ORDO
CISTERCIENSIUM S.O.
ABBAS GENERALIS
Prot. N° 93/AG/01
26 de Enero de 1994
Muy queridos Hermanos y Hermanas:
Una vez más me acerco a cada uno de Ustedes por medio de una carta circular. Sé que es mejor circular que escribir circulares. Pero una cosa no impide la otra. Espero pues que al recibir ésta estén todos bien; perseverando en la unión fraterna y en la fracción del pan con alegría y sencillez de corazón.
La presente carta se ubica en línea de continuidad con la precedente. Por medio de aquella los invité a sentarnos juntos a la mesa de la Palabra; con ésta intento hacer otro tanto, pero esta vez a la mesa de la Eucaristía. Este doble y único banquete tiene una sola finalidad: ser conformados según la forma de Aquel que murió y resucitó por nuestra salvación.
La Eucaristía es la fuente y la cumbre de la Escuela del Amor cristiano y monástico. Nos encontramos, pues, en el corazón mismo de la Schola Caritatis.
La Eucaristía es el sacramento del diálogo del amor oblativo entre Dios y los seres humanos: Dios que se sacrifica y entrega para que nosotros podamos ofrecernos como víctimas vivas, santas y agradables a Dios. Este es e! culto espiritual que estamos invitados a ofrecer.
No hay duda que a lo largo de los siglos la doctrina eucarística ha puesto sus acentos en diferentes aspectos del misterio. Tampoco hay duda que otros aspectos ocultos hoy serán revelados mañana. Y lo mismo es válido para la devoción eucarística: la historia es testigo de diferentes manifestaciones de la misma.
La Tradición subrayó lo esencial, la Eucaristía como: celebración sagrada, sacrificio sacramental, banquete sacrificial y la presencia real de Jesucristo. Nuestro propio siglo redescubrió otros aspectos: el «memorial» de la pascua, la edificación de la Iglesia y de la comunión eclesial, el sacerdocio eucarístico de todo bautizado, como así también !a epíclesis o invocación del Espíritu. Más recientemente han salido a la luz otras dimensiones: la participación en el Resucitado, la divinización del cosmos, la parusía anticipada y el compromiso social.
No queriendo ni pudiendo decirlo todo se impone circunscribir el tema pero dejando ilimitadamente abierto el misterio para poder perdernos infinitamente en él. Dos palabras, entonces, acerca de la Eucaristía como misterio de unión con Cristo y comunión fraterna.
EUCARISTÍA Y UNIÓN CON CRISTO
Tenemos que entender con todo realismo las palabras de Jesús al instituir la Eucaristía: «Tomad, comed, esto es mi cuerpo» (Mt 26:26). El sujeto «esto» (el pan) se identifica con el predicado «mi cuerpo» (la persona de Jesús). Y si creemos que Jesús era y es el Hijo Unigénito de Dios, el cual no puede engañarse ni engañarnos, hay que concluir que el pan y vino consagrados es Cristo realmente presente. Nuestra fe eclesial ha sido constante y unánime a este respecto.
Resucitado y presente
La Eucaristía es sobre todo sacramento de la presencia, pues es sacramento de la pascua y de la salvación que es Cristo mismo en persona. Por eso nuestros primeros hermanos cristianos hablaban de «la mesa del Señor», «la cena del Señor» (1Co 10:21; 11:20). El que había comido con los apóstoles se les hacía presente y presidía la comida. El relato de los discípulos de Emaús es claro testimonio de esta realidad: Jesús se les aparece en la fracción del pan. Y hoy Jesús nos dice a nosotros: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa y tomaré la cena con él y él conmigo» (Ap 3:20).
Nuestras celebraciones eucarísticas actualizan las apariciones del Resucitado, le permiten cumplir con su palabra: «Vuelvo a vosotros» (Jn 14:18-22). Y creemos que Él vuelve hoy así como «vino» aquel primer día de la semana, y «vino» por segunda vez el primer día de la semana siguiente (Jn 20:19, 26).
Es sobre todo y básicamente por medio de la Eucaristía que cada uno de nosotros se pone en contacto real con Jesucristo muerto y resucitado por nuestra causa. Cada vez que celebramos la Eucaristía el Señor se nos hace presente en varias formas diferentes.
* Ante todo, por medio de la misma comunidad reunida en su nombre y orientada hacia Él. Cuando Cristo resucitado se aparece en medio a sus discípulos encerrados en una sala por temor a los judíos podemos creer que no venía de afuera sino del interior del único corazón que los unía.
