DE LOS QUE CORREGIDOS MUCHAS VECES NO QUIEREN ENMENDARSE
(RB 28)
En la recta final del código penitencial de la RB, nos topamos con el capítulo 28 que habla de aquellos que no se enmiendan por más que se les corrija. Se trata de los casos extremos, recalcitrantes, de aquellos que faltan y no están dispuestos a cambiar. Más allá de la gravedad objetiva de lo que hagan, es la misma actitud obstinada lo que resulta grave. No se habla de pecados que pueden resultar escandalosos a primera vista, sino de algo que es muy dañino, aunque no siempre le damos tanta importancia: la soberbia, altanería, contumacia, y la realidad que subyace en tal actitud: inadaptación, no aceptación de la comunidad, no implicación en el proyecto de vida común, no asunción real de un camino espiritual que se hace como propio y se desea hacer. Para San Benito esa actitud es una contradicción frontal con la vida monástica que se ha elegido seguir, por lo que las consecuencias llegarán también a su límite. Nos dice: Si un hermano corregido con frecuencia por cualquier falta, e incluso excomulgado, no se enmendare, se le aplicará un castigo más riguroso, esto es, se le someterá al castigo de los azotes. Y si ni aún así se corrigiere, o si tal vez –lo que Dios no permita-, hinchado de soberbia, incluso quisiere defender su proceder, obre entonces el abad como un buen médico: si aplicó los lenitivos, los ungüentos de las exhortaciones, los medicamentos de las divinas Escrituras y, por último, el cauterio de la excomunión y los golpes de los azotes, y viere que ya nada puede hacer su ingenio, recurra también al mejor remedio: su oración y la de todos los hermanos por él, para que el Señor, que todo lo puede, cure al hermano enfermo.
Sin duda que ciertas correcciones, como los golpes físicos, hoy son inaceptables. Ni siquiera se proponen en la educación de los niños. Golpear no parece una buena pedagogía ni una forma adecuada de ejercer la paternidad; y entre adultos sería impensable. Pero aunque los métodos hayan cambiado, la realidad humana no ha variado demasiado, el proceso personal y su incidencia en la comunidad siguen siendo realidades que hay que afrontar. Y si no estamos dispuestos a morir en nada, no alcanzaremos meta importante en la vida. En nuestro camino monástico y espiritual lo que se requiere es morir a nuestro propio yo para poder entrar en otro tipo de relación y vivir desde otra dimensión
¿Es posible que personas que han consagrado su vida al Señor Jesús sean contumaces? No sólo se trata de tener faltas, sino de ser reiterativos en ellas y, encima, rechazar la corrección. Parece ser que, por desgracia, todo es posible. En los casos extremos, la Regla indica el camino a seguir en la corrección: primero se debe dar lugar a la exhortación suave, reiterativa y directa, intentando hacer ver al hermano su falta. Si esto no obtiene resultados se recurre a la excomunión como ya hemos comentado. Si ésta tampoco se revela eficaz porque el hermano no es consciente del valor de la comunidad y de nada valen los correctivos espirituales, entonces hay que recurrir al castigo corporal, que hasta las mentes más rudas suelen comprender, o a cualquier método que se le ocurra al abad y para lo que se le invita estruje su ingenio. Pero si la soberbia se instala en el corazón del hermano y no acepta nada, ¿qué hacer? Gran dilema, sin duda: ¿dejarlo por imposible o continuar insistiendo? Entonces San Benito aconseja lo que él cree que es el mejor método: la oración de toda la comunidad por el hermano enfermo. Pero, ¿y si esto tampoco funciona? Entonces, ya sabemos, llega a recomendar la expulsión del monasterio, siguiendo el consejo de San Pablo: Y si ni de esta manera sanase, entonces debe servirse ya el abad del hierro de la amputación, como dice el Apóstol: “Echad de entre vosotros al malo”; y también: “Si el infiel se va, que se vaya”; no sea que una oveja enferma contagie a todo el rebaño.
Creo que aquí está el punto esencial que nos ayuda a comprender este capítulo. El abad debe mostrar un gran celo por el crecimiento de cada hermano, acompañándolo en su camino con el estímulo y la corrección, y sin dejarse llevar él mismo por su propio pecado (envida, ira), para lo que debe aconsejarse siempre. Hecho esto, lo que más le preocupa es la persona misma del monje, la vida de cada hermano en su coherencia y crecimiento, pero también considera insoslayable cuidar con gran celo el bien de la comunidad en su conjunto. Lo que teme San Benito es que una actitud corrosiva termine llevándose por delante a la misma comunidad o a algunos miembros de ella.
Esa es una realidad que sucede a veces. Aunque todos los pecados individuales terminan dañando a la comunidad, hay pecados que dañan principalísimamente al que los comete, siendo para la comunidad más un reto en la virtud que un tropiezo serio. Podríamos compararlo con la enfermedad grave de un hermano o su incapacidad que le hace depender de los demás. Esa enfermedad es molesta para el hermano y un peso para la comunidad que lo tiene que atender, pero no es dañina, sino que resulta ser una ocasión para el crecimiento de todos en el amor. Pero hay otras enfermedades que son especialmente contagiosas y que sí pueden ser muy dañinas y destruir la comunidad si no se aísla al hermano enfermo. En el primer caso se tiene localizado el problema y no hay posibilidad de que los hermanos se vean afectados por una enfermedad o incapacidad que no puede ser contagiosa, por lo que sería injustificada una separación definitiva de la comunidad. Pero si hay amenaza de contagio, entonces sí que hay que actuar drásticamente, aunque sea como último recurso después de múltiples intentos.
Sabéis que en nuestras constituciones está prevista la posibilidad de la expulsión, si bien tiene muchos filtros (consejo del abad, comunidad, padre inmediato, abad general, consejo del abad general, capítulo general, santa sede, etc.), para evitar toda arbitrariedad, aunque puede darse y, a veces, se ha dado.
Esta separación no es una venganza, por lo que no se pide venga precedida de castigos, como sucede en ciertas sentencias que condenan a muerte pasando previamente por algún tipo de tortura. Para San Benito todo castigo debe ir en la línea de ayudar a cambiar, no de humillar ni para vengarse. Acudir a la amputación de un miembro de la comunidad lleva implícito un reconocimiento de fracaso en la labor de médico y pastor, lo que supone un gran dolor para el que lo ha intentado todo; dolor y fracaso que ha de asumir en beneficio de los demás. Si en el capítulo 27 se busca por todos los medios salvar al hermano, en el capítulo 28 el empeño está en salvar a la comunidad.
Hay que evitar que la vida monástica sea como un conjunto de estancias donde cada cual va creciendo por libre. Nuestra vida personal tiene un impacto real en la comunitaria, y así lo hemos asumido cuando hemos abrazado este tipo de vida. No estar abiertos a esta realidad justifica el que San Benito invite a marcharse para no dañar y vivir en coherencia. Toda separación supone un gran dolor aunque pudiera aliviar inicialmente, pero sobrepasados ciertos límites, no queda otro remedio.