ORDO CISTERCIENSIUM S.O.
ABBAS GENERALIS
Prot. N° 96/AG/01
26 de Enero de 1996
Muy queridos Hermanos y Hermanas:
Un año ha concluido y un nuevo año ha comenzado. Otra oportunidad que nos da la misericordia del Padre para que sigamos conformándonos con su Hijo Jesucristo. Este año tiene algo de particular para cada uno de nosotros: celebraremos otra reunión conjunta y los dos Capítulos Generales interdependientes. Será una ocasión, esta vez, para evaluar y enriquecer nuestra experiencia comunitaria de la Schola Caritatis. En efecto, el tema central de la próxima reunión es: la comunidad, escuela de caridad.
En una carta precedente les decía que la Eucaristía es la fuente y la cumbre de la escuela del amor cristiano y monástico. No nos es posible amar como Cristo nos amó si no nos alimentamos de esta fuente divina. La presente carta ha de entenderse a la luz de aquella: no hay Eucaristía sin amor y no hay amor sin Eucaristía.
Ahora bien, la Schola Caritatis se edifica sobre el precepto del amor a Dios y al prójimo y todo en ella está orientado hacia este fin. La finalidad de la “escuela del servicio divino”, que es la Regla redactada por Benito, es la “conservación de la caridad” (RB, Pról. 47); o como dirá el Abad de Claraval: “aumentar y conservar la caridad” (Prae 5). Para nuestros Padres Cistercienses, la escuela de la Regla es una escuela de Cristo, y en ella se aprende el amor al prójimo, efecto y prueba del amor a Dios (Cf. Bernardo, Div 121; Guillermo, NatAm 24-26). Por eso nuestras Constituciones presentan la vida cenobítica como una escuela de caridad fraterna (Cst. 3,1).
Toda nuestra formación monástica puede sintetizarse en la educación del amor: suscitar la capacidad de ser dándose y recibiendo, siendo sujeto y objeto de amor. Todo método educativo presupone una doctrina y una práctica. San Benito, hombre práctico, no se detiene en teorías, nos enseña a amar amando. El capítulo 72 de su Regla puede entenderse bajo esta luz: máximas sobre el amor para ser puestas en práctica.
La cuarta máxima del buen celo destaca entre las demás por un doble motivo: su estructura es diferente y parece ocupar el lugar central. Dice así: “Nadie busque lo que juzgue útil para sí, sino más bien lo que lo sea para los otros” (72:7). Se trata de una típica expresión de amor cenobítico. Será ella el objeto de esta carta. Pero se impone antes un presupuesto.
1. Personalismo cenobítico
Cada uno de nosotros posee una teoría sobre el ser humano. Poco importa si la llamamos antropología, teoría de la personalidad o principios de desarrollo humano y personal. A sabiendas o sin saberlo, todos hemos elaborado algún conjunto de ideas referentes a nuestra propia realidad humana. Numerosos y variados factores han contribuido a este fin: lecturas, experiencias, relaciones, personas significativas, intereses personales, éxitos y fracasos, paso de la vida.
Poco importa si nuestra “antropología” es implícita o articulada, sea como sea su influencia es omnipresente en nuestras vidas. Aún más, casi me atrevo a decir que las “antropologías” flotan en el aire y todos respiramos de ellas. ¿Podemos acaso dudar de la influencia de la psicología profunda, conductista, humanista y existencial en las sociedades nord-occidentales y más allá de ellas?
La espiritualidad cisterciense, desde sus mismos inicios, contó con una sólida doctrina sobre el ser humano como base y sustento de la búsqueda de Dios y la unión con Él en el amor. Numerosos tratados “de anima” atestiguan esta afirmación.
En varias oportunidades y contextos he llamado la atención sobre la necesidad de un modelo antropológico de cuño personalista y cenobítico sobre el cual asentar nuestra vida monástica en el hoy que vivimos. Algunas personas y regiones han ofrecido ya respuestas teóricas y experienciales ante esta necesidad.
En forma más que sencilla ofrezco yo también un inicio de respuesta en forma de guiones. Quizás tengan poco sabor pero no les faltará sentido, si lo desean los pueden llamar sentencias. Adolecerán de una doble carencia: una visión más femenina de la realidad, y el aporte imprescindible de la pluriculturalidad. Todo esto puede servir de invitación para continuar la reflexión y enriquecer la propuesta. Deseo apoyar sobre ellas la doctrina evangélica y cenobítica sobre ese buen celo que busca la utilidad, el provecho y el interés de los demás antes que el de uno mismo.
