escuche. Este es el camino hacia el útero del corazón para el Espíritu que lleva a cabo la concepción (Sermón para la Anunciación II:4).
Ansiamos que llegue la hora en que ellas nos enseñen a leer la Escritura desde su propio corazón y entrañas contemplativas, que ellas nos relean, desde sus ojos enamorados, la teología, la moral, la espiritualidad monástica, el carisma y la identidad cisterciense. Cuando ellas reformulen nuestras formulaciones nacerá una nueva forma inclusiva y creadora de nuevas y variadas fórmulas. Y todo esto por motivos de riqueza evangélica, aunque nos demande a muchos un desafío de conversión, y no por fácil condescendencia al espíritu de una época.
Así como «al llegar la plenitud de los tiempos» (Gál.4:4) todo dependió del consentimiento de una criatura humana ‑‑Virgen, Esposa y Madre‑‑, de modo parecido, en el umbral del tercer milenio, depende del «genio femenino» la esperanza de una nueva humanización.
Los IX siglos de historia cisterciense llegan a su término conjuntamente con los XX siglos de la historia del cristianismo. Un nuevo milenio se abre ante nuestras vidas. No sólo una nueva época sino también un cambio de época. )Qué rostro tendrá la Orden en el próximo futuro? )Qué servicios prestará a la Iglesia y al mundo? Todo lo que hemos mantenido como esencial )seguirá siéndolo? )Qué sorpresas nos prepara el Espíritu? Preguntas como estas y tantas otras, hoy día, no tienen respuesta.
No obstante, conocemos bien el don recibido, el carisma de nuestra vocación, para servicio de tantos otros. Deseamos ardientemente que sea fecundo, según el favor divino y nuestra pobre correspondencia. Nuestra esperanza es invencible porque El es Fiel y nos hace partícipes de su fidelidad.
La fidelidad creativa a nuestra propia identidad, y los deseos de enriquecerla integrando todas las potencialidades y dones recibidos, nos preparan para estrechar la comunión en el seno de la familia cisterciense y tejer una red de amistad con tantos bautizados que reconocen en sus corazones el mismo don.
Bernardo Olivera
Abad General