ORDO
CISTERCIENSIS S.O.
ABBAS GENERALIS
Prot. 91/A/01
26 de Enero, Santos Fundadores, 1991
Muy queridos Hermanos y Hermanas:
En el último Capítulo General, durante el discurso de clausura, prometí enviar una carta de presentación a todas las comunidades de la Orden. Y lo hago hoy, fiesta de los Santos Fundadores de nuestra Orden, con la esperanza de que ellos inspiren mi palabra.
Creo que la mejor forma de presentarme será hablándoles desde el corazón y mostrándoles lo que hay en él. Habiéndome leído y meditado ante el Señor me largo sin más a escribir.
JESÚS
Jesús, el Cristo, está en lo más hondo de mi corazón. Me inhabita por la fe y por su misteriosa presencia de Resucitado. Está siempre presente y actuando. Su palabra es verdadera, puedo testimoniarlo: Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo.
Lo confieso como verdadero Dios y hombre verdadero; Unigénito del Padre y nacido de María Virgen por obra del Espíritu Santo.
Cristo Jesús vino para salvar a los pecadores, se humanizó para humanizarnos, se abajó para elevarnos, murió para resucitarnos. Me alcanzó y abrazó, me buscó y encontró, me llamó e invitó: ven y sígueme. Al igual que a cada uno de ustedes, hermanas y hermanos. Nada, absolutamente nada, hemos de preferir a Cristo. Cada día es una oportunidad para volver al primer amor.
Exaltado, resucitado, vivificado y vivificante se ha hecho Pan y Vino. Comiéndolo somos comidos. Su paso de pascua no es de paso, estará siempre presente hasta el fin del mundo.
MARIA
Lo sé, puedo también afirmarlo: donde está el Resucitado está su Madre Asunta y Gloriosa. Ella es la llena de Gracia que maternalmente nos agracia por la fuerza del Espíritu.
Ella, María de san José, la primera creyente, la primera discípula, ha sido siempre para mí un atrayente modelo de vida cristianay seguimiento del Maestro.
Jesús nos la ofreció en el calvario como uno de sus últimos dones, poco antes de entregar su Espíritu. La Paz de Jesús, su Amor, su Palabra, su Pan, su Madre y su Espíritu son nuestra herencia cristiana.
María nunca está sola, la acompañan siempre los Santos, todos ellos cristianos y marianos. Los Santos, juntos con su Reina, nos manifiestan el rostro de Dios y ofrecen un signo de su Reino.
Recibirla es ofrecerse, acogerla es confiarse, abrazarla es abandonarse en sus manos. El que así se consagra y deja consagrar gozará de su presencia, comunión vital e influjo eficaz. La oirá además, decir: hagan lo que Él les diga.
EVANGELIO
Descubrí la Buena Noticia de Jesús antes de leerla en el Libro: Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación; muerto, sí, pero, sobre todo, ¡resucitado!.
En el monasterio la redescubrí toda la vida de Jesús y todo su mensaje se reducen a esto: filiación y fraternidad. La oración que el Señor nos enseñó dice, en efecto, así: Padre nuestro. No nos enseñó Jesús a decir: Padre mío, sino nuestro. Todos somos hermanos y tenemos un único Padre común; y porque este Padre es común, todos somos hermanos.
Quien vive esta filiación y fraternidad jamás dirá: que se haga mi voluntad; sino más bien: hágase tu voluntad. Y así viviendo se llenará de gozo con las bienaventuranzas del Evangelio.
IGLESIA
Soy, somos, miembros de un único Cuerpo, el de Cristo. Esta verdad la conozco y la siento. Somos Templo del Espíritu, Esposa de Cristo, sacramento de salvación, pueblo y familia de Dios. Somos comunidad de fe, esperanza y amor reunida en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¡En esta Comunión nos sentimos y hacemos familia de Dios!
María, Madre de la Iglesia, despierta nuestro corazón filial y estrecha los lazos de fraternidad. El Espíritu es vida y alma de esta familiaridad.
Pertenezco, pertenecemos a una gran comunidad que ni el espacio ni el tiempo pueden limitar; comunidad sin fronteras, salvo, por desgracia, las del corazón del hombre que rechaza al Señor. Porque sé que la unidad de los hijos se anuda hacia arriba, acepto una autoridad y le salgo al encuentro con escucha y asentimiento.
REGLA
Tengo que confesar ahora un pecado, espero que ustedes no. En mis primeros quince años de vida monástica presté poca atención a Benito y su Regla. Pero felizmente llegó el día del hallazgo y encuentro. Aprendí así a leer el Evangelio con ojos de monje.
La Regla, encarnación de la vida de san Benito, me enseña a vivir cotidianamente como monje cenobita. Ella me ha mostrado el camino de la humildad y la obediencia; pero, sobre todo, el camino del buen celo o amor ardientísimo que conduce al padre y a la vida eterna.
La Regla, haciéndose eco del Maestro que no vino a hacer su voluntad, me exhorta siempre a no buscar lo que es útil para mí sino para los otros. La ascesis que Benito me enseña es el paso de lo “propio” a lo común, del “yo” hacia los otros a fin de que nazca y crezca el “nosotros”.
CISTER
Encontré al Císter y a san Bernardo antes que a san Benito. El Císter me dió ojos para leer “místicamente” la Regla y descubrir, así, que toda ella está orientada hacia el “misterio”: Cristo oculto en nosotros y en medio nuestro.
Los Padres cistercienses, sin olvidar la realidad objetiva del misterio, dan la primacía a la experiencia gratuita del mismo, junto con el necesario despojo e inseparable esfuerzo ascético. Esta experiencia nos transforma internamente y nos hace uno con Dios.
Dios es un Dios oculto. Se lo busca y encuentra en la obscuridad ardiente de la fe enamorada. Y cuando Dios se nos manifiesta nos oculta en Él para convertirnos en Él. Así, divinizándonos, nos humaniza Dios.
HOMBRE
Descrubriéndome a mí mismo como persona –uno en relación- descubrí al hombre, y amándolo me amé. Me fue también evidente que amando al prójimo, creado a imagen y semejanza de Dios, amaba asimismo a Dios, porque el amor viene de Dios y vuelve a Dios.
Todo hombre, varón y mujer, es receptáculo de la sabiduría y bondad infinitas de Dios, de aquí su dignidad suprema. El hombre es el único ser personal de toda la creación; el único ser conciente y libre para amar en la verdad. Caímos y nos desfiguramos, es verdad, pero fuimos rescatados y restaurados por la sangre del Hijo de Dios.
Todo hombre, sin ningún tipo de discriminación, es digno de amor, pero más aún aquellos que Jesús prefirió: los pobres, los débiles y los que sufren.
Todo hombre, cada uno de ustedes, hermanos y hermanas, merece mi respeto y amor; al igual que yo merezco el de ustedes. Perdón por no haber amado; una vez más me pongo en camino de conversión.
Hermanas, hermanos, mi intención era presentarme, creo que las siete palabras dichas expresan bien lo que soy, deseo ser y quiero vivir: Jesús, María, Evangelio, Iglesia, Regla, Císter y Hombre.
Es fácil darse cuenta que estas palabras son un programa de vida. De hecho, son las realidades básicas de lo que me gusta llamar: “Evangelio de la Escuela de Caridad”. Pero dejo esto aquí; será tema, Dios mediante, de una próxima carta.
Les pido una oración; tengan por cierto que la mía es de Ustedes. Reciba cada una y cada uno un abrazo fraterno, en María de san José.
Bernardo Olivera, Abad General