A. Persona-personalización
* Lo propio de Dios es ser tri-unidad de personas; y la personeidad (el hecho de ser persona) es signo eminente de la imagen de Dios en el ser humano.
* Ser persona a imagen de Dios comporta existir en relación a otros, como unidad de dos y más, los unos para los otros.
* Sólo Dios y la persona humana son capaces de vivir en comunión; el Nosotros divino es modelo eterno del nosotros humano.
* Dios no es el Otro sino un Tú para nosotros que fundamenta toda otra relación.
* La persona humana encuentra su modelo en Cristo, persona divina encarnada y humanizada.
* La persona es:
– Uno en relación.
– Autonomía para la interdependencia.
– Autopresencia que comunica y acoge presencia.
– Consciencia y libertad para amar en la verdad.
– Uno para todos y todos para uno.
– El ser que:
– Es dueño de sí donándose a los otros, recibiendo y compartiendo existencia.
– Es capaz de comunión, y comunidad con Dios y con los demás.
– Dispone de sí para hacerse disponible y ponerse a disposición.
* El “yo” se personaliza mediante el “tú” y el “ellos/ellas” en contextos históricos, sociales, culturales, políticos y religiosos determinados y concretos: si no fuera por todos seríamos nadie y nada.
* Nuestro ser personal adquiere densidad en la distensión del diálogo íntimo, la comunicación franca y la acción conjunta: el amor, la palabra y la cooperación crean y sostienen las relaciones recíprocas y personalizantes.
* El proceso de personalización se funda en nuestra autonomía personal abierta a la interdependencia con los otros.
* Somos autónomos por nuestra individualidad (yo conviviendo) y nuestra autenticidad (poder ser yo mismo conviviendo).
* Somos interdependientes por la autodonación al servicio de la comunión y de un proyecto común.
* La interdependencia permite que yo y tú seamos nosotros y que lo mío y lo tuyo se conviertan en lo nuestro; ella se robustece y enriquece mediante la:
– Obediencia: libre relativización de la autonomía en favor de la comunión con Dios y los hermanos: perderse para ganarse.
– Post-ponencia: libre postergación de lo propio e individual en favor de la filiación divina y fraternidad humana: morir para vivir.
* El ser humano mujer parece más abierto a la interdependencia que el el varón, éste último es más próclive a la autonomía; esta diferencia de acentuación la encontramos también en las diferentes culturas.
B. Libertad-liberación
La libertad auténtica es también signo eminente de la imagen divina en el ser humano; ella radica en nuestra condición personal y en ella radica nuestra dignidad como personas humanas. Nadie más libre que Cristo que vivió entregando su vida para reunir a los dispersos.
La libertad se fundamenta en la verdad y tiende hacia el bien y la comunión; implica la capacidad de disponer de nosotros mismos a fin de:
– Ser nosotros mismos y lograr nuestra identidad.
– Realizarnos y construir nuestro propio destino.
– Tender al fin con la libre elección del bien.
– Construir la comunión en 4 diferentes niveles y de ellos entre sí:
– Con Dios: como hijos.
– Con el prójimo: como hermanos.
– Con la creación: como señores.
– Con la historia: como coprotagonistas.
Nuestra libertad se caracteriza por ser una realidad:
– En situación: geográfica, histórica, cultural, genética, social, económica…
Nuestra libertad es real pero situada o delimitada y no incondicionada y absoluta. Sólo existe interpelada por las circunstancias y por eso puede ser responsable.
– Ante Dios: todo acto libre dice referencia al fin último.
La libertad más liberada es la que tiende más rectamente hacia el último fin que es Dios.
La libertad se refiere al bien por sí misma y naturalmente, y se refiere al mal por defecto y desnaturalmente.
Sólo la omnipotencia divina del Creador puede crear un ser capaz de decir sí o no a su Creador.
– Hacia lo definitivo: lo irrepetible e irrevocable.
– Para llegar a ser “alguien” hay que poder optar libre y definitivamente por algo y alguien.
– Somos solamente “algo” cuando no optamos fielmente por alguien.
– Un compromiso, cuánto más fiel y perpetuo, más humano y personal.
– Sin compromiso y fidelidad no hay libertad madura.
– Englobante: además de ser libres tenemos libertades y necesidad de que todos sean libres y tengan libertades.
– Soy libre si tengo además libertad religiosa, moral, política, económica…
– Decrece la libertad personal cuando disminuye la libertad social.
