LA SOLICITUD QUE DEBE TENER EL ABAD CON LOS EXCOMULGADOS
(RB 27-01) 19.01.14
Si duro es el apartamiento de la comunidad que supone la excomunión, y exigente la postura de San Benito para que se cumpla realmente dicha corrección y sirva de toma de conciencia al hermano para cambiar de vida, no menor es su preocupación para que la caña cascada no se rompa. En este capítulo San Benito va a recordar al abad su responsabilidad para que ello no suceda. Es como recordarle que además de ejercer la paternidad que corrige, no se debe olvidar de la maternidad que acoge y sostiene. Nos dice: El abad se preocupará con toda solicitud de los hermanos culpables, porque “no necesitan médico los sanos, sino los enfermos”. Por eso, como un médico inteligente, recurrirá a todos los medios, aplicando cataplasmas, esto es, enviando monjes ancianos y prudentes, quienes como a escondidas consuelen al hermano vacilante y le muevan a satisfacer con humildad y le animen, “no sea que el excesivo pesar se lo lleve”, sino que, como dice también el Apóstol, “le tengan más caridad” y oren todos por él.
Es admirable cómo combina San Benito firmeza y ternura, algo no siempre fácil, pues no sólo requiere el equilibrio del abad, sino también la predisposición del hermano. Ejercer juiciosa y responsablemente la autoridad y vivir con espíritu de obediencia, no es nada fácil hoy en día. Pero aún me llama más la atención la insistencia que muestra la Regla en que el abad actúe “con toda solicitud”, recurriendo a “todos los medios”. Está claro que a San Benito le movía un celo entrañable, más propio de un padre que de un jefe. Los jefes buscan ser obedecidos, y si no lo son, toman represalias. Los jefes buscan ante todo el propio beneficio o el de su empresa; pueden llegar a preocuparse por sus empleados y avisarles si se ponen en peligro, pero su preocupación no irá más allá. Los padres, en cambio, no pueden cansarse de buscar todos los medios posibles en favor de sus hijos, preocupándoles más el bien de ellos que el imponer la propia voluntad.
Ese celo ardiente que San Benito quiere para el abad nos lo podemos aplicar todos y cada uno de nosotros respecto a los hermanos, de forma especial en aquellos casos en los que tenemos un puesto de responsabilidad en la comunidad. ¿Estamos tan libres de nuestro yo que nos preocupe más el bien del hermano que salirnos con la nuestra? ¿Hasta dónde es capaz de durar nuestra paciencia? ¿En qué se nota que buscamos ante todo el bien del hermano y sufrimos más por el daño que pueda hacerse que por la incomodidad que nos provoca su actitud?
No hemos venido al monasterio simplemente para “estar”, sino para hacer un camino. Cada día debemos espabilarnos el oído y ver qué se nos pide. La pendiente de la comodidad es atractiva. El encerrarnos en nosotros mismos desentendiéndonos de los demás, es tentador. No estar dispuestos a dejarnos contrastar por los hermanos o no preocuparnos por ellos, termina disminuyendo la vida que hay en nosotros. Empecinarnos en creer que nosotros tenemos la razón y es el otro el que debe cambiar, es bastante fácil. Tirar la toalla ante la dificultad que experimento con determinados hermanos, no facilita el camino de la comunión. Observando cualquier comunidad, también la nuestra, es fácil constatar algunos bloqueos personales. Entonces viene la tentación de “pasar” del hermano, o de “marcarle”, o de atentar contra su buena fama, o de presionar al abad contra él, o de cualquier cosa que nos suscite el mal espíritu que no nos ayuda.