* Cristo se hace también presente cuando se proclama la Palabra evangélica. Por eso, a la invitación del diácono: Palabra del Señor; respondemos: ¡Gloria a ti, oh Señor!
* Sobre todo Cristo se hace presente en el pan y el vino consagrados: Él mismo, oculto bajo las especies del pan y vino a fin de ser comido y bebido. Su misma persona divina humanamente encarnada, historizada e inculturada, crucificada y resucitada y desbordante de gloria divina se nos hace presente para comernos al ser comido.
* Cristo se hace asimismo presencia transformativa cuando comulgamos comiéndole y bebiéndole. Nosotros lo consumimos a fin de ser convertidos en su propio cuerpo, lo asimilamos a fin de ser asimilados.
* ¡Todas estas formas de presencia hacen siempre más presente al que está siempre presente, al Presente!
Nuestra vida contemplativa puede ser entendida en clave de búsqueda-encuentro. Jesús se nos presenta en la Eucaristía pues nos busca y encuentra, nos invita así a buscarlo y encontrarlo. Nuestra vida orientada hacia la contemplación consiste en buscar la Presencia y hacernos presentes. Me resulta inimaginable la vida contemplativa cristiana sin la Eucaristía y sin una honda participación en la misma.
Esposo y Esposa
La Eucaristía es el sacramento de la venida del Señor en persona. El deseo de esta visita motiva nuestra celebración diaria de la Eucaristía. Con el Espíritu y la Esposa clamamos: ¡Maranatha!, Ven Señor Jesús (Ap 22:20). Reconociéndonos como Iglesia-Esposa y deseando prolongar la presencia y comunión no vacilamos en conservar el Pan consagrado después de la celebración. Hacemos así uso de nuestro derecho sobre el Cuerpo ya glorioso de nuestro Esposo y Señor: «El Esposo no es dueño de su cuerpo, sino su Esposa» (1Co 7:4).
Pero, ¿qué relación podemos establecer entre la Eucaristía y la unión matrimonial, en referencia a la unión de Cristo y la Iglesia?.
No faltaron Padres de la Iglesia que relacionaron la Eucaristía y el matrimonio entre Cristo y la Iglesia basándose en el texto de Ef 5:22-32. La celebración de las nupcias entre Cristo y la Iglesia acaece en el banquete nupcial de la Eucaristía: aquí el Señor como Esposo hace suya a la Iglesia y la incorpora a sí mismo como cuerpo y carne suya, por eso «la alimenta y la abriga, porque nadie odia su propia carne» (Ef 5:29).
La Iglesia, por su parte, como Nueva Eva, llega a ser «carne de su carne y huesos de sus huesos». En efecto, en la Eucaristía, «Cristo ama a su Iglesia y se entrega por ella» (Ef 5:25). A esta entrega del Señor y Esposo corresponde la entrega total de su Esposa Iglesia.
La «alianza matrimonial nueva y eterna» que es toda Eucaristía, se nos convierte en realidad en nuestra consagración monástica. Esta alianza y consagración acaecen puntualmente en el banquete de bodas eucarístico y está llamado a renovarse en cada celebración de la cena del Señor. Sólo así le podremos representar a Cristo unido a su Esposa Iglesia con vínculo indisoluble. Solamente así podremos perseverar en la fidelidad del amor hasta que el Señor vuelva.
Oración y mística
Gracias a la celebración de la Eucaristía la Iglesia es una comunidad orante. Es precisamente hablando de la Eucaristía que Pablo les dice a los corintios: «Cuando os reunís en ekklesia…» (1Co 11:18).
Si la oración es entrar en comunión con Dios, se entiende porque la Eucaristía favorece la oración. Más aún, podemos decir que la Eucaristía fue instituida para hacer de la comunidad eclesial un cuerpo orante.
La celebración eucarística llega a su cumbre en las palabras del Señor: «Tomad y comed, tomad y bebed». Tomar es acoger, pero no sólo acoger, sino también ser acogido. La oración eucarística es comunión en la mutua entrega y la mutua acogida. De este modo se cumple la palabra de Jesús: «Vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14:20).
El Cristo eucarístico es el Cristo glorioso y en plena comunión con el Padre en el Espíritu. Comerlo es comulgar en la comunión trinitaria. Cuando oramos comiendo y comulgando nos convertimos en morada de Dios morando en Dios. Cuando cualquiera de nosotros se acerca a la Eucaristía con fe enamorada, Jesús le dice: «El Padre y yo somos uno» (Jn 10:30).