– Soy menos libre cuando todos y cada uno son menos libres.
– La lucha por mis libertades es auténtica cuando entraña la lucha por las libertades de todos.
– La renuncia a algunas libertades se justifica por el aumento de las libertades ajenas.
– La libertad sin orden es anarquía y el orden sin libertad es dictadura.
– Tensionada: constituida por pares de tensiones.
– La libertad es un don: es una gracia de apertura existencial a todo lo existente.
– Y es también una tarea: tenemos que llegar a ser libres liberándonos contínuamente, superando la oposición entre determinismos y capacidades, límites y posibilidades.
– Somos libres: capaces de obrar por convicción interna, sabiendo y queriendo lo que hacemos.
– Y además tenemos libertades: religiosas, morales, políticas, económicas como contenido de nuestro ser libres.
– Somos libres de: determinismos absolutos.
– Y somos también libres para: construir la comunión haciendo la verdad en el amor.
La libertad plena es siempre una libertad de consentimiento y no de opción: no es más libre quien más elige sino quien más se adhiere.
El ser humano mujer parece ser más consentiente que el ser humano varón, éste último parece más focalizado en los abanicos de opciones.
C. Amor-amar
Dios es Amor pues es donación y acogida total y eterna; creados a imagen de Dios hemos sido creados para amar.
En la muerte y resurrección de Cristo encontramos el ejemplo más cabal de amor al Padre y del Padre.
Nada más importante que amar; es más importante amar que vivir, porque vivir sin amor no es vivir sino morir. Se vive porque se ama y se vive para amar. El amor es vida del moriente y muerte del viviente.
Amando el ser humano se encuentra a sí mismo, en su identidad más profunda, como Amante.
Amar es:
– Extender los límites del propio yo para renacer como personas: yo, tú, nosotros.
– Afirmar que uno más uno es uno y que el yo y el tú no se suman sino que se multiplican.
– Convicción y oblación más que emoción.
– Dar y recibir lo que no se compra ni vende sino que se regala y gratuitamente recibe.
– Don de sí, darse más que dar, darse dando… y sin terminar de dar.
– Querer el bien del otro y hacerle el bien.
– Afirmar a otro como digno, único e irrepetible.
La afirmación del amor difiere en sus formas, puede ser:
– Materna: es misericordiosa y naturalmente incondicional, predominando lo afectivo.
– Paterna: es veraz y espontáneamente condicional, acentúa lo efectivo.
– Fraterna: es universal y amigable, destaca lo promocional.
– Erótica: es heterosexual y tendiente hacia lo carnal, predomina lo unitivo y posesivo.
– Divina: es absoluta y don gratuito; desde Dios destaca lo oblativo y desde nosotros lo receptivo.
El amor fraterno es un amor básicamente promocional, nace de tres actitudes en relación con los otros:
– Cuidado: dedicación afectiva y efectiva en favor de la vida y el crecimiento del prójimo.
– Responsabilidad: respuesta libre, generosa y diligente ante las necesidades ajenas.
– Respeto: visión atenta y delicada de los otros tal como ellos son y no como yo quisiera que sean.
El amor fraterno es inclusivo de la misericordia y afecto materno, la veracidad y efectividad paterna, y puede crecer infinitamente en gratuidad e incondicionalidad, casi como Dios nos ama.
La mujer revela al varón, mejor que éste a ella, que se es humano en la medida en que se ama y se es amado, en la medida de la donación y la acogida.
2. El interés de los demás
Espero que los guiones o sentencias precedentes sirvan para encuadrar antropológicamente la doctrina del amor cenobítico que deseo presentarles. Vengamos ahora a la enseñanza de Benito: “Nadie busque lo que juzgue útil para sí, sino más bien lo que lo sea para los otros”.
Esta máxima sobre el amor desinteresado y oblativo, al igual que las otras ocho máximas, encarna concretamente el buen celo o amor ferventísimo propio de un corazón dilatado por la dulzura inenarrable del amor. Y ella también permite que el corazón se dilate, arda e hierva de fervor. Este amor es algo muy diferente del fervor inicial o novicio. Y es además compatible con el hecho de sentirse y juzgarse “un pobre monje”, “una más de la comunidad”, pero no lo ejercitan ni experimentan quienes viven vegetando y gastando mediocremente sus días.
La práctica de esta forma específica de buen celo, al igual que la práctica de la humildad, purifica de los vicios y pecados. Y conduce también a Dios, al igual que la práctica de la obediencia y las cosas duras y ásperas de la conversatio monástica.