La Regla nos invita a vivir con un celo ardiente en nuestro camino personal y comunitario, buscando “todos los medios posibles” y siendo sensibles a la debilidad de los hermanos, viendo sus faltas como una enfermedad que hemos de ayudar a sanar antes que como una ofensa que debe ser vengada. Hay que ser valientes para corregir, pero aún más tratar de hacerlo buscando el mayor bien posible del otro, sin que el hermano se entristezca excesivamente, sino que se sienta animado a dar un paso de conversión al verse verdaderamente amado. San Benito nos dice que con los hermanos enfermos debemos tener más caridad y orar por ellos. Este es el ardor que invade a los santos, lejos del ardor juvenil que busca un perfeccionismo imposible que le dé seguridad.
Todos sabemos que sólo el sentirnos amados, no humillados, es lo que nos mueve a cambiar. Y esto no siempre lo sabemos hacer, pues requiere mucha transformación interior, mucho amor, mucha gratuidad y mucha paciencia. A veces tenemos actitudes paternalistas en nuestras muestras de amor, lo que no ayuda en absoluto según qué personas. Y nos sorprendemos: ¿cómo es posible que haciéndole tantos gestos benevolentes me los interprete mal? Sin duda que a veces somos retorcidos para acoger con sencillez lo que se nos da, pero también es cierto que otras veces es tal el tufillo de superioridad que transmiten ciertos gestos paternalistas, que no se pueden recibir bien. El respeto a la persona pasa por tratarla de forma adulta, desde un plano de igualdad, buscando adaptarse a ella para que se sienta tratada con respeto y nunca humillada.
No somos fáciles. Mucha gente pudiera tenernos en un pedestal pensando que los monjes son casi santos. Hace muchos años yo pensé que al menos lo sería la mayoría o no pocos tendrían un buen grado de virtud. A medida que pasa el tiempo veo más y más la fragilidad de monjes y monjas, empezando por la mía. Objetivamente parecería motivo suficiente para echar a correr cargado de razones. Y, al contemplar muchas comunidades, comenzando por la nuestra, me he dicho más de una vez: ¿pero qué demonios se puede hacer con este material de tan baja calidad? Pero al mismo tiempo que los ojos se me han ido abriendo con la experiencia de la vida, otra forma de mirar también me ha acompañado. Antes me gozaba pensando que entraba en un edificio sólido y hermoso, del cual recibía seguridad y bienestar. Ahora veo un edificio pobre y ruinoso, pero, como quien mira al Crucificado que no parecía hombre ni tenía aspecto humano, oigo una invitación a trabajar en su reconstrucción y limpieza. Y no sólo eso, sino que percibo fuertemente que la hermosura y consistencia del edificio sigue estando ahí, aunque en nada se parezca a la que percibí en un primer momento. Su hermosura y consistencia está en la misma presencia del Señor que sólo se ve con otros ojos y en la medida en que nuestro ego deje de reclamar ser el centro, deje de buscar ser agasajado, agradado, asegurado.
Si se nos concede vivir con algún que otro monje santo, que se ha dejado transformar y busca sinceramente a Dios, demos gracias por ello. Pero no nos hagamos ilusiones y anclémonos en lo esencial, en Aquél que nos ha llamado y convocado, hasta olvidarnos de nosotros mismos y tener sus mismos sentimientos que nos llevan a trabajar en bien de los hermanos, buscando sanar, cargando con sus debilidades, animándolos a caminar, ardiendo en ese deseo que Dios da sólo a los que se abren a su gracia. Si no arde en nosotros ese deseo, tengamos por seguro que estamos muy lejos de Dios, aunque vivamos en su casa. No hemos sido llamados para recoger la cosecha y comer de ella, sino para trabajar la tierra, sembrar y regar. No lo olvidemos. Quien busca sólo comer de la cosecha, está tan encerrado en sí mismo que se quedará en ayunas y experimentará la amargura tarde o temprano. Quien trabaja en la siembra y el riego, quizá no coma todavía, pero le alimentará, y mucho, pensar lo grande que va a ser una cosecha tan bien cuidada.
Por eso la Regla vuelve a recordar al abad que nunca olvide que aceptó cuidar almas enfermizas, no dominar tiránicamente sobre almas sanas; y que no puede aprovecharse de lo hermoso y dejar lo flaco de la comunidad.