«E inmediatamente, afectado por el Espíritu Santo, asumido en Dios, recibe en sí mismo a Dios que viene hacia él para establecer su morada no sólo espiritual sino corporal por el misterio del santo y vivificador Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo» (Guillermo de St. Thierry, Meditaciones X:8, Cf. VIII:5).
¿Es demasiado decir que la comunión eucarística es la puerta real para entrar en el misterio y ser místicamente transformados? ¿Podemos afirmar que el misterio eucarístico es el lugar privilegiado de la experiencia mística? ¿Si Cristo es fuego devorador, no es normal que ardan nuestros corazones en la obscuridad de la fe cuando el Pan partido ha sido compartido y comido?
EUCARISTÍA Y COMUNIÓN FRATERNA
La simple lectura de los textos eucarísticos del Nuevo Testamento nos dicen claramente que la Eucaristía es el sacramento de la solidaridad con Cristo y los hermanos, el sacramento de la vida compartida. Ella expresa y produce la comunión solidaria con la vida de Jesús y con todos los creyentes que participan del mismo Pan. Y al mismo tiempo nos compromete a compartir la vida.
Si la comunidad monástica es sobre todo una comunidad de fe, entonces la Eucaristía, sacramento de unidad, tiene en ella una función suprema a cumplir. Celebrar juntos el sacramento de la unidad nos permite manifestar la unidad ya existente y alimentarla a fin de que crezca hasta su plenitud escatológica.
Juntos hacia el Señor
En Mateo 18:20, al hablar el evangelista de la búsqueda y encuentro del Señor en la liturgia, dice: «Donde dos o tres estén reunidos hacia (eis) mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos».
Habrán notado que los reunidos no lo están simplemente «en» sino «hacia», es decir: orientados en intensa búsqueda del Nombre, o sea, de la Persona. Esto explica una vez más porque en la asamblea eucarística, el Espíritu y la Esposa gritan: ¡Ven!, ¡Maranatha!
En la Eucaristía buscamos comunitariamente a Jesucristo en tensión hacia lo escatológico, hacia lo último y definitivo. En ella vivimos -el primer mandamiento del amor a Dios en el ámbito del segundo mandamiento del amor a nuestros prójimos, en las personas de nuestros hermanos y hermanas de comunidad.
El Evangelio de Juan está todo lleno de Eucaristía (cf. sobre todo el cap. 6). Pero resulta que cuando llega el momento de hablar de su institución, Juan la omite. Y ¿saben qué hace? ¡Pone en su lugar el mandamiento nuevo: «Amaos los unos a los otros, igual que yo os he amado» (Jn 13:34-35)! Gracias a este amor mutuo, nos dice Jesús: «Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en Él» (Jn.6:56).
Al final de su Regla san Benito nos entrega su testamento espiritual: ámense ardientemente los unos a los otros. Expresa luego un último deseo: ¡qué Cristo nos lleve a todos juntos a la vida eterna! La Eucaristía es volcán de amor incandescente que hace posible el ardiente amor. En cada celebración eucarística el Señor vuelve para hacernos entrar juntos en su vida glorificada y eterna.
El Cuerpo de Kyrios
En la Eucaristía está presente Jesús inmolado y resucitado, es decir: el Kyrios. Por eso, Pablo habla de la «cena del Kyrios», la «copa del Kyrios» y la «mesa del Kyrios». Ahora bien, el título Kyrios conlleva una referencia a la comunidad. Se trata del Kyrios-Señor del universo, del mundo, de la iglesia, de la comunidad:
«Ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni ninguno de nosotros muere para sí mismo. Si vivimos, para el Kyrios vivimos; si morimos, para el Kyrios morimos. Ya vivamos, ya muramos, del Kyrios somos. Porque para esto murió y resucitó Cristo, para ser Kyrios de vivos y muertos» (Rm.14:7-9).
Cuando san Pablo escribiendo a los Corintios les dice: el pan que compartimos es participación y estar en el cuerpo de Cristo (1Co 10:16-17), se está refiriendo también a ese cuerpo de Cristo que es la comunidad. Por eso mismo, luego, afirmará que la unidad efectiva entre todos es un constitutivo de la celebración, caso contrario eso «no es la cena del Señor» (1Co 11:2 1).