Aún más, dado que en el cielo sólo nos introduce Cristo, podemos decir que el ejercicio del amor ferviente, que sólo busca el interés ajeno, nos conforma con Cristo, que buscó nuestro bien y no el suyo propio, y nos introduce a todos juntos en el Reino de los cielos.
El patriarca cenobita encuentra también un modelo en el apóstol Pablo: “Ya veis cómo procuro yo complacer a todos en todo, no buscando mi utilidad, sino la de los demás, para que se salven” (1Co 10:33). El mismo apóstol que cantó: “Caritas non quaerit quae sua sunt” (1Co 13:5), no se cansaba de recomendar: “No busque cada uno sus propios intereses, sino el de los demás; tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús…” (Flp 2:4; cf. 2:21).
Es fácil darse cuenta que debajo de esta enseñanza subyace también como modelo la comunidad primitiva de Jerusalén: “Se mantenían unidos y tenían todo en común (…) La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una alma sola” (Hch 2:44; 4:32).
La máxima que nos ocupa no tiene paralelos directos en la Regla, no obstante podemos decir que toda la Regla está destinada a educarnos para vivir este amor desinteresado.
Los paralelos más significativos serían: “negarse a sí mismo para seguir a Cristo” (4:10), “aborrecer la propia voluntad” (4:60), “que se obedezcan a porfía unos a otros” (72:6) y “no antepongan nada absolutamente a Cristo” (72:11; cf. 4:21). Quizás se relaciona también con lo que se dice sobre el Abad: “sepa que más le corresponde servir que presidir” (64:8).
Sin pretender jugar al exégeta, veamos con mayor detenimiento cuatro palabras que me parecen claves en el texto benedictino:
٭ Nullus (nadie): Están absolutamente todos implicados sin excepción; Benito usa el mismo término en 3:8 en donde parece estar excluido el Abad.
٭ Utile (útil): Se trata de un bien físico-material provechosamente usable, pero también bienes morales-espirituales (cf. 33:2; 42:4).
٭ Sequatur (seguir, buscar): Connota la elección de un valor (cf. Pról.7,17; 3:7; 4:10; 5:8) o el no seguimiento electivo de un contravalor (3:8).
٭ Magis (más bien): Reclama un juicio de valor y una opción consciente y libre, propia de una persona responsable que usa su razón (y no se mueve sólo por pasión). La escuela del servicio divino es un lugar para crecer en la libertad y la conciencia personal.
Pero démosle la palabra a un auténtico intérprete de san Benito y su Regla: san Bernardo, abad de Claraval. Nos dice Bernardo: Porque Dios es caridad, precisamente por eso, Él nos ama primero. Y porque nos ama primero nos ama gratuita y desinteresadamente. ¡Así hemos de amar también nosotros! (Dil). No es de maravillar entonces que Bernardo cite en sus obras más de noventa veces los textos paulinos arriba mencionados.
En más detalle, el claravalense nos enseña que: la caridad es la ley inmaculada del Señor porque no busca lo que es útil para sí sino para los demás (Dil 35). Por esto mismo la caridad es “luz” y “pureza” (SC 63:8). Los “puros de corazón” son aquellos que no buscan su interés propio sino el de Jesucristo, ni lo que es útil para sí sino para los otros (Conv 32). En consecuencia, la pureza de corazón consiste en:
– Buscar la gloria de Dios y servir al prójimo (Mor 10 = Ep 42:10).
– Agradar a Dios y salvar las almas, aprovechando a otros más que presidiéndolos (adAbbat 6; cf. Div 45:5).
Este amor gratuito y desinteresado, puro y justo, caracteriza al tercer grado del amor en el cual se ama a Dios por Dios mismo y no por uno mismo (Dil 26):
“Esta es la caridad que no busca sus propios intereses. Ella hace que el hijo no se preocupe de sus cosas, sino de amar a su Padre. El temor, al contrario, fuerza al siervo a buscar sus propias comodidades, y la esperanza impulsa al mercenario a mayor salario” (Div 3:1).
Pero quien esta preso en su “propia voluntad”, la cual sólo busca el provecho personal, no da gloria a Dios ni es útil a los hermanos (Pasc.3:3), y sólo podrá sanarse con ese amor que no busca lo propio (Asspt 5:13).
María es el modelo más sublime de este amor. Ella se hizo, con “inagotable caridad”, “toda para todos” y deudora de todos (OAsspt 2). A nadie mejor que a ella le conviene lo que Bernardo dice respecto a quienes están muertos para sí mismos y vivos para todos:
“¡Dichoso el espíritu que se esfuerza por enriquecerse copiosamente recogiendo estos aromas, los rocía con el bálsamo de la misericordia y los cuece en el fuego del amor! ¿Quién crees que es ese hombre afortunado, sino el que se apiada y presta, propenso a la compasión, siempre dispuesto a ayudar, más feliz en dar que en recibir, inclinado al perdón, lento a la ira, plenamente incapaz de vengarse, atento en todo a las necesidades ajenas como si fueran propias? Feliz tú, quienquiera que seas, si estos sentimientos invaden tu alma, empapada por el rocío de la misericordia, henchida de compasión hasta reventar tus entrañas, hecha toda para todos, desechada para ti misma como un cacharro inútil, al encuentro de los demás para socorrerlos inmediatamente en toda circunstancia, y en una palabra, muerta a ti misma y viva para todos” (SC 12:1).
3. Algunas conclusiones
Confío no haberlos cansado con los párrafos precedentes. Reconozco que han sido densos y espero que también hayan sido ricos, -no por ser míos, que no lo son, sino por provenir de los Padres.
Deseo ahora tirar algunas conclusiones de la doctrina expuesta; digo algunas pues deseo que ustedes mismos saquen las otras. En síntesis, se trata de lo siguiente:
٭ La práctica del amor restaura la imagen de Dios en nosotros y permite a la comunidad convertirse en icono de la comunión trinitaria.
٭ La máxima de san Benito sobre “buscar el interés o utilidad de los otros” condensa el sentido de la caridad fraterna en su práctica y ejercicio; como así también el sentido último de la ascesis benedictino-cisterciense como camino hacia la contemplación de Dios.
٭ La visión de Dios es la recompensa de la bienaventuranza de los puros de corazón, es decir, de quienes no buscan su propio interés sino el de Cristo y el del prójimo.
٭ Sin esta realidad de la gratuidad y el desinterés abnegado por la promoción del prójimo no hay vida común posible; nos encontramos en la fuente misma de la vida cenobítica.
٭ El proceso de personalización y liberación personal pasa por la postergación consciente y libre de nosotros mismos para servir y promover a los otros.
٭ Por desgracia nunca faltan en nuestros corazones “mercenarios y mercenarias” que comercian interesadamente con Dios y con el prójimo. Y tampoco faltan “solterones y solteronas” que se han convertido en centros del universo desplazando a Dios y al prójimo.
٭ Peor aún: “En todo monasterio (…) hay sarabaítas, son los interesados (seipsos amantes, 2 Tm 3:2) que buscan siempre lo suyo” (Bernardo, 3 Sent 31).
٭ Buscar el interés de los demás es el remedio más eficaz y práctico para la peste de la despersonalización y destrucción de la comunidad ocasionada por el individualismo.
٭ Se trata de un amor que nos libera y descentra de nosotros mismos para centramos en el Otro y los otros poniéndonos a su servicio. Pero atención a las formas sutiles de autocentración: ¿qué puedo hacer yo para amar a los otros? Será mejor preguntarse: ¿qué precisa mi hermano o en qué puedo serle útil?
٭ No hay mayor felicidad que la de hacer felices a los otros: lo cual no significa inventar necesidades para satisfacerlas y autosatisfacerse.
٭ ¡Es perdiéndose como uno se gana: la propia vida se posee… desde los otros!
Y vaya siendo éste el final de la carta, ¡pero no del amor! Quiera el Señor donarnos su Espíritu para que la renovación de nuestros espíritus proclame a gritos la novedad del Evangelio, como aporte cisterciense a la nueva Evangelización, en el umbral del IX Centenario de la fundación del Císter y del tercer milenio del nacimiento de Cristo. Oremos diciendo:
“Señor, Dios mío, ¿porqué no perdonas mi pecado y borras mi culpa? Haz que arroje de mí el peso abrumador de la voluntad propia y respire con la carga ligera de la caridad. Que no me obligue el temor servil ni me consuma la codicia del mercenario, sino que sea el Espíritu quien me mueva. El Espíritu de libertad que mueve a tus hijos, dé testimonio a mi espíritu que soy uno de ellos, que tengo la misma ley que tú y que soy en este mundo un imitador tuyo” (Bernardo, Dil 36).
Con un abrazo fraterno, en María de san José.
Bernardo Olivera, Abad General