Más adelante, en 1Co 11:29, leemos: «Quien come y bebe sin valorar el cuerpo, come y bebe su acta de condena». ¿Qué significa en este contexto la palabra «cuerpo»? Podemos decir que se refiere a la Iglesia, sin descartar la referencia al Cuerpo eucarístico del Resucitado. En efecto, así lo demuestra la estructura misma de todo el pasaje; además ya antes el Apóstol había dicho: «somos todos un solo cuerpo los que participamos de un solo pan» (10:17); y poco después afirmará: «vosotros sois el cuerpo de Cristo» (12:27).
Benito invita al superior a rezar en voz alta, dos veces al día, la oración del Señor. De este modo todos podrán renovar e1 compromiso del mutuo perdón y quitar las espinas de las discordias. Presupone la invitación del Señor: cuando te acercas al altar para presentar tu ofrenda… Con cierto temor no puedo evitar preguntarme: ¿Cuando el Señor se nos presenta, además de reunidos nos encuentra también unidos? ¿Nos preocupamos más de la licitud de la celebración (por conformidad con el ritual) que de su autenticidad (por la concordia en la asamblea)?.
Comulgar y compartir
La primitiva comunidad de Jerusalén nos informa sobre los frutos del «partir el pan en las casas y el comer juntos alabando a Dios» (Hch 2:46-47). A saber: «los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común (2:44), «todos pensaban y sentían lo mismo, poseían todo en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía (4:32).
En relación con lo antecedente, el Abad de Ford, Balduino. doctor eucarístico y de la vida común, nos regala en los que sigue el fruto de su vida y meditación:
La caridad sabe reducir a su arbitrio la propiedad a la comunión; no de modo que no haya propiedad, sino de modo que la propiedad conduzca a la comunión, para que no falte la comunión ni impida el bien de la comunión. Pero la diversidad o propiedad que impide el bien de la comunión es ajena a la caridad.
Las gracias recibidas son reducidas a la unidad, a la comunión, de dos maneras: cuando los dones que se conceden en particular a cada uno son poseídos en común mediante la comunión del amor, y cuando mediante el amor de la comunión, son amados en común. Pues la gracias es común en cierto modo al que la posee y al que no la posee, cuando el que la posee, la posee para el otro, porque la comunica; y quien no la posee, la posee en el otro, porque lo ama.(Tratado XV, sobre la vida cenobítica).
Aún más, el sentido más profundo de esta comida compartida sólo se entiende cuando nos solidarizamos con los miembros más pobres y deshumanizados del cuerpo de Cristo. En efecto, El mismo nos dice: «Cuando des un banquete invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos; y dichoso tú entonces porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos» (Lc 14:13-14; cf. 14:21).
Nuestra pobreza evangélica y monástica nos invita también a la solidaridad con los empobrecidos y a preferir a los humanos quebrados por nuestra inhumanidad. La respuesta generosa a esta invitación no es obra de la carne y de la sangre. Es don del Padre que nos hace entrañablemente solidarios mediante el Cuerpo y la Sangre de su Hijo.
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La última Reunión General Conjunta tuvo como tema central «la identidad contemplativa». Leyendo los informes de las casas, como así también la «síntesis de los temas importantes y de los desafíos comunes», hecho un tanto de menos la Eucaristía. Aunque ella no estaba ausente en las «conferencias» presentadas por varios superiores y superioras. Las referencias son pocas, es verdad, pero las necesarias para ayudarnos a no perder de vista lo evidente.
Por otro lado, estoy seguro que todos estamos de acuerdo en afirmar con el Magisterio de la Iglesia:
«La celebración de la Eucaristía y la intensa participación en ella, en cuanto fuente y cima de toda vida cristiana, forman el centro insustituible y animador de la dimensión contemplativa de toda comunidad religiosa» (SCRIS, Dimensión contemplativa 9).
«Ninguna comunidad se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el espíritu de comunidad» (Vaticano II, Presbyterorum Ordinis 6).
Es por estos motivos que había deseado dedicar esta carta circular a la Eucaristía. Espero que sirva también de puente y preparación para el tema central de la próxima Reunión General Conjunta: «la comunidad, escuela de caridad».
Visitando las catacumbas encontré una imagen antiquísima: una mujer con los brazos extendidos en actitud orante. Representa a María, a la Iglesia, a cada uno de nosotros. Como Jesús con los brazos abiertos en cruz, por Él, con Él y en Él, hemos de ofrecernos en sacrificio eucarístico para que se reúnan en comunión todos los hijos e hijas de Dios que andan dispersos.
Con un abrazo grande y fraterno, en María de san José.
Bernardo Olivera, Abad General